lunes, 29 de abril de 2019

DIÁCONO JORGE NOVOA: EN LA NOCHE DE NICODEMO


Entre los fariseos había un personaje judío llamado Nicodemo. Este fue de noche a ver a Jesús y le dijo:«Rabbí, sabemos que has venido de parte de Dios como maestro, porque nadie puede hacer señales milagrosas como las que tú haces, a no ser que Dios esté con él.»

Jesús le contestó: «En verdad te digo que nadie puede ver el Reino de Dios si no nace de nuevo desde arriba.» Nicodemo le dijo: «¿Cómo renacerá el hombre ya viejo? ¿Quién volverá al seno de su madre?» Jesús le contestó: «En verdad te digo: El que no renace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: Necesitan nacer de nuevo desde arriba. El viento sopla donde quiere, y tú oyes su silbido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Lo mismo le sucede al que ha nacido del Espíritu.» [Nicodemo volvió a preguntarle: «¿Cómo puede ser eso?» Respondió Jesús: «Tú eres maestro en Israel, y ¿no sabes estas cosas?

"La Palabra de Dios es una invitación a nosotros para comulgar juntos en la Verdad.La Palabra de Dios es, finalmente, Dios mismo, lo más vivo, lo más entrañable de su ser: su Hijo unigénito, de la misma naturaleza que Él, enviado por Él al mundo para redimirlo, y así nos lo dice desde el cielo, dirigiéndose a la Palabra, que mora en la tierra: Este es mi Hijo amado,¡escuchadle!(Mt 17,5)".

Los encuentros que Jesús tiene con distintos personajes, y que aparecen narrados en los Evangelios, no son meras historias de hechos pasados que nada tienen que ver con nosotros. Son los misterios de la vida de Cristo que se vuelven experiencia de fe  en la vida de los cristianos. Ellos rápidamente nos interpelan; como a Pedro, Jesús nos pregunta: ¿Me amas? (Jn 21,15). El Señor siempre pregunta en el Amor, aún después de la traición, aún después del abandono. El amor es curativo, al confesarlo comienza sanando nuestros males, va disipando en nosotros el temor descubriéndonos su rostro misericordioso. Inmediatamente podemos responder afirmativamente al Señor, y en realidad, este sí, encubre una serie de condicionamientos que no se expresan, y que ocultan mucha oscuridad que se resiste a dejarse amar por el Señor.

Fue de noche
En estos balbuceos iniciales con el Señor, vamos como Nicodemo, ocultándonos por lo que representamos para los demás. Brotan en nuestra mente los comentarios que surgirán si esto se hace público y nos interrogamos diciendo: ¿Qué van a pensar de mí? Sentimos miedo o vergüenza de ser vistos con el Señor. Ir por la noche (Jn 3,2) a ver a Jesús, manifiesta la ausencia de una respuesta. La noche oculta nuestro rostro, también nuestro destino, en la noche trágica del huerto de los Olivos, Jesús recibe la respuesta de un beso (Mt 26,48) que lo traiciona. El beso más amargo que la historia conoció y que indicó al autor de la vida, como un ladrón nocturno.

Vivir en la noche, supone sentirse cómodo en esa especie de anonimato, en donde los rostros sombríos se tornan desconocidos. La noche se resiste a la luz, no quiere que se iluminen sus secretas intenciones.


¿ Cuántas vidas de fe se ocultan por temor o vergüenza? ¿Cuántas veces nuestra vida de fe ha sido reprendida por una voz desconocida (el enemigo), invitándonos a ocultarnos en la noche?

Hay que pedir al Señor la gracia del testimonio, es un gran desafío vencer el anonimato en la vida de fe. El Señor nos ha enviado, fortalecidos por el Espíritu Santo, para que seamos sus testigos. Ningún ámbito de la vida queda al margen del testimonio que debemos dar del Señor, en su doble vertiente: anuncio explícito y testimonio de vida. Debemos iluminar con la fe las realidades de la vida cotidiana y elevarlas como ofrenda al Señor.

Nicodemo está frente a Jesús. Ha ido hasta Él, movido tal vez por un sin fin de motivos: curiosidad, búsqueda, intuición, reconocimiento de una cierta presencia de Dios en Jesús ( nadie puede hacer lo que tú haces si Dios… Jn3,2), estos elementos que se encuentran en su corazón son los que deben salir de la oscuridad, para ponerse delante de la luz que todo lo penetra.

En el corazón de Nicodemo a partir de aquella noche se ha desatado una batalla, algo lo ha atraído, un débil rayo que ha penetrado por algún resquicio de su existencia ha comenzado a invadirlo totalmente. La oscuridad de Nicodemo contrasta con la luz que viene de Jesús. Él está allí esperando que Nicodemo se deje amar. Podemos decir con San Agustín "¡Señor, Señor! ¿Con qué modos y de qué manera te insinuaste en aquel corazón?".

