lunes, 19 de marzo de 2018

SAN JUAN PABLO II: SAN JOSÉ Y SU MISIÓN


Desde el momento en que José recibió su misión de tomar por esposa a la Madre de Dios, hizo lo que el ángel le mandó. Este fue el comienzo de una larga vida de permanecer fiel a la llamada de Dios hasta el final. Aunque el evangelio no cita sus palabras, su propio silencio habla con elocuencia la verdad que hay en llamarle el justo. Tiene todas las características humanas necesarias para ser buen esposo de María.

Antes del anuncio del ángel ya habían realizado la primera de las dos etapas del matrimonio hebreo, la ceremonia legal. Ya eran esposos, pero estaban en el período de preparar la segunda etapa de empezar a convivir en la misma casa, cuando intervino la anunciación que también llamaba a María a permanecer virgen. Sigue el mensaje dirigido a José como esposo de la Virgen. El hombre justo recibe su propia vocación de seguir con su compromiso de amarla como esposa pero de forma virginal.

Cuando José aceptó la invitación del ángel, su amor de hombre justo fue regenerado por el Espíritu Santo. El amor de Dios obraba en la íntima comunión espiritual de alianza entre estos esposos. Mediante el sacrificio total de sí mismo, José junto con María simboliza el misterio de la Iglesia, virgen y esposa. Por el lazo conyugal José se acerca más que ningún otro a la sublime dignidad sin par de la Virgen. El vínculo de caridad que constituyó la vida de la Sagrada Familia la hace digna de profunda veneración. 
                                                                                    

domingo, 18 de marzo de 2018

HANS URS VON BALTHASAR: V DOMINGO DE CUARESMA (CICLO B)


El que se ama a sí mismo, se pierde. Este evangelio, ciertamente impresionante, es preludio de la pasión. Algunos gentiles quieren ver a Jesús; su misión, que incluye más allá de los límites de Israel, a todas las naciones, solo culminará con su muerte: únicamente desde la cruz, como se dice al final del evangelio atraerá hacia él a todos los hombres. El grano de trigo tiene que morir, sino queda infecundo; Jesús dice esto pensando en él mismo, pero también, y con gran énfasis, en todos aquellos que quieren servirle y seguirle. Y ante esta muerte, cargando con el pecado del mundo, Jesús se turba y tiene miedo: la angustia del monte de los Olivos le hace preguntarse si no debería pedir al Padre que le liberase de semejante trance; pero sabe que la encarnación entera sólo tendrá sentido si soporta la hora, si bebe el cáliz; por eso dice: “ Padre, glorifica tu nombre”. La voz del Padre confirma que todo el plan de la salvación hasta la cruz y la resurrección es un única glorificación del amor divino misericordioso que ha triunfado sobre el mal , “el príncipe de este mundo”. Cada palabra de este evangelio está indisolublemente trenzada con todas las demás que en ella se hace visible toda la obra salvífica ante la inminencia de la cruz.

Aprendió, sufriendo a obedecer. Juan, en el evangelio, amortigua en cierto modo los acentos del sufrimiento; para él todo, hasta lo más oscuro, es ya manifestación de la gloria del amor. En la segunda lectura, de la carta a los Hebreos, se perciben por el contrario los acentos estridentes , dramáticos de la pasión, “ gritos y con lágrimas”, presentó oraciones y súplicas. Al Dios que podía salvarlo de la muerte. Por muy obediente que pueda ser, en la oscuridad del dolor y de la angustia, todo hombre, incluso Cristo, debe aprender de nuevo a obedecer. Todo hombre que sufre física o espiritualmente lo ha experimentado: lo que se cree poseer habitualmente, debe actualizarse, ha de reaprenderse, por así decirlo, desde el principio. Jesús gritó a su Padre y el texto dice que fue escuchado. Y ciertamente fue escuchado por el Padre, pero no entonces, sino solamente cuando llegó el momento de su resurrección de la muerte. Únicamente cuando el hijo hay sido llevado a la consumación podrá brillar abiertamente la luz del amor ya oculta en todo sufrimiento. Y solamente cuando todo haya sido sufrido hasta el extremo, se podrá considerar  fundada  esa alianza nueva de la que habla en la primera lectura.

