domingo, 25 de septiembre de 2011

MONSEÑOR JOSÉ IGNACIO MUNILLA: DE DIOSES Y HOMBRES


POR LA LIBERTAD RELIGIOSA


A estas alturas ya nadie duda de que el cine no es, ni puede serlo, un arte aséptico en lo que se refiere a los valores o contravalores que transmite. La proliferación de películas de marcado acento anticatólico ha sido muy notoria en los últimos años, pero gracias a Dios, cada vez son más los que, poniendo en práctica el conocido refrán “más vale encender una luz que maldecir las tinieblas”, tienen la osadía de realizar un cine de marcada inspiración cristiana. Se trata de producciones generalmente modestas en su presupuesto, pero que tienen el acierto de trasladar a la pantalla, con notable éxito, testimonios reales y concretos, que contrastan con la abundancia de leyendas negras difundidas en la filmografía sobre la vida e historia de la Iglesia.

Pues bien, entre la amplia oferta que la cartelera cinematográfica nos ofrece en estos días, podemos disfrutar de la producción francesa “De dioses y hombres” del director Xavier Beauvois. En ella se narra lo acontecido en el monasterio cisterciense del Monte Atlas (Argelia) a mediados de 1996, cuando siete monjes fueron secuestrados y finalmente decapitados por la facción radical del GIA (Grupo Islámico Armado). El guión de esta película recoge con fidelidad la buena armonía de estos monjes cristianos con los pobladores musulmanes de aquella región, al mismo tiempo que la irrupción repentina del fundamentalismo islámico, que cambia por completo el escenario de pacífica convivencia. Lejos de ser una película que tome pie del fundamentalismo para satanizar al conjunto del Islam, refleja de forma sobresaliente el ideal del diálogo interreligioso propugnado por la Iglesia en el Concilio Vaticano II.

Este filme alcanza especial relevancia y actualidad, por el hecho de que su llegada a España ha coincidido con un momento de notable recrudecimiento de la persecución y el exterminio de las minorías cristianas de tradición milenaria, en países de mayoría musulmana e hindú. El destino de estos cristianos, tanto en Oriente Medio como en Oriente, se torna cada vez más dramático e incierto, a raíz de la confluencia de tres circunstancias: el resurgimiento de los fundamentalismos, el error y fracaso de la guerra de Irak, y el olvido de las raíces cristianas en Occidente. Los cristianos árabes se encuentran en medio de un peligroso “sandwich”: sospechosos de complicidad con Estados Unidos, por el mero hecho de ser cristianos; y al mismo tiempo ignorados por un Occidente laicista que se avergüenza de sus raíces.

Recientemente, el sociólogo Massimo Introvigne denunciaba que el fundamentalismo islámico y el laicismo, son dos caras de la misma moneda. Sin pretender comparar lo que ocurre en Oriente y en Occidente, es un hecho que la libertad religiosa no es respetada ni por unos ni por otros. En el fondo se trata de un desequilibrio entre fe y razón: El laicismo de Occidente difunde un racionalismo antirreligioso, mientras que los fundamentalismos de Oriente impulsan una religiosidad irracional. En Occidente existe una dictadura del relativismo, mientras que desde Oriente emergen los fanatismos intolerantes.

El desarrollo de los acontecimientos está demostrando que, en nuestros días, el diálogo interreligioso entre una cultura cristiana y otra musulmana o hindú es perfectamente viable. El verdadero choque de trenes se produce en el encuentro del laicismo, por un lado, y el fundamentalismo, por el otro, que se retroalimentan, hasta el exterminio. Lo malo es que, como dice el refrán, “cuando dos elefantes pelean, sufre la hierba”. Y en este caso, los principales perjudicados de esta situación están siendo las minorías cristianas en países de mayoría musulmana e hindú. Tanto en Occidente como en Oriente, el antisemitismo del siglo XX está siendo sustituido en el siglo XXI por un modo de cristianofobia.

El Papa Benedicto XVI dirigió un mensaje al mundo el primer día de este año, Jornada de la Paz, con el título de “La Libertad religiosa, camino par la paz”, en el que recordaba aquellas palabras del Concilio Vaticano II: “La libertad religiosa es condición para la búsqueda de la verdad. La verdad no se impone con la violencia sino por la fuerza de la misma verdad” (Dignitatis Humanae 1).

Como conclusión y ejemplo práctico, es emocionante escuchar en la escena final de esta bella película “De dioses y hombres”, el testamento que el superior de aquella abadía cisterciense dejaba escrito antes de su martirio:
« He vivido lo suficiente como para saberme cómplice del mal que parece prevalecer en el mundo; incluso del que podría golpearme ciegamente. (…) Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los habitantes de este país tratándolos globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo (…) Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado de ingenuo o de idealista. Pero estos deben saber que, por fin, seré liberado de mi más punzante curiosidad, y que podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre, para contemplar con Él a sus hijos del Islam, tal como Él los ve. En este “gracias” en el que está dicho todo sobre mi vida, os incluyo, por supuesto, a amigos de ayer y de hoy… Y a ti también, “amigo del último instante”, que no habrás sabido lo que hacías. ¡Sí!, para ti también quiero este “gracias” y este “a-Dios”, en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. Amén. ¡Inshalá! ».

BENEDICTO XVI: VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES


VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Feria de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de septiembre de 2011

(Vídeo)

Queridos jóvenes amigos:

Durante todo el día he pensado con gozo en esta noche, en la que estaría aquí con vosotros, unidos en la oración. Algunos habéis participado tal vez en la Jornada Mundial de la Juventud, donde experimentamos esa atmósfera especial de tranquilidad, de profunda comunión y de alegría interior que caracteriza una vigilia nocturna de oración. Espero que también todos nosotros podamos tener esa misma experiencia en este momento en el que el Señor nos toca y nos hace testigos gozosos, que oran juntos y se hacen responsables los unos de los otros, no solamente esta noche, sino también durante toda la vida.

En todas las iglesias, en las catedrales y conventos, en cualquier lugar donde los fieles se reúnen para celebrar la Vigilia pascual, la más santa de todas las noches, ésta se inaugura encendiendo el cirio pascual, cuya luz se transmite después a todos los participantes. Una pequeña llama se irradia en muchas luces e ilumina la casa de Dios a oscuras. En este maravilloso rito litúrgico, que hemos imitado en esta vigilia de oración, se nos revela mediante signos más elocuentes que las palabras el misterio de nuestra fe cristiana. Él, Cristo, que dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12), hace brillar nuestra vida, para que se cumpla lo que acabamos de escuchar en el Evangelio: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14). No son nuestros esfuerzos humanos o el progreso técnico de nuestro tiempo los que aportan luz al mundo. Una y otra vez, experimentamos que nuestro esfuerzo por un orden mejor y más justo tiene sus límites. El sufrimiento de los inocentes y, más aún, la muerte de cualquier hombre, producen una oscuridad impenetrable, que quizás se esclarece momentáneamente con nuevas experiencias, como un rayo en la noche. Pero, al final, queda una oscuridad angustiosa.

Puede haber en nuestro entorno tiniebla y oscuridad y, sin embargo, vemos una luz: una pequeña llama, minúscula, más fuerte que la oscuridad, en apariencia poderosa e insuperable. Cristo, resucitado de entre los muertos, brilla en el mundo, y lo hace de la forma más clara, precisamente allí donde según el juicio humano todo parece sombrío y sin esperanza. Él ha vencido a la muerte – Él vive – y la fe en Él, penetra como una pequeña luz todo lo que es oscuridad y amenaza. Ciertamente, quien cree en Jesús no siempre ve en la vida solamente el sol, casi como si pudiera ahorrarse sufrimientos y dificultades; ahora bien, tiene siempre una luz clara que le muestra una vía, el camino que conduce a la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día.