Nicodemo para ir (Jn 3,2), ha tenido que vencer la resistencia que siempre se hace presente, si uno quiere ver a Jesús. Como buen maestro de la ley, es un entendido en las cosas de Dios, ha tenido que aceptar una palabra distinta y distante de la que él lleva. Una palabra que le habla de un Dios al que cree conocer. En su acercamiento a Jesús le llama maestro. Nosotros podríamos decir, y lo escuchamos bastante a menudo; hombre bueno, idealista grande; el joven rico, yendo mas allá, lo cualifica llamándolo "maestro bueno". Pero en todas esta afirmaciones hay algo fundamental que esta ausente, ninguna de ellas lo involucra totalmente, aún Nicodemo no puede llamarlo como María de Magdala, "mi maestro" (Jn 20,16), tampoco surge de su corazón la confesión de Tomás al verlo resucitado, "Dios mío y Señor mío" (Jn 20,28).


En nuestras noches, muchas veces se oculta esa ausencia de vínculo. El modo por el cual lo llamamos se asienta en nuestra fe. Ella moldea en nuestro corazón esa forma íntima de llamar a Jesús.


Tal vez, alguno de nosotros ha salido de la oscuridad de su vida para ir a ver a Jesús, con todo el peso que ello comporta, venciendo el miedo, la vergüenza y toda la presión ambiental que nos propone una infinita gama de entretenimientos para liberarnos de la trivial tarea de buscarle un sentido a nuestra vida. Y a pesar de no poder percibirlo, ese primer movimiento ha venido de Dios. Es Él quien toma la iniciativa, es su presencia silenciosa en nuestra existencia la que nos ha movido, Él Padre nos atrae hacia Jesús. Está en medio de nosotros y actúa. Una voz interior (Espíritu Santo) nos lo indica (Jn 1,29) como el dedo de Juan Bautista, ve hacia Él. "Como un imán, por la fuerza de su misión, se sitúa en el centro para que todo, voluntaria o involuntariamente, sea atraído a Él (Jn 12,32) para salvación o condenación " (TD 3, p.3).


Nicodemo tiene, como tantos "maestros", lo que hemos dado en llamar: un "cómo" resistente (Jn 3,4.9). A pesar de que acepta ser llamado maestro, ejercicio por el cual guía a otros, "no sabe" (Jn 3,10), podría caberle a él perfectamente la advertencia del Señor, de estar en las cosas de Dios, como "ciego que guía a otro ciego". Ese "cómo" con el que iniciará todas sus preguntas, oficia de escudo protector ante la irrupción de Dios en su vida. Por otra parte, cualquiera puede argumentar que Nicodemo es un hombre creyente, cabe la pregunta ¿de qué se protege?


Nicodemo se resiste a un Dios que se manifiesta así, es al modo de manifestarse de Dios. Su respuesta e incomprensión hacen presente la resistencia de Israel. También María como hija predilecta de Sión utilizará la misma palabra para comenzar su pregunta. «¿Cómo puede ser eso, si yo soy virgen?»(Lc 1,35).


¿Dónde está, entre Nicodemo y María, la diferencia? La diferencia se encuentra en la respuesta, mientras que Nicodemo persiste en su resistencia, cuestionando el modo de manifestarse de Dios y esto lo hace obstinadamente, María responde aceptando al Dios que viene de ese modo.


Estas actitudes arquetípicas, expresadas en María y Nicodemo, permanentemente se hallan presente en los interminables encuentros que Jesús tiene con los hombres. Dios visita en su pueblo a sus hijos, invitándolos a volver a la casa paterna, y estos en muchas oportunidades no reconocen en estos hechos la presencia de Dios. Intentan someter la acción de Dios a la comprensión de su inteligencia humana.


El Dios que Nicodemo lleva en su corazón nunca lo sorprende. Él es capaz de realizar si fuera necesario un mapa, marcando las rutas de Dios y aclarando sus trayectos. Se lo puede caricaturizar diciendo, que se parece bastante a uno de esos tantos recorridos que realizan nuestros ómnibus (colectivos, bus), siempre transitan por el mismo lugar. De no ser así, surge la sospecha, ¿esto no es de Dios? Nicodemo ha reconocido algo de Dios presente en las cosas que Jesús obra, pero, aún no ha reconocido a Jesús como Dios, permanece sin aceptar su testimonio (Jn 3,11-21).


En nuestras vidas hay vestigios de este comportamiento, muchas veces queremos que Dios nos adelante el recorrido que va a realizar. Más de una vez, escuchamos este reproche, ¿cómo me pudo ocurrir esto? Esta expresión es especialmente utilizada cuando no reconocemos la presencia de Dios en aquello que nos toca vivir.


El cientismo, el naturalismo y el racionalismo entre otras corrientes del pensamiento moderno y post-moderno, presentan ésta dificultad, Dios debe manejarse con sus parámetros, con sus reglas, de no ser así, no existe. Las leyes que rigen a estos sistemas de pensamiento deben contener a Dios. Los que van detrás de estas posturas,deberían aprender de aquellos modestos animales que junto al pesebre saludaban la irrupción de Dios en el mundo.