Meteré mi ley en su pecho. Una nueva alianza ha sido sellada por Dios, después de que la primera fuera quebrantada. Mientras la soberanía de Dios era una soberanía basada en el poder, el Señor había sacado a los israelitas de Egipto, tomándolos de la mano, y los hombres no poseían una visión interior de la esencia del amor de Dios, era difícil, por no decir imposible, permanecer fiel a la alianza. Para ellos el amor que se le exigía era en cierto modo como un mandamiento, como una ley , y los hombres siempre propensos a transgredir las leyes para demostrar que son más fuertes que ellas. Pero cuando la ley del amor está dentro de sus corazones y aprenden a comprender desde dentro que Dios es amor, entonces la alianza se convierte en algo totalmente distinto, en una realidad interior, cada hombre la comprende ahora desde dentro, nadie tienen necesidad de aprenderla de otro, como se aprende en la escuela: Todos me conocerán, desde el pequeño al grande”.

JUAN PABLO II: LA FE DE SAN JOSÉ

Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de
José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa.Lo que él hizo es genuina "obediencia de la fe" (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6).

Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado en la anunciación. El Concilio dice al respecto: «Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él». [7]

La frase anteriormente citada, que concierne a la esencia misma de la fe, se refiere plenamente a José de Nazaret. 5. El, por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio «escondido desde siglos en Dios» (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se convirtió María en aquel momento decisivo que el Apóstol llama «la plenitud de los tiempos», cuando «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» para «rescatar a los que se hallaban bajo la ley», «para que recibieran la filiación adoptiva» (cf. Gál 4, 4-5). «Dispuso Dios —afirma el Concilio— en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe1, 4)». [8]

De este misterio divino José es, junto con María, el primer depositario. Con María —y también en relación con María— él participa en esta fase culminante de la autorrevelación de Dios en Cristo, y participa desde el primer instante. Teniendo a la vista el texto de ambos evangelistas Mateo y Lucas, se puede decir también que José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación. El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en la vía de la «peregrinación de la fe», a través de la cual, María, sobre todo en el Calvario y en Pentecostés, precedió de forma eminente y singular. [9]

7] Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina Revelación, 5
[8] Const. dogm. Dei Verbum sobre la divina Revelación, 2.
[9] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium sobre la Iglesia, 63. (Tomado de le exhortación apostólica "REDEMPTORIS CUSTOS")

SAN JOSÉ


Dios, en su providente sabiduría, para realizar el plan de la salvación, asignó a José de Nazaret, "hombre justo" (cfr. Mt 1,19), esposo de la Virgen María (cfr. ibid.; Lc 1,27), una misión particularmente importante: introducir legalmente a Jesús en la estirpe de David de la cual, según la promesa (2 Sam 7,5-16; 1 Cro 17,11-14), debía nacer el Mesías Salvador, y hacer de padre y protector para Él.

En virtud de esta misión, san José interviene activamente en los misterios de la infancia del Salvador: recibió de Dios la revelación del origen divino de la maternidad de María (cfr. Mt 1,20-21) y fue testigo privilegiado del nacimiento de Cristo en Belén (cfr. Lc 2,6-7), de la adoración de los pastores (cfr. Lc 2,15-16) y del homenaje de los Magos venidos de Oriente (cfr. Mt 2,11); cumplió con su deber religioso respecto al Niño, al introducirlo mediante la circuncisión en la alianza de Abraham (cfr. Lc 2,21) y al imponerle el nombre de Jesús (cfr. Mt 1,21); según lo prescrito en la Ley, presentó al Niño en el Templo, lo rescató con la ofrenda de los pobres (cfr. Lc 2,22-24; Ex 13,2.12-13) y, lleno de asombro, escuchó el cántico profético de Simeón (cfr. Lc 2,25-33); protegió a la Madre y al Hijo durante la persecución de Herodes, refugiándose en Egipto (cfr. Mt 2,13-23); se dirigía todos los años a Jerusalén con la Madre y el Niño, para la fiesta de Pascua, y sufrió, turbado, la pérdida de Jesús, a sus doce años, en el Templo (cfr. Lc 2,43-50); vivió en la casa de Nazaret, ejerciendo su autoridad paterna sobre Jesús, que le estaba sometido (cfr. Lc 2,51), instruyéndolo en la Ley y en la profesión de carpintero.