La luz no se queda aislada. En todo su entorno se encienden otras luces. Bajo sus rayos se perfilan los contornos del ambiente, de forma que podemos orientarnos. No vivimos solos en el mundo. Precisamente en las cosas importantes de la vida tenemos necesidad de otros. En particular, no estamos solos en la fe, somos eslabones de la gran cadena de los creyentes. Ninguno llega a creer si no está sostenido por la fe de los otros y, por otra parte, con mi fe, contribuyo a confirmar a los demás en la suya. Nos ayudamos recíprocamente a ser ejemplos los unos para los otros, compartimos con los otros lo que es nuestro, nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestro afecto. Y nos ayudamos mutuamente a orientarnos, a discernir nuestro puesto en la sociedad.

Queridos amigos, “Yo soy la luz del mundo – vosotros sois la luz del mundo”, dice el Señor. Es algo misterioso y grandioso que Jesús diga lo mismo de sí y de cada uno de nosotros, es decir, “ser luz”. Si creemos que Él es el Hijo de Dios, que ha sanado a los enfermos y resucitado a los muertos; más aún, que Él ha resucitado del sepulcro y vive verdaderamente, entonces comprendemos que Él es la luz, la fuente de todas las luces de este mundo. Nosotros, en cambio, experimentamos una y otra vez el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestras buenas intenciones. Por lo que se ve, no obstante los progresos técnicos, el mundo en que vivimos nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído “portadores de luz”, pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ningún paraíso terrenal, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.

Llegados a este punto, no debemos silenciar el hecho de que el mal existe. Lo vemos en tantos lugares del mundo; pero lo vemos también, y esto nos asusta, en nuestra vida. Sí, en nuestro propio corazón existe la inclinación al mal, el egoísmo, la envidia, la agresividad. Quizás se puede controlar esto de algún modo con una cierta autodisciplina. Pero es más difícil con formas de mal más bien oscuras, que pueden envolvernos como una niebla difusa, como la pereza, la lentitud en querer y hacer el bien. En la historia, algunos finos observadores han señalado frecuentemente que el daño a la Iglesia no lo provocan sus adversarios, sino los cristianos mediocres. ¿Cómo puede entonces decir Cristo que los cristianos – y también aquellos cristianos débiles – son la luz del mundo? Quizás lo entenderíamos si Él gritase: ¡Convertíos! ¡Sed la luz del mundo! ¡Cambiad vuestra vida, hacedla clara y resplandeciente! ¿No debemos quizás quedar sorprendidos de que el Señor no nos dirija una llamada de atención, sino que afirme que somos la luz del mundo, que somos luminosos y que brillamos en la oscuridad?

Queridos amigos, el apóstol san Pablo, se atreve a llamar “santos” en muchas de sus cartas a sus contemporáneos, los miembros de las comunidades locales. Con ello, se subraya que todo bautizado es santificado por Dios, incluso antes de poder hacer obras buenas. En el Bautismo, el Señor enciende por decirlo así una luz en nuestra vida, una luz que el catecismo llama la gracia santificante. Quien conserva dicha luz, quien vive en la gracia, es santo.

Queridos amigos, muchas veces se ha caricaturizado la imagen de los santos y se los ha presentado de modo deformado, como si ser santos significase estar fuera de la realidad, ingenuos y sin alegría. A menudo, se piensa que un santo es aquel que hace obras ascéticas y morales de altísimo nivel y que precisamente por ello se puede venerar, pero nunca imitar en la propia vida. Qué equivocada y decepcionante es esta opinión. No existe ningún santo, salvo la bienaventurada Virgen María, que no haya conocido el pecado y que nunca haya caído. Queridos amigos, Cristo no se interesa tanto por las veces que flaqueamos o caemos en la vida, sino por las veces que nosotros, con su ayuda, nos levantamos. No exige acciones extraordinarias, pero quiere que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hacéis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra, nuestra vida. Vosotros sois santos, nosotros somos santos, si dejamos que su gracia actúe en nosotros.

Queridos amigos, esta noche, en la que estamos reunidos en oración en torno al único Señor, vislumbramos la verdad de la Palabra de Cristo, según la cual no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Esta asamblea brilla en los diversos sentidos de la palabra: en la claridad de innumerables luces, en el esplendor de tantos jóvenes que creen en Cristo. Una vela puede dar luz solamente si la llama la consume. Sería inservible si su cera no alimentase el fuego. Permitid que Cristo arda en vosotros, aun cuando ello comporte a veces sacrificio y renuncia. No temáis perder algo y, por decirlo así, quedaros al final con las manos vacías. Tened la valentía de usar vuestros talentos y dones al servicio del Reino de Dios y de entregaros vosotros mismos, como la cera de la vela, para que el Señor ilumine la oscuridad a través de vosotros. Tened la osadía de ser santos brillantes, en cuyos ojos y corazones resplandezca el amor de Cristo, llevando así la luz al mundo. Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania seáis llamas de esperanza que no queden ocultas. “Vosotros sois la luz del mundo”. “Donde está Dios, allí hay futuro”. Amén.

sábado, 24 de septiembre de 2011

BENEDICTO XVI: CELEBRACIÓN ECUMÉNICA

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia del antiguo convento de los agustinos de Erfurt
Viernes 23 de septiembre de 2011

(Vídeo)

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

“No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos” (Jn 17, 20): Así, en el Cenáculo, lo ha dicho Jesús al Padre. Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más allá del Cenáculo hacía el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la oración de Jesús está el lugar interior, de nuestra unidad. Seremos, pues una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración. Cada vez que, como cristianos, nos encontramos reunidos en la oración, esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer en está dinámica, tanto más se realiza la unidad.

La oración de Jesús ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y sufre con los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el rechazo a la unidad, y aun así, una y otra vez se culmina la unidad con Él, y en Él con el Dios Trinitario. Debemos ver ambas cosas: el pecado del hombre, que reniega a Dios y se repliega en sí mismo, pero también las victorias de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los unos a los otros. Por eso, en un encuentro ecuménico, no debemos lamentar solo las divisiones y las separaciones, sino agradecer a Dios por todos los elementos de unidad que ha conservado para nosotros y que continuamente nos da. Gratitud que debe ser al mismo tiempo disponibilidad para no perder la unidad alcanzada, en medio de un tiempo de tentación y de peligros.

La unidad fundamental consiste en el hecho que creemos en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Que lo profesamos como Dios Trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La unidad suprema no es la soledad monádita, sino unidad a través del amor. Creemos en Dios, en el Dios concreto. Creemos que Dios nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros. La tarea común que actualmente tenemos, es dar testimonio de este Dios vivo.