La historia de Jesús con Nicodemo suscita algunas preguntas ¿qué ocurrió con aquel hombre que fue por la noche a ver a Jesús?, ¿ en el corazón de Nicodemo triunfó la noche? .En este caso se puede develar la incógnita. Nicodemo es uno de los dos que piden para bajar el cuerpo muerto de Jesús de la Cruz (Jn 19,39).


Ya poco importa que esto ocurra en Jerusalén, donde habitualmente matan a los" profetas" (Lc 13,34), que sea el lugar de residencia de las autoridades político-religiosas que fueron las que lo condenaron. Nicodemo ha pasado por encima de todas esas dificultades, se ha dejado sorprender una vez más por ese Dios del que Jesús le habló aquella noche. Sabe que el amor de Dios es capaz de una entrega así, eso lo ha alentado a ir más allá de sí, lo ha fortalecido para ir saliendo de la noche. Resuena en su corazón el eco de aquellas palabras de Jesús: "tienes que nacer de lo alto". (Jn 3,7)


Nicodemo en su peregrinar comprendió que el nacimiento de los discípulos del Señor estaba unido a la cruz. Al testimonio de un amor más fuerte que la muerte, al testimonio de un amor hasta el extremo. Había logrado reconocer que todas estas realidades estaban en Jesús. Llevaba en sus manos mirra y aloe, para ungir y dignamente sepultar a Jesús. Cuantos recuerdos se agolparían en la mente de Nicodemo, pero evidentemente lo ocurrido aquella noche tendría un lugar especial. Aquel modo anónimo, por la hora de su llegada y el temor de ser visto con Jesús, lo encontraba ahora como testigo de la entrega del amor de Dios.


La sombra de la Cruz se posaba sobre él como una antorcha luminosa que iba respondiendo a sus preguntas. Estas iban desapareciendo, había pasado de la resistencia de Israel a la aceptación de María. Estar allí no era una carga sino un privilegio, tal vez sin saberlo desde aquella noche, Dios lo había estado preparando, para vencer ese modo anónimo de estar presente ante la Cruz de Jesús.


Tal vez estas preguntas puedan ayudarnos a meditar:


1- ¿Percibimos su presencia? ¿Nos ponemos frente a Él?
2- ¿Cuáles son las resistencias que vencimos para ir para ir hacia ÉL?
3- ¿Cúal es nuestro "cómo" resistente?
4- ¿Cuál es la imagen de Dios que hay en mí corazón?
5- ¿Cómo es mi historia con Jesús?
6- ¿Cómo vivo mi peregrinación?
7- ¿Ante la Cruz del Señor soy un anónimo?
[1] Jorge Novoa, http://www.feyrazon.org

BENEDICTO XVI: SANTA CATALINA DE SIENA


Hoy quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que vivió —siglo XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y de todo el tejido social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su pueblo, suscitando santos y santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas personas y también hoy nos habla y nos impulsa a caminar con valentía hacia la santidad para que seamos discípulos del Señor de un modo cada vez más pleno.

Nació en Siena, en 1347, en el seno de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Tercera Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate. Permaneciendo en su familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho privadamente cuando todavía era una adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia y a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.

Cuando se difundió la fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el venerable Juan Pablo II quiso declararla copatrona de Europa: que el viejo continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

Catalina sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se convirtió en su confesor y también en su «hijo espiritual», y escribió una primera biografía completa de la santa. Fue canonizada en 1461.

La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia, título que se añadía al de copatrona de la ciudad de Roma, por voluntad del beato Pío ix, y de patrona de Italia, según la decisión del venerable Pío XII.

En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo sólo era visible para ella. En este episodio extraordinario reconocemos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo bien.

Ilustra esta unión profunda con el Señor otro episodio de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias que recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a los sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como Cristo mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con él alimentada con la oración, con la meditación sobre la Palabra de Dios y con los sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la sagrada Comunión. También Catalina pertenece a la legión de santos eucarísticos con los cuales quise concluir mi exhortación apostólica Sacramentum caritatis (cf. n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a él.

En torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo una verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser dirigidos espiritualmente por Catalina. La llamaban «mamá» pues como hijos espirituales obtenían de ella el alimento del espíritu.

También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os declaro y os llamo —escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz mediante continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, como una madre da a luz a su hijo» (Epistolario, carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e hijo en Cristo dulce Jesús».

Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la emoción de Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los santos se mezclan con la sangre de Cristo, de la cual ella habló con tonos vibrantes e imágenes simbólicas muy eficaces: «Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de Cristo crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario, carta n. 21: A uno cuyo nombre se calla).

Aquí podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas humanas de los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por ellos, pues dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en la tierra», a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia. Antes de morir dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo cual es una singularísima gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).

De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa por las tres etapas de todo camino de santificación: el alejamiento del pecado, la práctica de la virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía, de modo intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos nuestras las palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia, como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por misericordia nos has lavado en la sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti, porque adondequiera que dirija mi pensamiento, no encuentro sino misericordia» (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.

viernes, 26 de abril de 2019

JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO: RESUCITÓ ,ALELUYA!!!


