miércoles, 27 de julio de 2011

MONSEÑOR ANTONIO MARINO: LA EUCARISTÍA, MISTERIO DE FE

I. LOS MISTERIOS Y EL MISTERIO

Queridos hermanos:

“Este es el misterio de la fe”. Las conocidas palabras de la aclamación eucarística pronunciada por el sacerdote después de la consagración, adquieren hoy especiales resonancias. Celebramos, en efecto, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

La Eucaristía es un misterio de nuestra fe, una de las verdades que confesamos y de las cuales vivimos. Un misterio junto a otros misterios de nuestra fe cristiana, como los que contemplamos en el rezo del rosario o los que profesamos en cada artículo del credo. Es uno de los siete sacramentos, y en él reconocemos que se representa y actualiza el sacrificio redentor de la cruz. Cristo se hace presente en las humildes apariencias del pan y del vino, y nos invita a la comunión con su Cuerpo y con su Sangre: sacramento del sacrificio, sacramento de la presencia, sacramento de la comunión.

La palabra “misterio” en el Nuevo Testamento significa algo más profundo que en nuestro lenguaje habitual. No se trata simplemente de lo que está oculto y secreto, o de lo que supera nuestra comprensión y resulta inexplicable. Su sentido es mucho más rico.

Para San Pablo el “misterio” es el plan divino de salvación universal por Jesucristo. Dios Padre, por puro amor, quiere salvar a todos los hombres por medio de su Hijo, al cual ha constituido como Señor y Cabeza de los hombres, y también de los ángeles y de todo el universo. Este misterio divino estaba oculto desde la eternidad en la mente de Dios y era inaccesible para el hombre. Pero en la plenitud de los tiempos lo ha realizado en Cristo y lo ha manifestado por medio del Espíritu Santo a los apóstoles (Rom 16,25-27; Ef 1,3-14). Misterio es, por tanto, el plan de salvación con la totalidad de las etapas y aspectos de la existencia de Cristo, desde su preexistencia hasta su estado de gloria, hasta su vuelta como juez y Señor de todo el universo y de la historia.

En el lenguaje eclesial, la palabra “misterio” designa también cada uno de los acontecimientos de la vida terrena de Jesús, o bien cada uno de los aspectos de nuestra salvación. Por eso, hablamos de los misterios de la vida de Cristo, del misterio de la Iglesia, o de los sacramentos como misterios.

Pero si consideramos lo que acontece en la Eucaristía al celebrarla y lo que contienen las apariencias del pan y del vino, descubrimos maravillados que ella es, en realidad, todo el misterio cristiano hecho sacramento, y llenos de estupor reconocemos: “¡Este es el misterio de la fe!”

Los signos sacramentales del pan y del vino, sobre los cuales los ministros de la Iglesia, en obediencia al mandato del mismo Cristo, pronuncian sus propias palabras, representan su cuerpo entregado por nosotros y su sangre derramada por nuestra salvación. De un modo inefable, se hace presente el mismo sacrificio redentor de la cruz para que nosotros lo ofrezcamos como nuestro. Siendo único e irrepetible, se hace presente sin multiplicarse. Entonces con espíritu de adoración y de gozo, y con el alma llena de humildad exclamamos: “Anunciamos tu muerte, Señor, y proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas”.

II. LA EUCARISTÍA, SÍNTESIS DE TODOS LOS MISTERIOS

Si la Eucaristía hace sacramentalmente presente el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, podemos entender que ella es la síntesis de todos los misterios y que guarda relación con todos ellos.

Todas las plegarias eucarísticas desde siempre se dirigen al Padre, a quien la Iglesia ofrece como suyo propio el sacrificio de su Hijo, participando así en el perfecto culto espiritual de alabanza; sacrificio santificado por el Espíritu, quien ha consagrado los dones presentados por la Iglesia: “Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”. A su vez, la participación en el sacrificio de Cristo, mediante la comunión eu­carística con su cuerpo en­tregado por nosotros, es también el momento culminante de nuestra participación en la intimi­dad de la vida trinita­ria: “Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 57). Pues, como enseña el último concilio, en la Eucaristía se contie­ne “Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su Carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivi­ficante por el Espíritu Santo” (PO 5b).

En la Eucaristía veneramos “el verdadero cuerpo nacido de María que, por el hombre, verdade­ramente padeció y fue inmolado en la cruz”, como canta el himno Ave verum; el mismo cuerpo que ahora resplandece de gloria en el cielo, se hace pre­sente en los signos sacramentales. Por eso, es la Eucaristía la prolonga­ción sacra­mental de la Encarnación.

Son múltiples los vínculos que podemos descubrir entre la Eucaristía y la Iglesia. Por este admi­rable sacramento se significa y realiza la unidad de la Iglesia. Esta solemnidad tiene un hondo sentido eclesial. De allí la importancia de esta multitudinaria concentración de fieles, junto al obispo y el clero, los consagrados y consagradas y los laicos. Al recibir el cuerpo eucarístico de Cristo, en­tramos en comunión con su cuerpo inmolado y glorioso, vivificado y vivi­ficante por el Espíritu, para constituir y afianzar su cuerpo místico que es la Iglesia. “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). El pan único y redondo de las celebraciones eucarísticas de los cristianos de Corinto, se parte para que los cristianos divididos en partidos (1 Co 3,1-4) se congreguen en la unidad de un solo Cuerpo.