El hombre tiene necesidad de Dios, o ¿acaso las cosas van bien sin Él? Cuando en una primera fase de la ausencia de Dios, su luz sigue mandando sus reflejos y mantiene unido el orden de la existencia humana, se tiene la impresión que las cosas funcionan bastante bien incluso sin Dios. Pero cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro que el hombre, en el hybrisdel poder, en el vacío del corazón y en el ansia de satisfacción y de felicidad, “pierde” cada vez más la vida. La sed de infinito esta presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar. El hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de Él. En este tiempo, nuestro primer servicio ecuménico debe ser el testimoniar juntos la presencia del Dios vivo y dar así al mundo la respuesta que necesita. Naturalmente, de este testimonio fundamental de Dios forma parte, y de modo absolutamente central, el dar testimonio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que vivió entre nosotros, padeció y murió por nosotros, y que en su resurrección ha abierto totalmente la puerta de la muerte. Queridos amigos, ¡fortifiquémonos en está fe! ¡Ayudémonos recíprocamente a vivirla! Esta es una gran tarea ecuménica que nos introduce en el corazón de la oración de Jesús.

La seriedad de la fe en Dios se manifiesta en vivir su palabra. En nuestro tiempo, se manifiesta de una forma muy concreta, en el compromiso por esta criatura, por el hombre, que Él quiso a su imagen. Vivimos en un tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han hecho inciertos. La ética viene sustituida con el calculo de las consecuencias. Frente a esto, como cristianos, debemos defender la dignidad inviolable del ser humano, desde la concepción hasta la muerte, desde las cuestiones de la diagnosis previa a su implantación hasta la eutanasia. “Solo quien conoce a Dios, conoce al hombre”, dijo una vez Romano Guardini. Sin el conocimiento de Dios, el hombre se hace manipulable. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por el hombre. Forman parte de esta tarea no sólo estos criterios fundamentales de humanidad sino, sobre todo y de modo concreto, el amor que Jesucristo nos ha enseñado en la descripción del Juicio Final (cf. Mt 25): el Dios juez nos juzgará según nos hayamos comportado con nuestro prójimo, con los más pequeños de sus hermanos. La disponibilidad para ayudar en las necesidades actuales, más allá del propio ambiente de vida es una obra esencial del cristiano.

Esto vale sobre todo, como he dicho, en el ámbito de la vida personal de cada uno. Pero vale también en la comunidad de un pueblo o de un Estado, en la que todos debemos hacernos cargo los unos de los otros. Vale para nuestro Continente, en el que estamos llamados a la solidaridad europea. Y, en fin, vale más allá de todas las fronteras: la caridad cristiana exige hoy también nuestro compromiso por la justicia en el mundo entero. Sé que de parte de los alemanes y de Alemania se trabaja mucho por hacer posible a todos una existencia humanamente digna, por lo que expreso una palabra de viva gratitud.

Para concluir, quisiera detenerme todavía en una dimensión más profunda de nuestra obligación de amar. La seriedad de la fe se manifiesta sobre todo cuando esta inspira a ciertas personas a ponerse totalmente a disposición de Dios y, a partir de Dios, a los demás. Las grandes ayudas se hacen concretas solamente cuando sobre el lugar existen aquellos que están a total disposición de los otros, y con ello hacen creíble el amor de Dios. Personas así son un signo importante para la verdad de nuestra fe.

A la vigilia de mi visita, se ha hablado varia veces de que se espera de tal visita un don ecuménico del huésped. No es necesario que yo especifique los dones mencionados en tal contexto. A este respecto, quisiera decir que esto, como se ve en la mayor parte de los casos,constituye un malentendido político de la fe y del ecumenismo. Cuando un jefe de estado visita un país amigo, generalmente preceden contactos entre las instancias, que preparan la estipulación de uno o más acuerdos entre los dos estados: en la ponderación de los ventajas y desventajas se llega al compromiso que, al fin, aparece ventajoso para ambas partes, de manera que el tratado puede ser firmado. Pero la fe de los cristianos no se basa en una ponderación de nuestras ventajas y desventajas. Una fe autoconstruida no tiene valor. La fe no es una cosa que nosotros excogitamos y concordamos. Es el fundamento sobre el cual vivimos. La unidad no crece mediante la ponderación de ventajas y desventajas, sino profundizando cada vez más en la fe mediante el pensamiento y la vida. De esta forma, en los últimos 50 años, y en particular también en la visita del Papa Juan Pablo II, hace 30 años, ha crecido mucho la comunión de la cual podemos estar agradecidos. Me es grato recordar el encuentro con la comisión presidida por el Obispo Lohse, en la cual nos hemos ejercitado juntos en este profundizar en la fe mediante el pensamiento y la vida. Expreso vivo agradecimiento a todos aquellos que han colaborado en esto, por la parte católica, de modo particular, al Cardenal Lehmann. No menciono otros nombres, el Señor los conoce a todos. Juntos podemos agradecer al Señor por el camino de la unidad por el que nos ha conducido, y asociarnos en humilde confianza a su oración: Haz, que todos seamos uno, como Tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea que Él te ha enviado (cf. Jn 17, 21).

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BENDICTO XVI: DISCURSO DEL SANTO PADRE AL PARLAMENTO

VISITA AL PARLAMENTO FEDERAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Reichstagsgebäude, Berlín
Jueves 22 de septiembre de 2011

(Vídeo)

Ilustre Señor Presidente
Señor Presidente del Bundestag
Señora Canciller Federal
Señor Presidente del Bundesrat
Señoras y Señores

Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a tener este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a tener este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.[1] Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano.[3] De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen – “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético.[4] Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.

Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto.[5] ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?

A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.


[1] De civitate Dei, IV, 4, 1.
[2] Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
[3] Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
[4] Waldstein, op. cit. 15-21.
[5] Citado según Waldstein, op. cit. 19.

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BENEDICTO, UNA VOZ DE ESPERANZA

Estos dos días del Papa Bendicto XVI han sido intensos, ha pronunciado un número importante de discursos, mensajes y homilías, pero no solo debemos resaltar el número que manifiesta la intensidad de esta visita, también los diagnósticos y la profundidad de los desafíos propuestos. Al parlamento alemán (sirve para un sin número de parlamentos y para todos los políticos) , le ha dirigido un diagnóstico penetrante, incluso no permaneciendo en sala todos los representantes del pueblo, algunos decidieron marcharse. Intuición, protesta o incapacidad para escuchar lo que no agrada?

Benedicto se plantó con su sencillez y humildad características, y con el valor de los que sirven a la Verdad. Los fundamentos del derecho, el pedido siempre actual del rey Salomón, los políticos y búsqueda del éxito, la subordinación de éste a la justicia; servir al derecho y la justicia; poder y derecho; el principio de la mayoría no basta en las cuestiones que se juega la dignidad humana; razón y naturaleza; los límites del positivismo jurídico.

Todo esto presentado con una capacidad de síntesis y claridad agustianas. Vale la pena leerlo, máxime si eres cristiano y quieres servir al Señor desde el ámbito de la política, es imprescindible leerlo.

BENDICTO XVI:ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DEL CONSEJO DE LA "IGLESIA EVANGÉLICA EN ALEMANIA"


ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES
DEL CONSEJO DE LA "IGLESIA EVANGÉLICA EN ALEMANIA"

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala capitular del antiguo convento de los agustinos de Erfurt
Viernes 23 de septiembre de 2011

(Vídeo)

Distinguidos Señores y Señoras:

Al tomar la palabra, quisiera ante todo dar gracias de corazón por tener esta ocasión de encontrarnos aquí. Mi particular gratitud a usted, querido hermano presidente Schneider que me ha dado la bienvenida y me ha acogido con sus palabras en medio de ustedes. Usted ha abierto su corazón, ha expresado abiertamente la fe verdaderamente común, el deseo de unidad. Y nosotros estamos alegres, porque considero que esta asamblea, nuestros encuentros, vengan celebrados también como la fiesta de la que obtenemos con la fe común. Quisiera además agradecer a todos, por el don de poder dialogar juntos como cristianos en este histórico lugar.