¡Aleluya, aleluya!, éste es el grito que, desde hace veinte siglos, dicen hoy los cristianos, un grito que traspasa los siglos y cruza continentes y fronteras. Alegría, porque Él resucitó. Alegría para los niños que acaban de asomarse a la vida y para los ancianos que se preguntan a dónde van sus años; alegría para los que rezan en la paz de las iglesias y para los que cantan en las discotecas; alegría para los solitarios que consumen su vida en el silencio y para los que gritan su gozo en la ciudad.

Como el sol se levanta sobre el mar victorioso, así Cristo se alza encima de la muerte. Como se abren las flores aunque nadie las vea, así revive Cristo dentro de los que le aman. Y su resurrección es un anuncio de mil resurrecciones: la del recién nacido que ahora recibe las aguas del bautismo, la de los dos muchachos que sueñan el amor, la del joven que suda recolectando el trigo, la de ese matrimonio que comienza estos días la estupenda aventura de querer y quererse, y la de esa pareja que se ha querido tanto que ya no necesita palabras ni promesas. Sí, resucitarán todos, incluso los que viven hundidos en el llanto, los que ya nada esperan porque lo han visto todo, los que viven envueltos en violencia y odio y los que de la muerte hicieron un oficio sonriente y normal.

No lloréis a los muertos como los que no creen. Quienes viven en Cristo arderán como un fuego que no se extingue nunca. Tomad vuestras guitarras y cantad y alegraos. Acercaos al pan que en el altar anuncia el banquete infinito, a este pan que es promesa de una vida más larga, a este pan que os anuncia una vida más honda. El que resucitó volverá a recogeros, nos llevará en sus hombros como un padre querido como una madre tierna que no deja a los suyos. Recordad, recordadlo: no os han dejado solos en un mundo sin rumbo. Hay un sol en el cielo y hay un sol en las almas. Aleluya, aleluya.

domingo, 21 de abril de 2019

JOSEPH RATZINGER: LA ALEGRÍA PASCUAL


La claridad y la alegría, que para gran parte de nosotros están unidas al pensamiento de la Pascua, no pueden cambiar nada respecto al hecho de que el contenido profundo de este día sea para nosotros más difícil de comprender que el de la Navidad. El nacimiento, la infancia, la familia, todo eso es parte de nuestro mundo de experiencias. Que Dios haya sido un niño y haya hecho así grande a lo pequeño, y humano, cercano y comprensible a lo grande, es un pensamiento que nos toca de un modo muy directo. Según nuestra fe, en el nacimiento en Belén, Dios ha entrado en el mundo y esto lleva una huella de luz hasta los hombres, los cuales no están en grado de acoger la noticia tal y como es.

Con la Pascua es distinto: aquí Dios no ha entrado en nuestra vida habitual, sino que, entre sus confines, ha abierto un paso hacia un nuevo espacio más allá de la muerte. Él no nos sigue ya, sino que nos precede y sostiene la antorcha en el interior de una extensión inexplorada para animarnos a seguirle. Pero, desde el momento en el que nosotros ahora sólo conocemos aquello que está a este lado de la muerte, no podemos relacionar ninguna de nuestras experiencias con esta noticia.

Ningún concepto puede venir en auxilio de la palabra; permanece una salida en lo desconocido; y en esto percibimos dolorosamente la miopía y limitación de nuestros pasos. Y, con todo, es estimulante pensar que ahora, por lo menos a través de la palabra de uno que sabe, experimentamos aquello frente a lo que nadie puede quedar indiferente. Con enorme curiosidad, en los últimos años, se han recogido las narraciones de personas que, habiendo pasado por una muerte clínica, afirman haber percibido lo imperceptible y pueden aparentemente decir qué hay después de la oscura puerta de la muerte. Esta curiosidad muestra cómo se abre camino en nosotros de un modo apremiante la cuestión de la muerte. Pero todas estas narraciones son inadecuadas, puesto que todos estos testigos no habían muerto realmente, sino que han debido sólo probar la particular experiencia de una condición extrema de la vida y de la conciencia humana. 

Ninguno puede decir si su experiencia se habría confirmado en el caso de que hubiesen muerto realmente. Pero Aquel del que habla la Pascua, Jesucristo, realmente «descendió al reino de los muertos». Él ha respondido a la petición del rico Epulón: «¡Envía arriba a alguno del mundo de los muertos, para que así creamos!» Él, el verdadero Lázaro, ha venido de allá a fin de que nosotros creamos. ¿Lo hacemos ahora? No llega trayendo noticias y emocionantes descripciones del más allá. En cambio, nos ha dicho que prepara las moradas.

