miércoles, 12 de noviembre de 2014

HANS URS VON BALTHASAR: TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Pr 31,10-13.19-20.30-31; 1 Ts 5,1-6; Mt 25,14-30

En el evangelio se habla de las cuentas que el hombre ha de rendir ante Dios. El Creador ha confiado sus bienes a las criaturas- y el Redentor a los redimidos-: a cada cual según su capacidad, de una forma, por lo tanto, estrictamente personal. Los talentos son importantes cantidades de dinero, pero nosotros hablamos de talentos espirituales, que se dan también a cada cual personalmente: se nos han entregado en calidad de administradores y por eso mismo debemos trabajar con ellos no para nosotros mismos, en beneficio propio, sino para Dios. Pues nosotros mismos, con todo lo que tenemos, nos debemos a Dios.

En la parábola el amo se va de viaje al extranjero y nosotros, sus empleados, nos quedamos con toda su hacienda; pero naturalmente los talentos deben producir algo de ganancia. El empleado negligente y holgazán no quiere ver en esto la bondad, sino la severidad del amo, y se embolla en las contradicciones: Siegas donde no siembras y recoges donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Si realmente veía en el talento que se le había confiado una prueba de la severidad del amo, debería haber trabajado con mayor motivo; pero su supuesto miedo le hizo olvidar que en la misma naturaleza de los dones confiados está el que éstos produzcan su fruto. Dios nos ofrece, a nosotros los vivientes, algo que está vivo y que debe crecer. No tiene sentido enterrarlo bajo tierra como si fuera algo muerto, porque entonces ya no podremos devolvérselo a Dios como el don viviente que nos ha sido confiado. A los empleados fieles, por el contrario, a los que le devuelven el don que se les ha confiado junto con sus frutos, Dios les da como recompensa una fecundidad incalculable, eterna.

Pablo nos advierte en la segunda lectura que no debemos demorar nuestras buenas obras, porque no sabemos cuándo llegará el día en que infaliblemente hemos de dar cuentas a Dios de nuestros actos. Nosotros no vivimos en las tinieblas, sino que somos hijos del día, del tiempo en que se debe trabajar. Los demás, los que prefieren dormir, pretenden fabricarse un mundo en el que haya paz y seguridad, en el que se pueda tranquilamente holgar y dormir; pero nuestra vida temporal, privada o pública, no está configurada de ese modo. Precisamente cuando los hombres se han instalado cómodamente en la seguridad, sobreviene de improviso la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta. La paz no viene por sí misma: ésta sólo se puede conseguir, en caso de que pueda lograrse en la tierra, mediante un esfuerzo sobrio y claro como la luz del día. Pero el que realiza este esfuerzo con un espíritu auténticamente cristiano está siempre preparado para dar cuentas a Dios y el día del Señor no puede sorprenderle como un ladrón.

El Antiguo Testamento pone ante nuestros ojos en la primera lectura el modelo de este compromiso genuinamente cristiano en la mujer hacendosa. El cristiano, ante esta trabajadora ejemplar, piensa enseguida en María: Su marido se fía de ella; Cristo puede confiarle todos sus bienes, pues le trae ganancias y no pérdidas. Gracias a su sí, a su perfecta disponibilidad para todo, para la encarnación, para el abandono, para la cruz, para su incorporación a la Iglesia: gracias a todo lo que ella es y hace, puede él construir lo mejor de lo que Dios ha proyectado con esta creación y redención. En medio de los múltiples pecadores que dicen no y fracasan, ella es la inmaculada, la Iglesia sin mancha ni arruga. Cantadle por el éxito de su trabajo. E incluso desde el cielo se ve que a ella se le encomienda la gran tarea de la parábola: Abre sus manos al necesitado y extiende el brazo al pobre.

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