Como Obispo de Roma, es para mí un momento de profunda emoción encontrarlos aquí, en el antiguo convento agustino de Erfurt. Hemos escuchado que aquí, Lutero estudió teología. Aquí fue ordenado sacerdote. Contra los deseos de su padre, no continuó los estudios de derecho, sino que estudió teología y se encaminó hacia el sacerdocio en la Orden de San Agustín. Y en este camino, no le interesaba esto o aquello. Lo que le quitaba la paz era la cuestión de Dios, que fue la pasión profunda y el centro de su vida y de su camino. “¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?”: Esta pregunta le penetraba el corazón y estaba detrás de toda su investigación teológica y de toda su lucha interior. Para Lutero, la teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios.

“¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?” No deja de sorprenderme en el corazón que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado que, en último término, Dios no se interesa por nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto, que todos somos solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al final, en su misericordia, no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. La cuestión no nos preocupa más. Pero, ¿son verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la corrupción de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su propio beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del ansia de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no está amenazado por la creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la apariencia de una religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir de Él, el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los hombres, ¿podrían el hambre y la pobreza devastar zonas enteras del mundo? Y las preguntas en ese sentido podrían continuar. No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, cómo me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero debe convertirse otra vez, y ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra, no académica, pero concreta. Pienso que esto sea la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín Lutero.

Y después es importante: Dios, el único Dios, el Creador del cielo y de la tierra, es algo distinto de una hipótesis filosófica sobre el origen del cosmos. Este Dios tiene un rostro y nos ha hablado, en Jesucristo hecho hombre, se hizo uno de nosotros; Dios verdadero y verdadero hombre a la vez. El pensamiento de Lutero y toda su espiritualidad eran completamente cristocéntricos. Para Lutero, el criterio hermenéutico decisivo en la interpretación de la Sagrada Escritura era: “Lo que conduce a la causa de Cristo”. Sin embargo, esto presupone que Jesucristo sea el centro de nuestra espiritualidad y que su amor, la intimidad con Él, oriente nuestra vida.

Ahora quizás se podría decir: De acuerdo. Pero, ¿qué tiene esto que ver con nuestra situación ecuménica? ¿No será todo esto solamente un modo de eludir con muchas palabras los problemas urgentes en los que esperamos progresos prácticos, resultados concretos? A este respecto les digo: Lo más necesario para el ecumenismo es sobre todo que, presionados por la secularización, no perdamos casi inadvertidamente las grandes cosas que tenemos en común, aquellas que de por sí nos hacen cristianos y que tenemos como don y tarea. Fue un error de la edad confesional haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber percibido en modo esencial lo que tenemos en común en las grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las profesiones de fe del cristianismo antiguo. Éste ha sido para mi el gran progreso ecuménico de los últimos decenios: nos dimos cuenta de esta comunión y, en el orar y cantar juntos, en la tarea común por el ethos cristiano ante el mundo, en el testimonio común del Dios de Jesucristo en este mundo, reconocemos esta comunión como nuestro común fundamento imperecedero.

Indudable, el riesgo de perderla es real. Quisiera señalar brevemente dos aspectos. En los últimos tiempos, la geografía del cristianismo ha cambiado profundamente y sigue cambiando todavía. Ante una nueva forma de cristianismo, que se difunde con un inmenso dinamismo misionero, a veces preocupante en sus formas, las Iglesias confesionales históricas se quedan frecuentemente perplejas. Es un cristianismo de escasa densidad institucional, con poco bagaje racional, menos aún dogmático, y con poca estabilidad. Este fenómeno mundial –que los obispos de todo el mundo continuamente me describen- nos pone a todos ante la pregunta: ¿Qué nos transmite, positiva y negativamente, esta nueva forma de cristianismo? Sea lo que fuere, nos sitúa nuevamente ante la pregunta sobre qué es lo que permanece siempre válido y qué pueda o deba cambiarse ante la cuestión de nuestra opción fundamental en la fe.

Más profundo, y en nuestro país, más candente, es el segundo desafío para todo el cristianismo; quisiera hablar de ello: se trata del contexto del mundo secularizado en el cual debemos vivir y dar testimonio hoy de nuestra fe. La ausencia de Dios en nuestra sociedad se nota cada vez más, la historia de su revelación, de la que nos habla la Escritura, parece relegada a un pasado que se aleja cada vez más. ¿Acaso es necesario ceder a la presión de la secularización, llegar a ser modernos adulterando la fe? Naturalmente, la fe tiene que ser nuevamente pensada y, sobre todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo que pertenece al presente. Ahora bien, a ello no ayuda su adulteración, sino vivirla íntegramente en nuestro hoy. Esto es una tarea ecuménica central. En el cual debemos ayudarnos mutuamente, a creer cada vez más viva y profundamente. No serán las tácticas las que nos salven, las que salven el cristianismo, sino una fe pensada y vivida de un modo nuevo, mediante la cual Cristo, y con Él, el Dios viviente, entre en nuestro mundo. Como los mártires de la época nazista propiciaron nuestro acercamiento recíproco, suscitando la primera apertura ecuménica, del mismo modo también hoy la fe, vivida a partir de lo íntimo de nosotros mismos, en un mundo secularizado, será la fuerza ecuménica más poderosa que nos congregará, guiándonos a la unidad en el único Señor. Y por esto la plegaria para aprender de nuevo a vivir la fe para poder así ser una sola cosa.

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BENEDICTO XVI: HOMILÍA MISA EN ESTADIO OLÍMPICO

Estadio Olímpico de Berlín
Jueves 22 de septiembre de 2011

(Vídeo)

Queridos hermanos en el episcopado,
queridas hermanas y hermanos

Me da gran alegría y confianza ver el gran estadio olímpico que tantos de vosotros habéis llenado hoy. Saludo con afecto a todos: a los fieles de la Archidiócesis de Berlín y de las diócesis alemanas, así como a los numerosos peregrinos provenientes de los países vecinos. Hace quince años, vino un Papa por vez primera a Berlín, la capital federal. Todos – y también yo personalmente – tenemos un recuerdo muy vivo de la visita de mi venerado predecesor, el Beato Juan Pablo II, y de la Beatificación del Deán de la Catedral Bernhard Lichtenberg, junto a Karl Leisner, celebrada precisamente aquí, en este mismo lugar.

Pensando en estos beatos y en toda la corte de santos y beatos, podemos comprender lo que significa vivir como sarmientos de la verdadera vid, que es Cristo, y dar fruto. El evangelio de hoy nos evoca la imagen de esa planta, que en Oriente crece lozana y es símbolo de fuerza y vida, y también una metáfora de la belleza y el dinamismo de la comunión de Jesús con sus discípulos y amigos, con nosotros.

En la parábola de la vid, Jesús no dice: “Vosotros sois la vid”, sino: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15, 5). Y esto significa: “Así como los sarmientos están unidos a la vid, de igual modo vosotros me pertenecéis. Pero, perteneciendo a mí, pertenecéis también unos a otros”. Y este pertenecerse uno a otro y a Él, no entraña un tipo cualquiera de relación teórica, imaginaria, simbólica, sino – casi me atrevería a decir – un pertenecer a Jesucristo en sentido biológico, plenamente vital. La Iglesia es esa comunidad de vida con Jesucristo y de uno para con el otro, que está fundada en el Bautismo y se profundiza cada vez más en la Eucaristía. “Yo soy la verdadera vid”; pero esto significa en realidad: “Yo soy vosotros y vosotros sois yo”; una identificación inaudita del Señor con nosotros, con su Iglesia.