219. A lo largo de los siglos, especialmente en los tiempos más recientes, la reflexión eclesial ha puesto de manifiesto las virtudes de san José, entre las que destacan: la fe, que en él se traduce en adhesión plena y valerosa al designio salvífico de Dios; obediencia solícita y silenciosa ante las manifestaciones de su voluntad; amor y observancia fiel de la Ley, piedad sincera, fortaleza en las pruebas; el amor virginal a María, el debido ejercicio de la paternidad, el trabajo escondido.

220. La piedad popular comprende la validez y la universalidad del patrocinio de san José, "a cuya atenta custodia Dios quiso confiar los comienzos de nuestra redención" y "sus tesoros más preciados". Al patrocinio de san José se confían: toda la Iglesia, que el beato Pío IX quiso poner bajo la especial protección del santo Patriarca; los que se consagran a Dios eligiendo el celibato por el Reino de los cielos (cfr. Mt 19,12): estos "en san José tienen...un modelo y un defensor de la integridad virginal"; los obreros y los artesanos, de los cuales el humilde carpintero de Nazaret se considera un especial modelo; los moribundos, porque, según una piadosa tradición, san José fue asistido por Jesús y María, en la hora de su tránsito .

221. La Liturgia, al celebrar los misterios de la vida del Salvador, sobre todo los de su nacimiento e infancia, recuerda con frecuencia la figura y el papel de san José: en el tiempo de Adviento; en el tiempo de Navidad, especialmente en la fiesta de la Sagrada Familia; en la solemnidad del 19 de Marzo; en la memoria del 1º de Mayo.

El nombre de san José aparece en el Communicantes del Canon Romano y en las Letanías de los Santos. En la Recomendación de los moribundos se sugiere la invocación al santo Patriarca y, en la misma circunstancia, la comunidad ora para que el alma del difunto, que ha partido ya de este mundo, encuentre su morada "en la paz de la santa Jerusalén, con la Virgen María, Madre de Dios, con san José, con todos los Ángeles y los Santos".

222. También en la piedad popular la veneración de san José tiene un amplio espacio: en numerosas expresiones de genuino folclore; en la costumbre, establecida al menos desde el siglo XVII, de dedicar los miércoles al culto de san José, costumbre sobre la que se desarrollan algunos ejercicios de piedad como los Siete miércoles en su honor; en las jaculatorias que brotan de los labios de los fieles;en oraciones, como la compuesta por el Papa León XIII, Ad te, beate Ioseph, que no pocos fieles recitan diariamente; en las Letanías de san José, aprobadas por san Pío X; en el ejercicio de piedad de la corona de los Siete dolores y los siete gozos de san José.

223. El hecho de que la solemnidad de san José (19 de Marzo) caiga en Cuaresma, en la que la Iglesia se dedica totalmente a la preparación bautismal y a la memoria de la Pasión del Señor, provoca ciertas dificultades de armonización entre la Liturgia y la piedad popular. Por lo tanto, las prácticas tradicionales del "mes de San José" se deben poner en sintonía con el tiempo litúrgico. La renovación litúrgica ha conseguido que el significado del periodo cuaresmal sea más profundo en los fieles. Con las debidas adaptaciones en las expresiones de la piedad popular, se debe favorecer y difundir la devoción a san José, teniendo siempre presente "el insigne ejemplo... que va más allá de los diversos estados de vida y se propone a toda la comunidad cristiana, sea cual sea la condición y tareas de cada fiel".


martes, 13 de marzo de 2018

SANTO TOMÁS DE AQUINO: LA CONTUMELIA (PECADOS DE LA LENGUA)


La contumelia entraña la deshonra de alguien, y esto puede ocurrir de dos modos.
En primer lugar, puesto que el honor es consecuencia de cierta superioridad de una persona, se deshonra a ésta al privarle de la excelencia por la que tiene ese honor, lo cual se produce ciertamente por pecados de obra, acerca de los que ya se ha tratado (q.64-66).
En segundo término, se deshonra a alguien cuando se pone en su conocimiento y en el de los demás lo que es contrario al honor de aquél, y esto pertenece propiamente a la contumelia, que se realiza por medio de algunos signos. Mas, como observa Agustín en II De doctr. christ., todos los signos, comparados con las palabras, son muy escasos, porque las palabras obtuvieron entre los hombres la primacía para expresar todas las concepciones del espíritu. Por eso se estima que la contumelia, propiamente hablando, consiste en una ofensa verbal, y de ahí que Isidoro, en el libro Etymol., diga que se llama contumelioso el que es ligero y su boca rebosa en palabras de injuria. Sin embargo, ya que también se significa algo por medio de ciertos hechos que, en lo que significan, tienen fuerza de palabras significativas, de ahí que también la contumelia, tomada en un sentido lato, se extienda asimismo, a los actos. Por eso, sobre aquel texto de Rom 1,30, hombres contumeliosos, soberbios, dice la Glosa que son contumeliosos los que de palabra u obra irrigan contumelias e insultos.