¿No es ésta la más emocionante novedad de la Historia, aunque sea dicha sin despertar sensaciones? La Pascua tiene que ver con lo inconcebible; su evento nos sale al encuentro en un primer momento sólo a través de la Palabra, no a través de los sentidos. Tanto más importante es entonces dejarse aferrar un día por la grandeza de esta Palabra. Pero, puesto que ahora pensamos con los sentidos, la fe de la Iglesia ha traducido desde siempre la Palabra pascual también en símbolos que hacen presagiar lo no dicho de la Palabra. El símbolo de la luz (y con él el del fuego) juega un papel importante; el saludo al cirio pascual, que en la iglesia oscura pasa a ser el signo de la vida, es para el vencedor sobre la muerte. El acontecimiento de entonces viene así traducido en nuestro presente: donde la luz vence la oscuridad, acontece algo de la resurrección. La bendición del agua pone de relieve otro elemento de la creación como símbolo de la resurrección: el agua puede tener en sí algo de amenazador, ser un arma de la muerte. Pero el agua viva de la fuente representa la fecundidad que, en medio del desierto, edifica oasis de vida. 

Un tercer símbolo es de otro tipo distinto: el canto del Aleluya, el canto solemne de la liturgia pascual, muestra que la voz humana no sabe solamente gritar, gemir, llorar, hablar, sino justamente cantar. El hecho de que, además, el hombre sea capaz de evocar las voces de la creación y transformarlas en armonía, ¿no nos permite presagiar, de modo maravilloso, de qué transformaciones somos capaces nosotros mismos y la creación? ¿No es éste un signo admirable de esperanza, en virtud de la cual podemos presagiar el futuro y, a un tiempo, acogerlo como posibilidad y presencia?

En las grandes solemnidades de la Iglesia, la creación participa en la fiesta; o viceversa: en estas solemnidades entramos en el ritmo de la tierra y de las estrellas, y hacemos nuestro su conocimiento. Por esto, la nueva mañana de la naturaleza que señala la primera luna llena de la primavera forma parte tan real del mensaje pascual: la creación habla de nosotros y a nosotros; nos comprendemos correctamente a nosotros mismos y a Cristo sólo si aprendemos a escuchar también las voces de la creación.

La aflicción se convertirá en alegría

Todo aquello que podemos ver es –como por Isaías– el Cordero, del cual el apóstol Pedro dice que fue predestinado «ya antes de la fundación del mundo». Pero la mirada sobre el Cordero –sobre Cristo crucificado– coincide ahora precisamente con nuestra mirada al cielo, con nuestra mirada sobre la eterna providencia de Dios. En este Cordero, sin embargo, entrevemos lejana, en los cielos, una apertura; vemos la benignidad de Dios, que no es ni indiferencia ni debilidad, sino suprema fuerza. De este modo, y únicamente en esto, vemos los santuarios de la creación y percibimos en ellos algo similar al canto de los ángeles, podemos incluso intentar acompañar un poco a aquel canto en el Aleluya del día de Pascua. Desde el momento en que vemos el Cordero, podemos reír y podemos dar gracias; gracias a él también nosotros comprendemos qué significa adoración.

Todas las palabras del Resucitado llevan en sí la alegría –la sonrisa de la liberación: ¡Si vierais aquello que yo he visto y veo!–, si un día alcanzáis a ver el todo, entonces reiréis. Hubo un tiempo en el que el risus paschalis, la risa pascual, era parte integrante de la liturgia barroca. La homilía pascual debía contener una historia que suscitase la risa, de tal modo que la iglesia retumbase en carcajadas. Ésta podía ser una forma un poco superficial y exterior de alegría cristiana. Pero, ¿no es en realidad algo muy bello y justo el hecho de que la risa se hubiese convertido en un símbolo litúrgico? Y ¿no nos gusta quizá que en las iglesias barrocas escuchemos todavía, por el juego de los amorcillos y de los ornamentos, la risa en la cual se anunciaba la libertad de los redimidos? Y ¿no es un signo de fe pascual el hecho de que Haydn dijera, respecto a sus composiciones, que al pensar en Dios sentía una alegría cierta y añadiese: «Yo, apenas quería expresar palabras de súplica, no podía contener mi alegría, y hacía lugar a mi ánimo alegre y escribía allegro sobre el Miserere»?

La visión de los cielos del Apocalipsis dice lo que nosotros vemos en Pascua a través de la fe: el Cordero muerto vive. Puesto que vive, nuestro llanto termina y se convierte en sonrisa. La visión del cordero es nuestra mirada a los cielos abiertos de par en par. Dios nos ve y actúa, si bien de forma diversa a como pensamos y a como nosotros quisiéramos imponerlo. Sólo a partir de la Pascua podemos en realidad pronunciar de un modo completo el primer artículo de fe; sólo a partir de la Pascua éste se ve cumplido y consuela: yo creo en Dios, Padre omnipotente. 