Cristo mismo presentó a Saulo, el perseguidor de la Iglesia, antes de llegar a Damasco: “¿Por qué me persigues?” (Hch 9, 4). De ese modo, el Señor señala el destino común que se deriva de la íntima comunión de vida de su Iglesia con Él, el Resucitado. En este mundo, Él continúa viviendo en su Iglesia. Él está con nosotros, y nosotros con Él: “¿Por qué me persigues?” En definitiva, es a Jesús a quien los perseguidores de la Iglesia quieren atacar. Y, al mismo tiempo, esto significa que no estamos solos cuando nos oprimen a causa de nuestra fe. Jesucristo está en nosotros y con nosotros.

En la parábola, El Señor dice una vez más: “Yo soy la vid verdadera, y el Padre es el labrador” (Jn 15, 1), y explica que el viñador toma la podadera, corta los sarmientos secos y poda aquellos que dan fruto para que den más fruto. Usando la imagen del profeta Ezequiel, como hemos escuchado en la primera lectura, Dios quiere arrancar de nuestro pecho el corazón muerto, de piedra, y darnos un corazón vivo, de carne (cf. Ez 36, 26). Quiere darnos vida nueva y llena de fuerza, un corazón de amor, de bondad y de paz. Cristo ha venido a llamar a los pecadores. Son ellos los que necesitan el médico, y no los sanos (cf. Lc 5, 31s). Y así, como dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia es el “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium 48) que existe para los pecadores, para nosotros, para abrirnos el camino de la conversión, de la curación y de la vida. Ésta es la constante y gran misión de la Iglesia, que le ha sido confiada por Cristo.

Algunos miran a la Iglesia, quedándose en su apariencia exterior. De este modo, la Iglesia aparece únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la “Iglesia”. Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y bello de la Iglesia.

Por tanto, ya no brota alegría alguna por el hecho de pertenecer a esta vid que es la “Iglesia”. La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la “Iglesia” y los “ideales sobre la Iglesia” que cada uno tiene. Entonces, cesa también el alegre canto: “Doy gracias al Señor, porque inmerecidamente me ha llamado a su Iglesia”, que generaciones de católicos han cantado con convicción.

Pero volvamos al Evangelio. El Señor prosigue: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí… porque sin mí -separados de mi, podría traducirse también- no podéis hacer nada” (Jn 15, 4. 5b).

Cada uno de nosotros ha de afrontar una decisión a este respecto. El Señor nos dice de nuevo en una parábola lo seria que es: “Al que no permanece en mí lo tiran fuera como el sarmiento, y se seca; luego recogen los sarmientos desechados, los echan al fuego y allí se queman” (cf. Jn15, 6). Sobre esto, comenta san Agustín: “El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permaneced, pues, en la vid para librarse del fuego” (In Ioan. Ev. Tract., 81, 3 [PL 35, 1842]).

La opción que se plantea nos hace comprender de forma insistente el significado fundamental de nuestra decisión de vida. Al mismo tiempo, la imagen de la vid es un signo de esperanza y confianza. Encarnándose, Cristo mismo ha venido a este mundo para ser nuestro fundamento. En cualquier necesidad y aridez, Él es la fuente de agua viva, que nos nutre y fortalece. Él en persona carga sobre sí el pecado, el miedo y el sufrimiento y, en definitiva, nos purifica y transforma misteriosamente sarmientos buenos que dan vino bueno. En esos momentos de necesidad nos sentimos a veces aplastados bajo una prensa, como los racimos de uvas que son exprimidos completamente. Pero sabemos que, unidos a Cristo, nos convertimos en vino de solera. Dios sabe transformar en amor incluso las cosas difíciles y agobiantes de nuestra vida. Lo importante es que “permanezcamos” en la vid, en Cristo. En este breve pasaje, el evangelista usa la palabra “permanecer” una docena de veces. Este “permanecer-en-Cristo” caracteriza todo el discurso. En nuestro tiempo de inquietudes e indiferencia, en el que tanta gente pierde el rumbo y el fundamento; en el que la fidelidad del amor en el matrimonio y en la amistad es frágil y efímera; en el que desearíamos gritar, en medio de nuestras necesidades, como los discípulos de Emaús: “Señor, quédate con nosotros, porque anochece (cf. Lc 24, 29), sí, las tinieblas nos rodean”; el Señor resucitado nos ofrece en este tiempo un refugio, un lugar de luz, de esperanza y confianza, de paz y seguridad. Donde la aridez y la muerte amenazan a los sarmientos, allí en Cristo hay futuro, vida y alegría, allí hay siempre perdón y nuevo comienzo, transformación entrando en su amor.

Permanecer en Cristo significa, como ya hemos visto, permanecer también en la Iglesia. Toda la comunidad de los creyentes está firmemente unida en Cristo, la vid. En Cristo, todos nosotros estamos unidos. En está comunidad, Él nos sostiene y, al mismo tiempo, todos los miembros se sostienen recíprocamente. Juntos resistimos a las tempestades y ofrecemos protección unos a otros. Nosotros no creemos solos, creemos con toda la Iglesia de todo lugar y de todo tiempo, con la Iglesia que está en el cielo y en la tierra.

La Iglesia como mensajera de la Palabra de Dios y dispensadora de los sacramentos nos une a Cristo, la verdadera vid. La Iglesia, en cuanto “plenitud y el complemento del Redentor” – como la llamaba Pío XII – (Mystici corporis, AAS 35 [1943] p. 230: “plenitudo et complementum Redemptoris”) es para nosotros prenda de la vida divina y mediadora de los frutos de los que habla la parábola de la vid. Así, la Iglesia es el don más bello de Dios. Por eso san Agustín podía decir: “En la medida en que uno ama a la Iglesia” (In Ioan. Ev. Tract. 32, 8 [PL 35, 1646]). Con la Iglesia y en la Iglesia podemos anunciar a todos los hombres que Cristo es la fuente de la vida, que Él está presente, que Él es la gran realidad que buscamos y anhelamos. Él se entrega a sí mismo y así nos da a Dios, la felicidad, el amor. Quien cree en Cristo, tiene futuro. Porque Dios no quiere lo que es árido, muerto, artificial, lo que al final es desechado, sino que quiere lo que es fecundo y vivo, la vida en abundancia, y Él nos da la vida en abundancia.

Queridos hermanos y hermanas, deseo que todos vosotros y todos nosotros descubramos cada vez más profundamente la alegría de estar unidos a Cristo en la Iglesia – con todos sus afanes y sus oscuridades –, que encontréis en vuestras necesidades consuelo y redención y que todos lleguemos a ser el vino delicioso de la alegría y del amor de Cristo para este mundo. Amén.

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MEDJUGORJE MENSAJE DEL 25 DE SEPTIEMBRE 2011


Hoy, hijitos, los invito a estar con Jesús a través de la oración, para que, por medio de una experiencia personal de oración, puedan descubrir la belleza de la creaturas de Dios. No pueden hablar ni testimoniar acerca de la oración, si no oran. Por tanto, hijitos, en el silencio del corazón, permanezcan con Jesús, para que El los cambie y transforme con Su Amor.”