MONSEÑOR JOSÉ IGNACIO MUNILLA: CONVERSIÓN Y ARREPENTIMIENTO



En este tiempo de Cuaresma la Iglesia reitera la llamada de Jesucristo en el inicio de su ministerio en Galilea: “Convertíos y creed en el Evangelio” (cf. Mc 1, 15). Afortunadamente, en nuestros días el concepto de “conversión” goza de una notable salud, en la medida en que es entendido como una reorientación positiva de nuestras opciones personales. Por el contrario, existe una indisimulada alergia hacia el concepto de “arrepentimiento”, por cuanto la autoinculpación suele ser percibida como un retroceso al pasado, contradictorio con la mirada al futuro, incluso como una humillación.

Ahora bien, ¿es posible la “conversión” sin el “arrepentimiento” del mal cometido? La pregunta podría parecer superflua, ya que la respuesta negativa es obvia.Sin embargo, cuando la Iglesia ha predicado la importancia del arrepentimiento por la violencia generada en nuestro pasado reciente, hemos escuchado con perplejidad algunas voces que afirman que en el Evangelio, el perdón de Jesucristo en ningún caso está condicionado al arrepentimiento del pecador. Se trata de una devaluada interpretación del Evangelio, según la cual el anuncio del amor de Dios a todos -buenos y malos-, así como el mandamiento de Cristo de perdonar a nuestros enemigos, habría que entenderlos en el sentido de una declaración de indulto colectivo, independiente de todo posible arrepentimiento o cambio de vida.

En primer lugar, es muy importante leer el Evangelio en su integridad, sin caer en la tentación de seleccionar las palabras de Jesucristo según nuestra conveniencia. En efecto, el mismo Jesús que dijo “amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 44), afirmó igualmente: “Si no os convertís, todos pereceréis” (Lc 13, 3). La parábola de la higuera estéril, en la que se plantea la cuestión de si se debe arrancar la higuera que no da fruto, concluye integrando la misericordia y la justicia de Dios: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás” (Lc 13, 8-9).

Por lo tanto, no es cierto que el perdón no esté condicionado al arrepentimiento. Una cosa es el amor incondicional de Dios anunciado por Cristo; y otra muy distinta, que ese amor sea acogido o rechazado por cada uno de nosotros, según la propia conversión u obstinación. Dicho de otra forma: el arrepentimiento es la apertura del hombre al perdón de Dios. Por el contrario, la falta de arrepentimiento es el rechazo del perdón de Dios.

La presentación del amor incondicional de Dios, a modo de un indulto general indiscriminado, no solamente choca con los abundantes pasajes evangélicos que hablan de la posibilidad real de la perdición del hombre (cf. Mt 25, 31ss); sino que tampoco se compagina con la imagen de un Dios que respeta la libertad y la dignidad del hombre.

Decía San Agustín: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”. Es decir, siendo cierto que la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven, sin embargo, para ello es necesario que cada uno coopere libremente, abriéndose a la gracia de la conversión. No olvidemos que Cristo crucificado ofrece su perdón incondicional a los dos ladrones que compartían su suplicio; pero mientras uno de ellos acoge su misericordia con un profundo arrepentimiento, el otro la rechaza reafirmándose en su obstinación, (bien entendido que a nosotros no nos corresponde juzgar el destino eterno de aquel ladrón).