De hecho, sólo a partir del Cordero sabemos que Dios es realmente el Padre y es realmente omnipotente. Quien lo ha entendido no puede estar ya verdaderamente triste y desesperado. Quien lo ha entendido opondrá resistencia a la tentación de ponerse del lado de los verdugos. Quien lo ha comprendido no experimentará la angustia extrema cuando él mismo esté en la condición del Cordero. Puesto que se encuentra en el lugar más seguro. La Pascua nos invita, en resumen, no sólo a escuchar a Jesús, sino, en el instante en el que se le escucha, a aprender a ver desde el interior. La máxima solemnidad del calendario litúrgico nos anima, mirándole a Él, a Aquel que ha muerto y ha resucitado, a descubrir la apertura en los cielos. Si comprendemos el anuncio de la resurrección, entonces reconocemos que el cielo no está totalmente cerrado más arriba de la tierra. Entonces algo de la luz de Dios –si bien de un modo tímido pero potente– penetra en nuestra vida. Entonces surgirá en nosotros la alegría, que de otro modo esperaríamos inútilmente, y cada persona en la que ha penetrado algo de esta alegría puede ser, a su modo, una apertura a través de la cual el cielo mira a la tierra y nos alcanza. Entonces puede suceder lo que prevé la revelación de Juan: todas las criaturas del cielo y de la tierra, bajo la tierra y en el mar, todas las cosas en el mundo están colmadas de la alegría de los salvados. En la medida en la que lo reconocemos, se cumple la palabra que Jesús dirige en la despedida, en la que anuncia una nueva venida: «Vuestra aflicción se convertirá en alegría». Y, como Sara, los hombres que creen en virtud de la Pascua afirman: «¡Motivo de alegre sonrisa me ha dado Dios: quienquiera que lo sepa, sonreirá conmigo!»

Del libro Imágenes de esperanza (ed. San Pablo).

miércoles, 17 de abril de 2019

PADRE ALFREDO SAENZ: Cristo y el Dragón en el libro del Apocalipsis



En el telón de fondo aparecen los dos grandes protagonistas, por así decirlo. Ante todo Cristo, el Señor de la Historia. Porque no es otro que el Señor, el Kyrios, el Cordero, quien abre el libro sellado, manifestando así su dominio plenario sobre los acontecimientos históricos. Él es el Liturgo  que preside en el cielo el majestuoso culto de los ancianos, los ángeles y los seres vivientes. Es también el Guerrero, montado sobre blanco corcel, con su túnica salpicada en la sangre de su martirio victorioso, que galopa seguido por los ejércitos de los cielos, también en caballos blancos, y en cuyo muslo está grabado su nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores.

Frente a Cristo, el Dragón, el demonio, el abanderado de las fuerzas del mal. Aquel que al comienzo no trepidó en gritar Non serviam, encabeza ahora la rebelión decisiva y terminal, escoltado en la demanda por dos auxiliares: la Bestia del Mar, que será el dominador en el plano político (en la Escritura el mar simboliza el orden temporal) y la Bestia de la Tierra, que llevará a cabo la falsificación del cristianismo (la tierra es el símbolo de la religión); ambas Bestias en estrecha conexión y alianza.
 

sábado, 13 de abril de 2019

DOMINGO DE RAMOS

Leas palmas y los ramos de olivo o de otros árboles

"La Semana Santa comienza con el Domingo de Ramos "de la Pasión del Señor", que comprende a la vez el triunfo real de Cristo y el anuncio de la Pasión".

La procesión que conmemora la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén tiene un carácter festivo y popular. A los fieles les gusta conservar en sus hogares, y a veces en el lugar de trabajo, los ramos de olivo o de otros árboles, que han sido bendecidos y llevados en la procesión.

Sin embargo es preciso instruir a los fieles sobre el significado de la celebración, para que entiendan su sentido. Será oportuno, por ejemplo, insistir en que lo verdaderamente importante es participar en la procesión y no simplemente procurarse una palma o ramo de olivo; que estos no se conserven como si fueran amuletos, con un fin curativo o para mantener alejados a los malos espíritus y evitar así, en las casas y los campos, los daños que causan, lo cual podría ser una forma de superstición.

La palma y el ramo de olivo se conservan, ante todo, como un testimonio de la fe en Cristo, rey mesiánico, y en su victoria pascual.

viernes, 12 de abril de 2019

SAN AGUSTÍN: TARDE TE AME...

Tarde te amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé; y Tú estabas dentro, y yo fuera; aquí te buscaba, y yo deforme me precipitaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. 

Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Me retenían alejado de ti las cosas que no podían existir sin ti. Yo me recorría todas las cosas, buscándote a ti, y por llegar a ellas me abandonaba a mí. Interrogué a la tierra, si ella era mi Dios, y me respondió que no; y lo mismo me confesaron todas las cosas que hay en ella. Interrogué al mar y a los abismos, y a los reptiles que hay en ellos, y me respondieron: Nosotros no somos tu Dios; búscale por encima de nosotros. Interrogué a las suaves brisas, y me dijo todo el aire con sus habitantes: Se equivoca Anaxímenes, pues yo no soy tu dios. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. Tampoco nosotros somos tu dios, responden. Y dije a todas las cosas que me rodean por las entradas de mi carne: Me habéis dicho acerca de mi Dios que vosotras no sois, decidme algo de Él. Y todas exclamaron con gran voz: Él nos hizo. Pregunté después a la mole del mundo: Dime si tú eres mi Dios o no. Y me dijo con voz potente: Yo no soy, responde; sino que por El soy yo; al que tú buscas en mí, ése me hizo a mí; busca por encima de mí al que me gobierna a mí, y que también te hizo a ti.