PADRE G. AMORTH: EL RITUAL DE EXORCISMOS

SANDRO MAGISTER: EL PAPA, EN EL DESIERTO DE LA FE

En Berlín y en Erfurt, Benedicto XVI entra en el área de Europa más alejada de Dios. Quiere hacerla una nueva tierra de misión. Un reportaje desde Chemnitz, donde los ateos son mayoría y donde casi nadie ya se bautiza

por Sandro Magister



ROMA, 21 de setiembre de 2011 – "Donde está Dios hay futuro": éste es el título que Benedicto XVI ha querido dar a su tercera visita a Alemania que comienza mañana.

Que la "prioridad" de este pontificado sea volver a acercar a los hombres a Dios, el papa Benedicto lo ha dicho muchas veces. Pero el caso de Alemania vuelve esta urgencia todavía más apremiante.

La ex Alemania del Este, junto a Estonia y la República Checa, es el territorio europeo en el que los ateos son más numerosos y en los que los no bautizados son la mayoría.

En Berlín y en Erfurt, la ciudad de Lutero, el papa Joseph Ratzinger entrará precisamente en este perímetro en Europa que presenta el máximo alejamiento de la fe.

Pero también en Friburgo de Brisgovia, tercera etapa de su viaje, el desvanecimiento de la fe cristiana es un fenómeno extendido.

Ha salido a la venta recientemente en Alemania, publicado por GerthMedien, un libro que analiza con términos muy crudos la declinación del cristianismo en este país.

Ya el título es elocuente: "Gesellschaft ohne Gott. Risiken und Nebenwirkungen der Entchristlichung Deutschlands [Sociedad sin Dios. Riesgos y efectos colaterales de la descristianización de Alemania]”.

El autor es Andreas Püttman, de 47 años de edad, investigador de la fundación Konrad Adenauer como sociólogo de los procesos culturales, ex ganador del Katholischen Journalistenpreis, el premio para el periodismo promovido por los medios de comunicación católicos alemanes.

No sólo en el Este, sino en toda Alemania, menos de la mitad de la población, el 47 por ciento, afirma que cree en Dios.

Desde 1950 hasta hoy los protestantes han descendido de 43 a 25 millones. Mientras que los católicos eran 25 millones en 1950 y muchos han quedado hoy, también ellos han perdido a muchos en el camino.

Si en 1950 un católico cada dos iba a Misa todos los domingos, hoy en el Oeste del país sólo el 8 por ciento va a Misa. En la ex Alemania oriental, donde los católicos son una pequeña minoría, este porcentaje es del 17 por ciento.

La edad promedio de los practicantes es en todos lados de 60 años. Y sólo el 15 por ciento de los alemanes menores de 30 años, verdaderamente los potenciales progenitores de la futura generación, considera que la educación religiosa es importante para los hijos.

En cuanto a los contenidos de la fe, sólo el 58,7 por ciento de los católicos y el 47,7 por ciento de los protestantes creen que Dios ha creado el cielo y la tierra. Y todavía menos son los que creen en la concepción virginal de María o en la resurrección de los muertos. Sólo el 38 por ciento de los alemanes consideran la Navidad una fiesta religiosa.

En este desierto de la fe en expansión, ¿cómo puede ponerse en práctica la "nueva evangelización", otro gran objetivo de este pontificado?

Las formas pueden ser muy variadas. Una de éstas es descripta en el reportaje que sigue a continuación, publicado el pasado 20 de julio en "Avvenire", el diario de la Conferencia Episcopal Italiana.

Teatro del reportaje es Chemnitz, la ex Ciudad Karl-Marx, una de las ciudades más vacías de fe de la ya vastamente descristianizada ex Alemania oriental.

Protagonistas de la renovada evangelización son algunas familias de católicos neocatecumenales, que han llegado allí desde otros países de Europa animados por esta finalidad misionera.

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miércoles, 21 de septiembre de 2011

FIDEL OÑORO: LECTIO DIVINA DEL MES DE OCTUBRE

CARDENAL MAURO PIACENZA: EL CELIBATO, EL PODER DE ROMA Y OTRAS INTERROGANTES ACTUALES

Entrevista con el Prefecto de la Congregación para el Clero Cardenal Mauro Piacenza:

Por Antonio Gaspari

ROMA,

lunes 19 de septiembre de 2011 (ZENIT.org).-El cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, raramente interviene en el debate público. Rehuye, de hecho, toda demagogia y presencialismo y es conocido como hombre de incansable y silencioso trabajo y como eficaz observador de todos los fenómenos que afectan a la cultura contemporánea.

Extraordinariamente nos ha concedido esta entrevista sobre temas “candentes”, en un clima de cordialidad, mostrando esa creatividad pastoral que siempre aparece en un auténtico y fiel Pastor de la Iglesia.

- Eminencia, con sorprendente periodicidad, desde hace varias décadas, vuelven a aparecer en el debate público algunas cuestiones eclesiales, siempre las mismas. ¿A qué se debe este fenómeno?

Cardenal Piacenza: Siempre en la historia de la Iglesia ha habido movimientos “centrífugos” que tienden a “normalizar” la excepcionalidad del Evento de Cristo y de su Cuerpo viviente en la historia, que es la Iglesia. Una “Iglesia normalizada” perdería toda su fuerza profética, no diría nada más al hombre y al mundo y, de hecho, traicionaría a Su Señor.

La gran diferencia de la época contemporánea es doctrinal y mediática. Doctrinalmente se pretende justificar el pecado, no confiando en la misericordia, sino dejándose llevar por una peligrosa autonomía que tiene el sabor del ateísmo práctico; desde el punto de vista mediático, en las últimas décadas, las fisiológicas “fuerzas centrífugas” reciben la atención y la inoportuna amplificación de los medios de comunicación que viven, en cierta manera, de contrastes.

- Se debe considerar la ordenación sacerdotal de las mujeres una “cuestión doctrinal”?

Cardenal Piacenza: Ciertamente, como todos saben, la cuestión ya fue afrontada por Pablo VI y el Beato Juan Pablo II y éste, con la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalisde 1994, cerró definitivamente la cuestión.

De hecho afirmó: “Con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”.Algunos, justificando lo injustificable, han hablado de una “definitividad relativa” de la doctrina hasta ese momento, pero francamente esta tesis es tan inusual que carece de cualquier fundamento.

- Entonces ¿no hay sitio para las mujeres en la Iglesia?

Cardenal Piacenza: Todo lo contrario, las mujeres tienen un papel importantísimo en el Cuerpo eclesial y podrían tener otro más evidente todavía. La Iglesia fue fundada por Cristo y no podemos determinar, nosotros los hombres, su perfil, por tanto la constitución jerárquica está ligada al Sacerdocio ministerial que está reservado a los hombres. Pero, absolutamente nada, impide valorar el genio femenino en papeles que no está ligados estrechamente en el ejercicio del orden sagrado. ¿Quién impediría, por ejemplo, que una gran economista fuera la jefa de la Administración de la Sede Apostólica? ¿o que una periodista competente se convirtiera en la portavoz de la Sala Stampa Vaticana?

Los ejemplos pueden multiplicarse en todos los desempeños no vinculados con el orden sagrado. ¡Hay infinidad de tareas en las que el genio femenino podría realizar una gran contribución! Otra cosa es concebir el servicio como un poder y pretender, como hace el mundo, las “cotas” de tal poder. Considero, además, que el menosprecio del gran misterio de la maternidad, que se está realizando en esta cultura dominante, tenga un papel muy importante en la desorientación general que existe con respecto ala mujer. La ideología del beneficio ha reducido e instrumentalizado a las mujeres, no reconociendo la contribución más grande que estas, indiscutiblemente, pueden dar a la sociedad y al mundo.