El error teológico del que estamos tratando, tiene a mi juicio una cierta influencia protestante. Mientras que Lutero subrayaba que la salvación se alcanzaba por la “sola fides” (es decir, exclusivamente a través de la fe), el Concilio de Trento le respondía afirmando que la justificación del hombre requiere de la fe y de las buenas obras. Es muy ilustrativo el ejemplo que utilizó Lutero para explicar la justificación del hombre ante Dios: “De la misma forma en que la nieve cubre de blanco el montón de estiércol que está en medio del campo, así también la misericordia de Dios cubre la muchedumbre de nuestros pecados con su manto…”. Sin embargo, los católicos creemos que la gracia de Dios no se limita a “tapar” el estiércol, sino que produce el milagro de la sanación y santificación de nuestra condición pecadora. (Cabe matizar que en los últimos años se han dado grandes avances en esta cuestión, dentro del diálogo ecuménico con los protestantes).

Pero vamos a ser claros, porque todos somos conscientes de que si hoy estamos debatiendo esta cuestión, desgraciadamente no es porque hayamos entrado en la Cuaresma, sino por la aplicación política que se pretende extraer de la disociación entre perdón y arrepentimiento. La Iglesia no tiene ninguna intención de entrar en el terreno reservado a la legítima pluralidad política; pero tampoco puede permanecer callada cuando el Evangelio es deformado y puesto al servicio de las diferentes ideologías.

Me limito a añadir que la llamada al arrepentimiento para poder acoger el perdón, no es solamente una doctrina específica de los cristianos, sino que también está fundada en una ética natural, aplicable a todo ser humano. La práctica totalidad de los sistema judiciales, supeditan la aplicación de determinadas medidas de gracia a las muestras de arrepentimiento de los delincuentes. Lo contrario no sería ni justo, ni evangélico. De hecho, cuando aceptamos que las penas privativas de la libertad en un estado de derecho no deben tener una finalidad meramente punitiva, sino que también han de estar orientadas a la reeducación y a la reinserción social, estamos reconociendo implícitamente este principio.

Tampoco debemos olvidar que aunque la conversión cristiana requiere del arrepentimiento, lo supera ampliamente: La conversión conlleva la apertura al don de la misericordia, la cual nos permite amar a todos –incluso a nuestros enemigos- con el mismo amor de Cristo. ¡Qué gran ocasión tenemos esta Cuaresma de abrirnos a la gracia de la conversión en el sacramento de la Penitencia! Es ahí donde recibimos el don de “nacer de nuevo” (cf. Jn 3)

sábado, 10 de marzo de 2018

HANS URS VON BALTHASAR: IV DOMINGO DE CUARESMA (CICLO B)

El que no cree ya está condenado. El evangelio nos da la oportunidad, en este tiempo de penitencia, de revisar nuestra idea del juicio divino. La afirmación decisiva es que el que desprecia el amor divino se  condena a sí mismo. Dios no tiene ningún interés de condenar al hombre; Dios es puro amor, un amor que llega hasta el extremo de entregar su Hijo al mundo por amor; Dios  no puede ya darnos más. La cuestión es si nosotros aceptamos ese amor, de suerte que puede tinieblas. En este caso detestamos la luz, detestamos  el  verdadero amor y afirmamos nuestro egoísmo de una u otra forma (el amor puramente sensual es  también egoísmo). Si hacemos esto, ya estamos condenados, no por Dios, sino por nosotros mismos.

Las buenas obras que él determinó practicásemos. La lectura del Nuevo Testamento nos muestra una vez más el gran amor de Dios por nosotros, pecadores, pues nos ha resucitado con Cristo y nos ha concedido un sitio con él en el cielo. Pero nosotros no hemos conquistado este sitio, sino que n os ha sido dado por el amor y la gracia de Dios. Y sin embargo no por ello pasamos automáticamente a ser partícipes de la vida eterna, sino que debemos apropiarnos del don que Dios nos hace con nuestras buenas obras. Pero tampoco tenemos necesidad  de inventarnos trabajosamente  estas buenas obras,  el  apóstol nos dice que Dios las determinó de ante mano para que nosotros las practicásemos; El nos muestra mediante nuestra conciencia, mediante su revelación,  mediante la Iglesia y mediante nuestros semejantes lo que debemos hacer y en qué sentido debemos hacerlo. Es posible que practicar estas obras determinadas de antemano nos cueste algo, pero tenemos que darnos cuenta de que la superación que se nos exige es también una gracia ofrecida por el amor de Dios, por lo que debemos realizar nuestras obras en paz y gratitud.