miércoles, 10 de abril de 2019

SAN JUAN PABLO II: EL NUEVO TESTAMENTO

1. El Nuevo Testamento tiene dimensiones menores que el Antiguo. Bajo el aspecto de la redacción histórica, los libros que lo forman están escritos en un espacio de tiempo más breve que los de la Antigua Alianza. Está compuesto por veintisiete libros, algunos muy breves.
En primer lugar tenemos los cuatro Evangelios: según Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Luego sigue el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuyo autor es también Lucas. El grupo mayor está constituido por las Cartas Apostólicas, de las cuales las más numerosas son las Cartas de San Pablo: una a los Romanos, dos a los Corintios, una a los Gálatas, una a los Efesios, una a los Filipenses, una a los Colosenses, dos a los Tesalonicenses, dos a Timoteo, una a Tito y una a Filemón. El llamado "corpus paulinun" termina con la Carta a los Hebreos, escrita en el ámbito de influencia de Pablo.
Siguen: la Carta de Santiago, dos Cartas de San Pedro, tres Cartas de San Juan y la Carta de San Judas. El último libro del Nuevo Testamento es el Apocalipsis de San Juan.

2. Con relación a estos libros se expresa así la Constitución Dei Verbum: "Todos saben que entre los escritos del Nuevo Testamento sobresalen los Evangelios, por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador. La Iglesia siempre y en todas partes ha mantenido y mantiene que los cuatro Evangelios son de origen apostólico. Pues lo que los Apóstoles predicaron por mandato de Jesucristo, después ellos mismos con otros de su generación lo escribieron por inspiración del Espíritu Santo y nos lo entregaron como fundamento de la fe: el Evangelio cuádruple, según Mateo, Marcos, Lucas y Juan" (Dei Verbum, 18).

3. La Constitución conciliar pone de relieve de modo especial la historicidad de los cuatro Evangelios. Dice que la Iglesia "afirma su historicidad sin dudar", manteniendo con constancia que "los cuatro... Evangelios... transmiten fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la eterna salvación de los mismos, hasta el día de la Ascensión" (cf. Act 1, 1-2) (Dei Verbum, 19).
Si se trata del modo como nacieron los cuatro Evangelios, la Constitución conciliar los vincula ante todo con la enseñanza apostólica, que comenzó con la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Leemos así: "Los Apóstoles, después de la Ascensión del Señor, comunicaron a sus oyentes esos dichos y hechos con la mayor comprensión que les daban los acontecimientos gloriosos de Cristo e iluminados por la enseñanza del Espíritu de la Verdad" (Dei Verbum, 19). Estos "acontecimientos gloriosos" están constituidos principalmente por la resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo. Se comprende que, a la luz de la resurrección, los Apóstoles creyeron definitivamente en Cristo. La resurrección proyectó una luz fundamental sobre su muerte en la cruz, y también sobre todo lo que había hecho y proclamado antes de su pasión. Luego, el día de Pentecostés sucedió que los Apóstoles fueron "iluminados por el Espíritu de verdad".

4. De la enseñanza apostólica oral se pasó a la redacción de los Evangelios, respecto a lo cual se expresa así la Constitución conciliar: " ...los autores sagrados compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas Iglesias, conservando el estilo de la proclamación: así nos transmitieron siempre datos auténticos y genuinos acerca de Jesús. Sacándolos de su memoria o del testimonio de los "que asistieron desde el principio y fueron ministros de la palabra, lo escribieron para que conozcamos la verdad (cf. Lc 1, 2-4) de lo que nos enseñaban" (Dei Verbum, 19).
Este conciso párrafo del Concilio refleja y sintetiza brevemente toda la riqueza de las investigaciones y estudios que los escrituristas no han cesado de dedicar a la cuestión del origen de los cuatro Evangelios. Para nuestra catequesis es suficiente este resumen.

5. En cuanto a los restantes libros del Nuevo Testamento, la Constitución conciliar Dei Verbum se pronuncia del modo siguiente: "...Estos libros, según el sabio plan de Dios, confirman la realidad de Cristo, van explicando su doctrina auténtica, proclaman la fuerza salvadora de la obra divina de Cristo, cuentan los comienzos y la difusión maravillosa de la Iglesia, predicen su consumación gloriosa" (Dei Verbum, 20). Se trata de una breve y sintética presentación de contenido de esos libros, independientemente de cuestiones cronológicas, que ahora nos interesan menos. Sólo recordaremos que los estudiosos fijan para su composición la segunda mitad del siglo I.
Lo que más cuenta para nosotros es la presencia del Señor Jesús y de su Espíritu en los autores del Nuevo Testamento, que son, por lo mismo, medios a través de los cuales Dios nos introduce en la novedad revelada. "El Señor Jesús asistió a sus Apóstoles, como lo había prometido (cf. Mt 28, 20), y les envió el Espíritu Santo, que los fuera introduciendo en la plenitud de la verdad" (cf. Jn 16, 13) (Dei Verbum, 20). Los libros del Nuevo Testamento nos introducen precisamente en el camino que lleva a la plenitud de la verdad de la divina Revelación.

