jueves, 22 de noviembre de 2018

MONSEÑOR JOSEFINO RAMÍREZ: PARTÍCIPES DE SU REINO

Solemnidad de Cristo Rey, 22/11/1993

Querido padre Tomás:

¿Recuerdas la película del príncipe africano que va a América para casarse? Se viste como un hombre sencillo para que lo quieran por sí mismo, y llega a conocer en una iglesia a la joven con la cual se enamorará. Ella acepta la propuesta matrimonial y luego descubre asombrada que es un príncipe disfrazado. El casamiento la convierte en una princesa y en la mujer más rica del mundo.

Qué historia estupenda! Pues esto no es una fantasía sino real porque es la historia de amor de Jesús en el Santísimo Sacramento, Él se viste sencillamente, oculta su gloria. Él viene humildemente hacia nosotros como “el Pan vivo bajado del cielo”. Tan profundo es su deseo de ser amado por sí mismo que se muestra como el más pobre de todos.

Él es el Rey con un corazón romántico merecedor de nuestro amor por todo lo que hizo por nuestra salvación. Esto es la adoración perpetua: proclamar a Jesús Rey dándole el honor y la gloria que le corresponde.

Mediante la adoración perpetua, una parroquia da al Rey todo el amor que Él verdaderamente se merece. Es por esta razón que la liturgia de Cristo Rey con esta oración “ Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor (Ap 5,12).

La adoración perpetua es el romance divino entre Jesús y su pueblo. Es decirle sí a su propuesta de amor. Todo lo que él quiere es nuestro amor, “porque yo quiero amor, no sacrificios” (Os 6,6).Luego,¡Él nos sorprenderá con la gloria de su reino!
Fraternalmente tuyo en su Amor Eucarístico

domingo, 11 de noviembre de 2018

HANS URS VON BALTHASAR: LA POBRE VIUDA DEL EVANGELIO

Primero hazme a mí un panecillo”. La historia de Elías y la viuda de Sarepa (primera lectura) muestra toda la grandeza de la Antigua Alianza. Se trata de una obediencia hasta la muerte. El profeta reclama de la mujer lo poco que a ésta le queda, un puñado de harina y un poco de aceite con lo que la pobre viuda había pensado hacer un pan para comerlo con su hijo antes de morir – a causa del hambre predicho por Elías -. El profeta se lo exige sin brusquedad. Comienza diciendo a la mujer: “No temas”, las palabras que Dios emplea a menudo cuando se dirige a personas asustadas para transmitirles una orden. Entonces la mujer, aunque ciertamente está en una situación desesperada, se calma y se vuelve dócil. Primero recibe la orden de preparar un panecillo para Elías (lo mismo que había decidido preparar para ella y para su hijo) y después se produce la promesa de Dios de que sus provisiones no se agotarán hasta que cese la sequía. Lo decisivo en la narración es la prioridad de la obediencia de la viuda –que llega incluso a poner en juegos la propia vida- con respecto a la promesa que garantiza su vida y la de su hijo.

Todo lo que tenía”. El episodio de la pobre viuda, que aparece depositando su limosna en el evangelio de hoy, es (en Marcos y en Lucas) el punto culminante de los hechos y dichos de Jesús antes del “pequeño Apocalipsis” y del relato de la pasión. Aquí tiene lugar una última decisión. Los ricos echan en el cepillo de lo que les sobra, sus cuantiosas limosnas no les suponen merma alguna en sus fianzas y con ellas adquieren buena reputación ante los hombres (Jesús critica duramente al comienzo de la perícopa su ambición y concluye: “Esos recibirán una sentencia más rigurosa”). La pobre viuda, en cambio, echa sólo dos reales: todo lo que tenía para vivir; lo hace libremente y sin que nadie; excepto Dios, lo advierta: en esto supera incluso la acción de la mujer veterotestamentaria. La viuda del evangelio de hoy no abre la boca, ni siquiera intercambia unas palabras con Jesús; pero Jesús la pone como ejemplo al final de toda su enseñanza: ella es, quizá sin saberlo, la que mejor ha comprendido lo que él ha querido decir en todos sus discursos. Y, al contrario que Elías, Jesús no dirá ni una palabra sobre una eventual recompensa: la acción de la mujer es tan brillante que tiene la recompensa en sí misma.
 