La primera lectura nos muestra de una forma nueva lo que ocurre con el juicio de Dios y con su gracia. En ella se recuerda la enorme paciencia que Dios  tuvo al principio con el Israel infiel, hasta que finalmente el desprecio y la burla de que eran objeto los mensajeros y profetas de Dios  por parte de  Israel llegó a tal punto que ya no hubo remedio: la única salida que quedaba era la destrucción total de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Y sin embargo  éste no es  fin del destino del pueblo: el exilio no durará  siempre surgirá la esperanza de un salvador terrestre –el  rey Ciro- que como instrumento de la providencia   permitirá a los desterrados volver a su patria. Estamos todavía en la Antigua Alianza y la gracias de Dios aún no se ha consumado, por lo que a partir  de aquí no podemos deducir lo que le sucederá finalmente al que menosprecia la gracias suprema de Dios ofrecida en Jesucristo. Nos queda solo la esperanza ciega de que Dios tendrá al final misericordia incluso de los más obstinados  y de que su luz brillará hasta en lo más profundo de las tinieblas.

BENEDICTO XVI: QUÉ ENTENDEMOS POR JUSTICIA?


Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo» (cf. Rm 3,21-22).

Justicia: “dare cuique suum”

Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dar a cada uno lo suyo” - “dare cuique suum”, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. 

Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. 

Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ―advierte Jesús― es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. 

Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?

Justicia y Sedaqad

En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). 

Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?

Cristo, justicia de Dios

El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).

¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? 

Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.

Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.

Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 30 de octubre de 2009
BENEDICTUS PP. XVI
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martes, 6 de marzo de 2018

DIÁCONO JORGE NOVOA: EL ESCÁNDALO DE LA CRUZ



San Pablo  al predicar la Palabra de Dios a los Corintios, no quiso apoyarse en la vana elocuencia  humana, ni en la retórica, o en cualquier otra posible estrategia de los hombres, para evitar “desvirtuar la cruz de Cristo” (I Cor 1, 17).

La locura del amor de Dios manifestada en la cruz de Cristo, tiene una fuerza comunicativa propia, que pude vaciarse o volverse infecunda, si intentamos volverla “razonable”. Cuando queremos explicarla desde las posibilidades del amor humano, sin la gracia divina, vaciamos su contenido, limándole su dimensión “escandalosa”. Este amor del Señor derramado debe provocar en nosotros un santo “escándalo”.La fuerza persuasiva del “amor más grande y hasta el extremo”, solamente se hace compresible para los que creen que  este amor se revela en la cruz.

Hay ciertamente, una dimensión de “locura” y “escándalo” en este amor que se nos manifiesta en la cruz, no al modo en que la comprendían los griegos (gentiles), de allí que todo intento por privarle de su dimensión escandalosa, la desvirtúa peligrosamente.

Hay que encontrarse con este amor de Dios y su lugar de manifestación que es la cruz, es el lenguaje propio del “amor hasta el extremo”, que se manifiesta más fuerte que la muerte. Sólo en el, nuestro amor humano encuentra  que se dilatan los límites de la entrega, y su amor se establece  como medida del nuestro. “Ámense como yo los he amado”.

El don del Espíritu fecunda el amor humano, Dios con  la donación del Espíritu introduce  al hombre en la circulación del amor divino, porque lo dado, “es Señor y dador de vida”. El Espíritu  Santo es el amor que se  comunican el Padre y el Hijo, y este dar y recibir amor entre las personas divinas, es un amor personal, el Espíritu Santo. Nadie puede reconocer el “amor más grande y hasta el extremo” de Jesús en la cruz, si no se lo revela el Espíritu de Dios, el Espíritu del Amor que “sondea las profundidades de Dios” (I Cor 2,10).

“Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales también hablamos, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales” (I Cor 2 12-13).



sábado, 3 de marzo de 2018

DIÁCONO JORGE NOVOA: EL ESCÁNDALO DE LA CRUZ



San Pablo  al predicar la Palabra de Dios a los Corintios, no quiso apoyarse en la vana elocuencia  humana, ni en la retórica, o en cualquier otra posible estrategia de los hombres, para evitar “desvirtuar la cruz de Cristo” (I Cor 1, 17).