La Iglesia, además, no es un Gobierno político en el que es justo reivindicar una representación adecuada. La Iglesia es otra cosa, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y, en ella, cada uno es miembro según lo que ha establecido Cristo. Por otra parte la Iglesia no es una cuestión de roles masculinos o femeninos sino de papeles que implican, por voluntad divina, la ordenación o no. Todo lo que puede hacer un fiel laico lo puede hacer una fiel laica. Lo importante es tener la preparación específica y la idoneidad, el ser hombre o mujer no tiene importancia.

- ¿Pero puede existir una participación real en la vida de la Iglesia sin atribuciones de poder efectivo y de responsabilidad?

Cardenal Piacenza: ¿Quién ha dicho que la participación en la Iglesia es una cuestión de poder? Si fuese así se cometería el gran error de concebir a la misma Iglesia no como es, divino-humana, sino simplemente como una de las muchas asociaciones humanas, quizás la más grande y noble, por su historia; y debería “administrarse” repartiéndose el poder.

¡Nada más lejos de la realidad! La jerarquía de la Iglesia, además de ser de directa institución divina, se debe entender siempre como un servicio a la comunión. Sólo un error, derivado históricamente de la experiencia de las dictaduras, podría concebir la Jerarquía eclesiástica como el ejercicio de un “poder absoluto”. ¡Qué se lo pregunten a quien está llamado a colaborar con la responsabilidad personal del Papa por la Iglesia Universal! Son tales y tantas las mediaciones, consultas, expresiones de colegialidad real que prácticamente ningún acto de gobierno es el fruto de una voluntad única, sino siempre el resultado de un largo camino, en escucha del Espíritu Santo y de la preciosa contribución de muchos.

Antes que nadie de los obispos y de las Conferencias Episcopales del mundo. La Colegialidad no es un concepto socio-político sino que deriva de la común eucaristía, del affectus que nace del alimentarse del único Pan y del vivir de la única fe; del estar unidos a Cristo: Camino, Verdad y Vida; y ¡Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre!

- ¿No es demasiado el poder que ostenta Roma?

Cardenal Piacenza: Decir “Roma” significa simplemente decir “catolicidad” y “colegialidad”. Roma es la ciudad que la providencia ha elegido como lugar del Martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo y lo que la comunión con esta Iglesia ha significado siempre en la historia: comunión con la Iglesia universal, unidad, misión y certeza doctrinal. Roma está al servicio de todas las Iglesias, ama a todas las Iglesias y, no pocas veces, protege a las Iglesias que están en dificultades por los poderes del mundo y por gobiernos que no siempre son plenamente respetuosos con el imprescindible derecho humano y natural que es la libertad religiosa.

La Iglesia debe ser considerada a partir de la Constitución dogmática Lumen Gentiumdel Concilio Vaticano II, incluida obviamente la Nota previa al Documento. Allí está descrita la Iglesia de los orígenes, la Iglesia de los Padres, la Iglesia de todos los siglos, que es nuestra Iglesia de hoy, sin discontinuidad; que es la Iglesia de Cristo. Roma está llamada a presidir en la Caridad y en la Verdad, únicas fuentes reales de la auténtica Paz cristiana. La unidad de la Iglesia no es el compromiso con el mundo y su mentalidad, sino, el resultado, dado por Cristo, de nuestra fidelidad a la verdad y de la caridad que seremos capaces de vivir.

Me parece indicativo, a este respecto, el hecho de que hoy sólo la Iglesia, como nadie, defiende al hombre y su razón, su capacidad de conocer la realidad y entrar en relación con esto, en resumen, al hombre en su integralidad. Roma está al pleno servicio de la Iglesia de Dios que está en el mundo y que es “una ventana abierta” al mundo. Ventana que da voz a todos los que no la tienen, que llama a todos a una continua conversión y por esto contribuye, a menudo en el silencio y con sufrimiento, pagando por su parte, a veces en impopularidad, a la construcción de un mundo mejor, a la civilización del amor.

- Este papel de Roma ¿no obstaculiza la unidad y el ecumenismo?

Cardenal Piacenza: Ni siquiera lo que se presupone. El ecumenismo es una prioridad en la vida de la Iglesia y una exigencia absoluta que proviene de la misma oración del Señor: “Ut unum sint”, que se convierte para todo cristiano en un “mandamiento de la unidad”. En la oración sincera y en el espíritu de continua conversión interior, en la fidelidad a la propia identidad y en la común tensión de la perfecta caridad dada por Dios, es necesario comprometerse con convicción para que no haya contratiempos en el camino del movimiento ecuménico.

El mundo necesita nuestra unidad; y por tanto es urgente continuar comprometiéndonos en el diálogo de la fe con todos los hermanos cristianos, para que Cristo sea la levadura de nuestra sociedad. Y también es urgente comprometerse con los no cristianos, es decir en el diálogo intercultural para contribuir unidos a edificar un mundo mejor, colaborando en las obras de bien y para que una sociedad nueva y más humana sea posible. Roma, también en esta tarea, tiene un papel de propulsión único. No hay tiempo para dividirnos, el tiempo y las energías deben ser empleadas en unirnos.

- En esta Iglesia ¿Quienes son y qué papel tienen los sacerdotes de hoy?

Cardenal Piacenza: ¡No son ni asistentes sociales ni funcionarios de Dios! La crisis de identidad es mayormente aguda en los contextos más secularizados, en los que parece que no hay sitio para Dios. Los sacerdotes, sin embargo, son los de siempre; son los de siempre; ¡son lo que cristo ha querido que sean! La identidad sacerdotal es cristocéntrica y por tanto eucarística.

Cristocéntrica porque, como ha recordado tantas veces el Santo Padre, en el sacerdocio ministerial, “Cristo nos atrae dentro de Sí”, implicándose con nosotros e implicándonos en su misma Existencia. Tal atracción “real” sucede sacramentalmente, por tanto de manera objetiva e insuperable, en la Eucaristía de la que los sacerdotes son ministros, es decir siervos e instrumentos eficaces.

- ¿Es tan insuperable la ley sobre el celibato? ¿Verdaderamente no se puede cambiar?

Cardenal Piacenza: ¡No se trata de una simple ley! La ley es consecuencia de una muy alta realidad que se toma sólo en la relación vital con Cristo. Jesús dice: “quien pueda entender que entienda”. El sagrado celibato no se supera nunca, es siempre nuevo, en el sentido de que a través de esto, la vida del sacerdotes se “renueva”, porque se da siempre, en una fidelidad que tiene en Dios, su propia raíz y en el florecer de la libertad humana, el propio fruto.

El verdadero drama está en la incapacidad contemporánea de realizar las elecciones definitivas, en la dramática reducción de la libertad humana que se ha convertido en algo tan frágil que no persigue el bien ni siquiera cuando se reconoce y se intuye como posibilidad para la propia existencia. El celibato no es el problema, ni pueden constituir, las infidelidades y la debilidad de tales sacerdotes, un criterio de juicio.

Por lo demás las estadísticas nos dicen que más del 40% de los matrimonios fracasan. Entre los sacerdotes estamos en menos del 2%, por tanto la solución no está, para nada, en la opcionalidad del sagrado celibato. ¿No será, quizás, que se deba dejar de interpretar la libertad como “ausencia de vínculos” y de definitividad, e iniciar a redescubrir que en la definitividad del don al otro y a Dios consiste la verdadera realización y felicidad humana?