Cristo se ha ofrecido una sola vez”. Si se lee la segunda lectura a la luz del evangelio, el sacrificio único e irrepetible de Cristo – en lugar de los múltiples sacrificios de animales de la Antigua Alianza – aparece claramente como la entrega última y definitiva, más allá de la cual ya no es posible dar nada porque nada queda. Su sacrificio se compara expresamente con la muerte del hombre: al igual que ésta es absolutamente única e irrepetible (se muere una sola vez, en la Biblia jamás se habla de una transmigración de las almas), así también este sacrificio basta para expiar los pecados del mundo de una vez para siempre. Y tras la autoinmolación de Jesús se divisa el sacrificio del Padre, que es enteramente comparable al de la pobre viuda del evangelio: también El echa todo lo que tiene en el cepillo, lo más querido y más necesario: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único”.

martes, 6 de noviembre de 2018

BENEDICTO XVI: CÓMO HABLAR DE DIOS?

La cuestión central que nos planteamos hoy es la siguiente: ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo comunicar el Evangelio para abrir caminos a su verdad salvífica en los corazones frecuentemente cerrados de nuestros contemporáneos y en sus mentes a veces distraídas por los muchos resplandores de la sociedad? Jesús mismo, dicen los evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se interrogó sobre ello: «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?» (Mc 4, 30). ¿Cómo hablar de Dios hoy? La primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Él ha hablado con nosotros. La primera condición del hablar con Dios es, por lo tanto, la escucha de cuanto ha dicho Dios mismo. ¡Dios ha hablado con nosotros! Así que Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática muy apartada de nosotros. Dios se interesa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha auto-comunicado hasta encarnarse. Dios es una realidad de nuestra vida; es tan grande que también tiene tiempo para nosotros, se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el «arte de vivir», el camino de la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14). Jesús ha venido para salvarnos y mostrarnos la vida buena del Evangelio.

Hablar de Dios quiere decir, ante todo, tener bien claro lo que debemos llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por esto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y su Evangelio; supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. 

El método de Dios es el de la humildad —Dios se hace uno de nosotros—, es el método realizado en la Encarnación en la sencilla casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el de la parábola del granito de mostaza. Es necesario no temer la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y lentamente la hace crecer (cf. Mt 13, 33). Al hablar de Dios, en la obra de evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario una recuperación de sencillez, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se hace cercano a nosotros en Jesucristo hasta la Cruz y que en la Resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera. 

Ese excepcional comunicador que fue el apóstol Pablo nos brinda una lección, orientada justo al centro de la fe, sobre la cuestión de «cómo hablar de Dios» con gran sencillez. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «Cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (2, 1-2). Por lo tanto, la primera realidad es que Pablo no habla de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o inventado, sino que habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha entrado en su vida, habla de un Dios real que vive, que ha hablado con él y que hablará con nosotros, habla del Cristo crucificado y resucitado. La segunda realidad es que Pablo no se busca a sí mismo, no quiere crearse un grupo de admiradores, no quiere entrar en la historia como cabeza de una escuela de grandes conocimientos, no se busca a sí mismo, sino que san Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar a las personas para el Dios verdadero y real. Pablo habla sólo con el deseo de querer predicar aquello que ha entrado en su vida y que es la verdadera vida, que le ha conquistado en el camino de Damasco. 

Así que hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquel que nos lo da a conocer, que nos revela su rostro de amor; quiere decir expropiar el propio yo ofreciéndolo a Cristo, sabiendo que no somos nosotros los que podemos ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de Dios mismo, invocarlos de Él. Hablar de Dios nace, por ello, de la escucha, de nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con Él, en la vida de oración y según los Mandamientos.