La locura del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo, tiene una fuerza comunicativa propia, que pude vaciarse o volverse infecunda, si intentamos volverla “razonable”. Cuando queremos explicarla desde las posibilidades del amor humano, sin la gracia divina, vaciamos su contenido, limándole su dimensión “escandalosa”. Este amor del Señor derramado debe provocar en nosotros un santo “escándalo”.La fuerza persuasiva del “amor más grande y hasta el extremo”, solamente se hace compresible para los que creen en la posibilidad de este extremo que se revela en la cruz.

Hay ciertamente, una dimensión de “locura” y “escándalo” en este amor que se nos manifiesta en la cruz, no al modo en que la comprendían los griegos (gentiles), de allí que todo intento por privarle de su dimensión escandalosa, la desvirtúa peligrosamente.

Hay que encontrarse con este amor de Dios y su lugar de manifestación es la cruz, es el lenguaje propio del “amor hasta el extremo”, que se manifiesta más fuerte que la muerte. Sólo en el, nuestro amor humano encuentra  que se dilatan los límites de la entrega, y su amor se establece  como medida del nuestro. “Ámense como yo los he amado”.

El don del Espíritu fecunda el amor humano, Dios con  la donación del Espíritu introduce  al hombre en la circulación del amor divino, porque el dado, “es Señor y dador de vida”. El Espíritu  Santo es el amor que se  comunican el Padre y el Hijo, y este dar y recibir amor entre las personas divinas, es un amor personal, el Espíritu Santo. Nadie puede reconocer este “amor más grande y hasta el extremo” de Jesús en la cruz, si no se lo revela el espíritu de Dios, que “sondea las profundidades de Dios” (I Cor 2,10).

“Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado, de las cuales también hablamos, no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales” (I Cor 2 12-13).



viernes, 2 de marzo de 2018

HANS URS VON BALTHASAR :III DOMINGO DE CUARESMA

Destruid este templo. En medio de la Cuaresma se narra la purificación del templo, para que reflexionemos sobre lo que es verdadero culto a Dios y la verdadera  casa de Dios. El evangelio de por qué obra con tanto celo:  el verdadero Templo, el de su cuerpo,  destruido por los hombres, será  reconstruido en  tres días. Hasta que esto no suceda (la muerte y la resurrección están todavía por venir), la antigua casa de Dios ha de servir únicamente para la oración. El Dios de la Antigua Alianza no podía tolerar a dioses extranjeros a su lado, sobre todo no podía tolerar al Dios Mamón.  Las dos lecturas aclaran lo dicho en parte en el evangelio: la primera, el primer acento principal, y la segunda, el segundo.

Porque soy un Dios celoso. La gran autorrevelación de Dios de la Alianza, en la primera lectura , tiene dos partes, en la primera parte, Dios,  que ha demostrado su vitalidad y su poder haciendo  salir a Israel de Egipto, se presenta como el único Dios, por eso ha de reservarse para sí toda adoración  y castigar el culto tributado a los ídolos. En la segunda parte exige al pueblo con el que pacta la alianza que se comporte, en los diez mandamientos, como corresponde a una alianza pactada con la única y suprema majestad. Todos estos mandamientos no son prescripciones del derecho natural o preceptos puramente morales (aunque puedan ser  también  eso), sino exigencias de cómo ha de comportarse el hombre en la alianza con Dios. Ha sido incluida la lista en la ley del sábado, que en este contexto indica ante todo que entre los días de los hombres uno está reservado para el descanso, día que está caracterizado como propiedad privada de Dios y obliga a los hombres, con el descanso del trabajo cotidiano, a ser conscientes permanentemente de  ellos.

Los judíos exigen signos. La segunda lectura aclara el segundo motivo principal del evangelio, en el que los judíos exigen un prueba del poder de Jesús:¿Qué signos nos muestras para obrar así? La exigencia de signos para creer es rechazada por Jesús y al mismo tiempo escuchada, mediante la única señal que se les dará: Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres día y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra (Mt 12,38-40) Exactamente lo mismo que en el evangelio: el Templo destruido y reconstruido. El único signo que Dios da es para los hombres  lo necio, lo débil,la cruz: se requiere la fe para poderlo captar , mientras  que los judíos quieren primero ver para después creer. Por eso el signo que se les dá aparece como un escándalo, mientras para los llamados a la fe es; Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios  , que se manifiesta en el signo único y supremo de la muerte y resurrección de Jesús.