- ¿Y las vocaciones? ¿No aumentarían si se aboliera el celibato?

Cardenal Piacenza: ¡No! Las confesiones cristianas, donde no existiendo el sacerdocio ordenado no existe la doctrina y la disciplina del celibato, se encuentran en un estado de profunda crisis con respecto a las “vocaciones” de guía de la comunidad. De la misma manera que hay crisis del sacramento del matrimonio uno e indisoluble.

La crisis, de la que, en realidad, se está saliendo lentamente, está ligada, fundamentalmente, con la crisis de la fe en Occidente. A lo que hay que comprometerse es a hacer crecer la fe. Este es el punto. En los mismos ambientes está en crisis la santificación de la fiesta, está en crisis la confesión, está en crisis el matrimonio etc... La secularización y la consiguiente pérdida del sentido de lo sagrado, de la fe y de su práctica, han determinado y determinan también una importante disminución del número de los candidatos al sacerdocio.

A estas razones teológicas y eclesiales, se añaden algunas de carácter sociológico: la primera de todas ha sido la notable disminución de la natalidad, con la consiguiente disminución de los jóvenes y de las jóvenes vocaciones, También esto es un factor que no se puede ignorar. Todo está relacionado. Quizás se colocan premisas y después no se quieren aceptar las consecuencias pero estas son inevitables.

El primer e irrenunciable remedio de la disminución de las vocaciones, lo sugirió el mismo Jesús: “Rezad, por tanto, al dueño de la mies, para que mande obreros a su mies” (Mt 9,38). Este es el realismo de la pastoral de las vocaciones. La oración por las vocaciones, una intensa, universal, dilatada red de oración y de Adoración Eucarística que implique a todo el mundo, es la verdadera y única respuesta posible a la crisis de la respuesta a las vocaciones. Allí donde tal comportamiento orante se vive de forma establecida, se puede afirmar que se lleva a cabo una recuperación real.

Es fundamental, además atender la identidad y la especificidad en la vida eclesial, de sacerdotes, religiosos -estos en la peculiaridad de los carismas fundacionales de los mismos Institutos de pertenencia- y fieles laicos, para que cada uno pueda, de verdad y en libertad, comprender y acoger la vocación que Dios ha pensado para él. Pero cada uno debe ser uno mismo y cada día debe comprometerse siempre en convertirse en lo que es.

- Eminencia, en este momento histórico, si debiese decir una palabra para resumir la situación general ¿qué diría?

Cardenal Piacenza: Nuestro programa no puede ser influenciado por querer estar por encima a toda costa, de querernos sentir aplaudidos por la opinión pública: nosotros debemos sólo servir por amor y con amor a nuestro Dios en nuestro prójimo, quienquiera que sea , conscientes de que el Salvador es sólo Jesús. Nosotros debemos dejarlo pasar, dejarlo hablar, dejarlo actuar a través de nuestras pobres personas y de nuestro compromiso cotidiano. Nosotros debemos poner el “nuestro” pero también el “suyo”. Nosotros, ante las situaciones aparentemente más desastrosas, no debemos asustarnos. El Señor, en la barca de Pedro, parece que dormía, ¡parece! Debemos actuar con energía, como si todo dependiese de nosotros pero con la paz de quien sabe que todo depende del Señor.

Por tanto debemos recordar que ¡el nombre del amor, en el tiempo es “fidelidad”! El creyente sabe que Él es el Camino, la Verdad y la Vida y no es “un” camino, “una” verdad, “una”vida”. Por tanto, la valentía de la verdad a costa de recibir insultos y desprecio es la clave de la misión en nuestra sociedad; es este coraje el que se une con el amor, con la caridad pastoral, que debe ser recuperado y que hace fascinante hoy más que nunca la vocación cristiana. Quería citar el programa que sintéticamente formuló en Stuttgart el Consejo de la Iglesia Evangélica en 1945: “Anunciar con más valentía, rezar con más confianza, creer con más alegría, amar con más pasión”.

MONSEÑOR FRANCISCO PÉREZ:LA NUEVA ERA ES CONTRARIA A LA FE CATÓLICA

Pregunta: En más de una ocasión he escuchado que uno de lo movimientos de mayor incidencia, hoy día, es la “New Age”. ¿Podría decirme qué piensa la Iglesia respecto a tal experiencia pseudo-mística y si está de acuerdo con su mensaje? Es un estilo de orientar la vida que está impregnando las mentes y hasta las formas de pensamiento moderno.

Respuesta: Comienzo por explicar que la palabra “New Age”, significa “Nueva Era” y procede de la lengua inglesa. Es una corriente ideológica que tiene como idea fundamental que llegará un momento en el que la humanidad será muy diversa y cualitativamente distinta a la actual. Este paso evolutivo traerá consigo una iluminación de la conciencia de los hombres, desvanecerá nuestra percepción fragmentada de la realidad y, supuestamente, veremos al universo entero como es: un todo y único del cual nosotros mismos no somos más que una parte.

No es una secta, ni una religión. No es una organización única, ni sigue líneas unánimes y universales. No es ni ciencia ni filosofía, aunque se encubre en ideas confusas que combinan lo filosófico con lo teológico pero sin consistencia. Es un sentimentalismo pretencioso y difuso. No se puede definir por sí misma porque se mueve en la indefinición y en la falta de organización. Defiende exageradamente el ecologismo.
Del ecologismo exagerado nace una especie de espiritualidad planetaria que quiere “animar” a toda la realidad cósmica o dotar, a la creación, de una fuerza mágica. Se pierde la noción de un Dios personal que es distinto a la creación y por tanto defiende, dicho modo de sentir y pensar, una especie de magma divino e impersonal que se mueve por todo el universo. Se podría profundizar más y observar que caen en el mismo error que los gnósticos (corriente filosófica que pretendían con el sólo conocimiento llegar a comprender de forma absoluta e intuitiva lo divino y por otra parte se basan en la pseudo-ciencia).

Es incompatible, la ‘Nueva Era’, con el evangelio y la doctrina de la Iglesia por varias razones que sintetizo. La primera característica es el relativismo ideológico, espiritual y moral que se mueve en torno a esta teoría. La segunda, que afirma tal modo de pensar, es que “todo es dios” y por eso recalcan que “no hay ningún dios fuera de ti mismo”. Tercera, admiten que han venido muchos “mesías” y rechazan que Jesucristo sea el único e irrepetible. Por tanto no lo consideran como el único que revela la vida de Dios-Trinidad, que es el Hijo de Dios y que se ha Encarnado, en el seno de la Virgen María, para salvarnos. La cuarta razón es que admiten la reencarnación o la transmigración del alma, es decir que el yo personal del ser humano viva varias existencias en forma cíclica, cambiando sólo de cuerpo a lo largo de centenares o miles de años hasta lograr su “iluminación definitiva” y esto es algo totalmente irreconciliable con la fe cristiana. Podríamos añadir muchas más de las teorías embaucadoras que, teniéndolas como base, desorientan a los ingenuos y faltos de formación. El beato Juan Pablo II advertía, a los fieles cristianos, que sean conscientes de la “incompatibilidad de esas ideas con la fe de la Iglesia”. La “Nueva Era” es contraria a la fe católica y desorienta no sólo a los ingenuos sino incluso a los más inteligentes. Quien se asocie a esta forma de pensar y vivir no tenga la menor duda de que su fe cristiana y católica, al final, se perderá.