Comunicar la fe, para san Pablo, no significa llevarse a sí mismo, sino decir abierta y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que ha experimentado en su existencia ya transformada por ese encuentro: es llevar a ese Jesús que siente presente en sí y se ha convertido en la verdadera orientación de su vida, para que todos comprendan que Él es necesario para el mundo y decisivo para la libertad de cada hombre. El Apóstol no se conforma con proclamar palabras, sino que involucra toda su existencia en la gran obra de la fe. Para hablar de Dios es necesario darle espacio, en la confianza de que es Él quien actúa en nuestra debilidad: hacerle espacio sin miedo, con sencillez y alegría, en la convicción profunda de que cuánto más le situemos a Él en el centro, y no a nosotros, más fructífera será nuestra comunicación. Y esto vale también para las comunidades cristianas: están llamadas a mostrar la acción transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones, egoísmos, indiferencia, y viviendo el amor de Dios en las relaciones cotidianas. Preguntémonos si de verdad nuestras comunidades son así. Debemos ponernos en marcha para llegar a ser siempre y realmente así: anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.

En este punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús mismo. Jesús en su unicidad habla de su Padre —Abbà— y del Reino de Dios, con la mirada llena de compasión por los malestares y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran realismo, y diría que lo esencial del anuncio de Jesús es que hace transparente el mundo y que nuestra vida vale para Dios. Jesús muestra que en el mundo y en la creación se transparenta el rostro de Dios y nos muestra cómo Dios está presente en las historias cotidianas de nuestra vida. Tanto en las parábolas de la naturaleza —el grano de mostaza, el campo con distintas semillas— o en nuestra vida —pensemos en la parábola del hijo pródigo, de Lázaro y otras parábolas de Jesús—. Por los Evangelios vemos cómo Jesús se interesa en cada situación humana que encuentra, se sumerge en la realidad de los hombres y de las mujeres de su tiempo con plena confianza en la ayuda del Padre. Y que realmente en esta historia, escondidamente, Dios está presente y si estamos atentos podemos encontrarle. Y los discípulos, que viven con Jesús, las multitudes que le encuentran, ven su reacción ante los problemas más dispares, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él anuncio y vida se entrelazan: Jesús actúa y enseña, partiendo siempre de una íntima relación con Dios Padre. Este estilo es una indicación esencial para nosotros, cristianos: nuestro modo de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de Dios en el hoy, porque muestra, con una existencia vivida en Cristo, la credibilidad, el realismo de aquello que decimos con las palabras; que no se trata sólo de palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Al respecto debemos estar atentos para percibir los signos de los tiempos en nuestra época, o sea, para identificar las potencialidades, los deseos, los obstáculos que se encuentran en la cultura actual, en particular el deseo de autenticidad, el anhelo de trascendencia, la sensibilidad por la protección de la creación, y comunicar sin temor la respuesta que ofrece la fe en Dios. 

También en nuestro tiempo un lugar privilegiado para hablar de Dios es la familia, la primera escuela para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir esta misión suya, asumiendo la responsabilidad de educar, de abrir las conciencias de los pequeños al amor de Dios como un servicio fundamental a sus vidas, de ser los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos. Y en esta tarea es importante ante todo la vigilancia, que significa saber aprovechar las ocasiones favorables para introducir en familia el tema de la fe y para hacer madurar una reflexión crítica respecto a los numerosos condicionamientos a los que están sometidos los hijos. Esta atención de los padres es también sensibilidad para recibir los posibles interrogantes religiosos presentes en el ánimo de los hijos, a veces evidentes, otras ocultos. Además, la alegría: la comunicación de la fe debe tener siempre una tonalidad de alegría. Es la alegría pascual que no calla o esconde la realidad del dolor, del sufrimiento, de la fatiga, de la dificultad, de la incomprensión y de la muerte misma, sino que sabe ofrecer los criterios para interpretar todo en la perspectiva de la esperanza cristiana. La vida buena del Evangelio es precisamente esta mirada nueva, esta capacidad de ver cada situación con los ojos mismos de Dios. Es importante ayudar a todos los miembros de la familia a comprender que la fe no es un peso, sino una fuente de alegría profunda; es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien que no hace ruido; y ofrece orientaciones preciosas para vivir bien la propia existencia. Finalmente, la capacidad de escucha y de diálogo: la familia debe ser un ambiente en el que se aprende a estar juntos, a solucionar las diferencias en el diálogo recíproco hecho de escucha y palabra, a comprenderse y a amarse para ser un signo, el uno para el otro, del amor misericordioso de Dios. 