En cuanto al resto de los sacramentos, es bien conocida la doctrina de Santo Tomás de Aquino: “La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos” (ST III 73,3; 65,3), citada en el documento conciliar Presbyterorum ordinis donde leemos: “Ahora bien, los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la Eucaristía y a ella se ordenan” (PO 5b).

La comunión eucarística es garantía de nuestra futura resurrección y anuncio de su venida en la gloria. Pues dice Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo re­sucitaré en el úl­timo día” (Jn 6, 54); y en cada Misa repetimos el anhelo de la Iglesia primitiva: “¡Ven, Señor Jesús!”, recordando la afirmación de San Pablo: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas” (cf. 1 Co 11, 26).

En cuanto al misterio del hombre, la Eucaristía es proclamación per­manente de su digni­dad, al ser el sacramento del sacrificio redentor, pues nunca se proclamó más alto la dignidad del hombre que desde la cruz de Cristo (cf. Jn 3,16).

Los ejemplos aludidos, a los cuales habría que añadir muchos otros, bastan para entender el vínculo necesario entre la Eucaristía y la evangelización, la cual constituye la misión esencial de la Igle­sia. Ésta, en efecto, “existe para evangelizar, lo que constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Pablo VI, Evang. nunt. 14); y la evangelización tiene como núcleo central el misterio pascual de Cristo, cuya eficacia salvadora se comunica al hombre por la fe y los sacramentos, principalmente en la Eucaristía. “Por lo cual, la Eucaris­tía aparece como la fuente y la culminación de toda la predica­ción evangélica...” (PO 5b).

Es, pues, la Eucaristía el Misterio de la fe, o también el “Símbolo de la fe” o Credo de la Iglesia, en cuanto sacramentalmente anunciado, celebrado y experimentado por ella.

III. LA COHERENCIA EUCARÍSTICA

En continuidad con cuanto venimos diciendo, deseo destacar la importancia que hoy adquiere la defensa de la dignidad de todo hombre. Nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que “la Eucaristía entraña un compromiso a favor de los pobres: Para recibir en verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo entregados por nosotros debemos reconocer a Cristo en los más pobres” (Catec.IC 1397). Me complazco en cuanto de bueno se viene haciendo en nuestra diócesis y aliento a sostener e incrementar nuestro compromiso.

El Papa Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, nos decía: “El culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe. Obviamente, esto vale para todos los bautizados, pero tiene una importancia particular para quienes, por la posición social o política que ocupan, han de tomar decisiones sobre valores fundamentales, como el respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos, y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos (…) deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una relación objetiva con la Eucaristía (1Cor 11,27-29)” (Sacr.Car 83).

Nuestras reflexiones previas pueden ayudarnos a entender por qué el papa afirma que los temas aludidos tienen “una relación objetiva con la Eucaristía (1Cor 11,27-29)”. En el legítimo clamor por los derechos humanos, por tanto, no nos olvidemos nunca de levantar nuestra voz en defensa del primero y más fundamental de ellos: el derecho a la vida desde su concepción hasta su término natural, hoy amenazado por proyectos de leyes que en nuestra patria fomentan una cultura de la muerte. Quiero que en nuestra diócesis se implemente una acción decidida de atención y socorro eficaz a toda mujer que por cualquier circunstancia sobrelleve un embarazo no deseado. La Iglesia no sólo denuncia lo que está mal, sino que se compromete en la promoción del bien, en la medida de sus fuerzas.

No puedo omitir una palabra acerca de un hecho reciente. El Ministerio de Educación de la Nación ha puesto en marcha el Programa Nacional de Educación Sexual Integral. La publicación de unos cuadernos, y últimamente de una revista de la que se han impreso varios millones de ejemplares, con el título “Educación Sexual Integral. Para charlar en familia” (2011), en muchos puntos constituye, a nuestro entender, una clara violación del derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. No nos oponemos a la educación sexual, pero entendemos que la misma no puede ser presentada en términos puramente biológicos y psicológicos, al margen de toda valoración moral o de la búsqueda de un sentido intrínseco a la naturaleza espiritual del hombre. También discrepamos en la distorsión del concepto de familia. En todo esto, el derecho de los padres es anterior a todo poder del Estado.

Queridos hermanos, en el día en que celebramos “el misterio de la fe”, llevaremos en procesión por las calles de la ciudad el Santísimo Sacramento, como testimonio de lo que creemos y del compromiso que adquirimos. Después de haber contemplado su augusta grandeza aprendamos a tener coherencia eucarística en nuestra vida cotidiana.

Nuestro último pensamiento va hacia la Virgen María, la mujer en cuyo seno virginal, el Espíritu Santo formó la hostia del sacrificio redentor. En cada Eucaristía que celebramos “la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo” (Catec.IC 1370). Sea ella, mujer eucarística por excelencia, quien nos enseñe a volvernos ofrenda unidos a su Hijo y a comulgar más plenamente con Él.

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