Hablar de Dios, pues, quiere decir hacer comprender con la palabra y la vida que Dios no es el rival de nuestra existencia, sino su verdadero garante, el garante de la grandeza de la persona humana. Y con ello volvemos al inicio: hablar de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo que es esencial: el Dios de Jesucristo, ese Dios que nos ha mostrado un amor tan grande como para encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese Dios que pide seguirle y dejarse transformar por su inmenso amor para renovar nuestra vida y nuestras relaciones; ese Dios que nos ha dado la Iglesia para caminar juntos y, a través de la Palabra y los Sacramentos, renovar toda la Ciudad de los hombres a fin de que pueda transformarse en Ciudad de Dios.

sábado, 3 de noviembre de 2018

HANS URS VON BALTHASAR: XXXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (B)


Qué mandamiento es el primero de todos? En el evangelio de hoy queda claro que no habría sido necesaria ninguna desavenencia entre judaísmo y cristianismo. Hay unidad en lo que respecta al mandamiento más importante e incluso respecto a la necesidad de añadir el mandamiento del amor al prójimo al del amor a Dios, que lo trasciende todo. Aparece incluso una declaración de Jesús según la cual el letrado que le ha interrogado:  “no está lejos del reino de Dios”. Pero la unanimidad llega aún más lejos: el letrado añade al final de su réplica, aprobando lo que acaba de decir Jesús, que ese doble primer mandamiento “vale más que todos los sacrificios”, con lo que se sitúa el cumplimiento del amor a Dios por encima de toda veneración puramente cultual; algo que, por lo demás, ya había sido previsto por Oseas: “Quiero misericordia y no sacrificios” (Os 6,6; Mt 12,7). Pero es quizá aquí donde se manifiesta la enorme distancia que existe entre la comprensión judía y la comprensión cristiana (de la que dará testimonio la segunda lectura): si los sacrificios de la Antigua Alianza se tornan caducos con Cristo, es porque su cumplimiento del amor a Dios y al prójimo en su muerte en la cruz y en la Eucaristía hace coincidir pura y simplemente amor vivido y sacrificio cultual, y porque gracias a esta suprema entrega de amor, el amor de Jesús al Padre y a nosotros los hombres alcanza una intensidad que era inconcebible en la Antigua Alianza. Pero esto no invalida el primer mandamiento que Israel supo formular de modo tan admirable (ni siquiera la Nueva Alianza pudo expresarlo mejor); la diferencia está solamente en que antes de Jesús nadie pudo llegar “hasta el extremo” (Jn 13,1), como llegó Jesús, en el amor a Dios y al prójimo.

Escucha Israel. Es aquí, en la primera lectura, donde el gran mandamiento se expresa por primera vez y en toda su perfección. Está introducido con la afirmación “El Señor nuestro Dios es solamente uno”.No hay más dioses, nuestro Dios es el único. El politeísmo divide el corazón del hombre y su culto; el único Dios exige la totalidad indivisa del corazón humano con todas sus fuerzas. Por eso entre el amor que Dios exige y el corazón humano no hay ningún dualismo no es como si el corazón estuviera dentro y el mandamiento viniera de fuera o de arriba, sino que, por el contrario, el mandamiento debe quedar escrito en el corazón del hombre : “Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria”; con otras palabras, el amor de Dios exige desde dentro todo el corazón y todas sus fuerzas.

Jesús tiene el sacrificio que no pasa. La segunda lectura subraya una vez más de la manera más clara el carácter existencial del sacerdocio de Jesús, que ya no necesita ofrecer sacrificios de animales en el Templo –algo que los sacerdotes anteriores debían hacer cada día por sus propios pecados y por los del Pueblo-, sino que se ofrece así mismo como víctima sin mancha en una autoinmolación necesaria para nuestra verdadera expiación. Y como Jesús permanece para siempre, su ofrenda sacerdotal en la cruz no es un hecho del pasado; Jesús tiene el sacerdocio que no pasa, su sacrificio es siempre para interceder a favor nuestro. Por eso su Eucaristía, a partir de esta su existencia eterna, puede hacer presenta aquí y ahora su sacrificio único en virtud de su sacerdocio que no pasa.