6. Y tenemos aquí otra conclusión para una concepción más completa de la fe. Creer de modo cristiano significa aceptar la auto-revelación de Dios en Jesucristo, que constituye el contenido esencial del Nuevo Testamento.
Nos dice el Concilio: "Cuando llegó la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4), la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros llena de gracia y de verdad (cf. Jn 1, 14). Cristo estableció en la tierra el reino de Dios, se manifestó a Si mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae todos hacia Sí (cf. Jn 12, 32), pues es el único que posee palabras de vida eterna" (cf. Jn 6, 68) (Dei Verbum, 17).
"De esto dan testimonio divino y perenne los escritos del Nuevo Testamento" (Dei Verbum, 17).
Y por lo mismo constituyen un particular apoyo para nuestra fe.

martes, 9 de abril de 2019

SAN JUAN PABLO II: ANTIGUO TESTAMENTO

1. La Sagrada Escritura, como es sabido, se compone de dos grandes colecciones de libros: el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento, redactado todo él antes de la venida de Cristo, es una colección de 46 libros de carácter diverso. Los enumeraremos aquí, agrupándolos de manera que se distinga, al menos genéricamente, la índole de cada uno de ellos.

2. El primer grupo que encontramos es el llamado "Pentateuco", formado por: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Casi como prolongación del Pentateuco se encuentra el Libro de Josué y, luego, el de los Jueces. El conciso Libro de Rut constituye, en cierto modo, la introducción al grupo siguiente de carácter histórico, compuesto por los dos Libros de Samuel y por los dos Libros de los Reyes. Entre estos libros deben incluirse también los dos de las Crónicas, el Libro de Esdras y el de Nehemías, que se refieren al período de la historia de Israel posterior a la cautividad de Babilonia.
El Libro de Tobías, el de Judit y el de Ester, aunque se refieren a la historia de la nación elegida, tienen carácter de narración alegórica y moral, más bien que de historia verdadera y propia. En cambio, los dos Libros de los Macabeos tienen carácter histórico (de crónica).

3. Los llamados "Libros didácticos" forman un propio grupo, en el cual se incluyen obras de diverso carácter. Pertenecen a él: el Libro de Job, los Salmos, y el Cantar de los Cantares, e igualmente algunas obras de carácter sapiencial-educativo: el Libro de los Proverbios, el de Qohelet (es decir, el Eclesiastés), el Libro de la Sabiduría y la Sabiduría de Sirácida (esto es, el Eclesiástico).

4. Finalmente, el último grupo de escritos del Antiguo Testamento está formado por los "Libros Proféticos". Se distinguen los cuatro llamados Profetas "mayores": Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Al Libro de Jeremías se añaden las Lamentaciones y el Libro de Baruc. Luego vienen los llamados Profetas "menores": Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Naún, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías y Malaquías.

5. A excepción de los primeros capítulos del Génesis, que tratan del origen del mundo y de la humanidad, los libros del Antiguo Testamento, comenzando por la llamada de Abraham, se refieren a una nación que ha sido elegida por Dios. He aquí lo que leemos en la Constitución Dei Verbum: "Deseando Dios con su gran amor preparar la salvación de toda la humanidad, escogió a un pueblo en particular a quien confiar sus promesas. Hizo primero una alianza con Abraham (cf. Gen 15, 18); después, por medio de Moisés (cf. Ex 24, 8), la hizo con el pueblo de Israel, y así se fue revelando a su pueblo, con obras y palabras, como el único Dios vivo y verdadero. De este modo Israel fue experimentando la manera de obrar de Dios con los hombres, la fue comprendiendo cada vez mejor al hablar Dios por medio de los Profetas, y fue difundiendo este conocimiento entre las naciones (cf. Sal 21, 28-29; 95, 1-3; Is 2, 1-4; Jer 3, 17). La economía de la salvación anunciada, contada y explicada por los escritores sagrados, se encuentra, hecha palabra de Dios, en los libros del antiguo Testamento; por eso dichos libros, divinamente inspirados, conservan para siempre su valor..." (Dei Verbum, 14).

6. La Constitución conciliar indica luego lo que ha sido la finalidad principal de la economía de la salvación en el Antiguo Testamento: "preparar", anunciar proféticamente (cf. Lc 24, 44; Jn 5, 39; 1 Pe 1, 10) y significar con diversas figuras (cf. 1 Cor 10, 11) la venida de Cristo redentor del universo y del reino mesiánico (cf. Dei Verbum, 15).

Al mismo tiempo, los libros del Antiguo Testamento, según la condición del género humano antes de Cristo, "muestran a todos el conocimiento de Dios y del hombre y de que el modo como Dios, justo y misericordioso, trata con los hombres. Estos libros, aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros, nos enseñan la pedagogía divina" (Dei Verbum, 15). En ellos se expresa "un vivo sentido de Dios", "una sabiduría salvadora acerca del hombre" y, finalmente, "encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación" (ib). Y por esto, también los libros del Antiguo Testamento deben ser recibidos por los cristianos con devoción.

7. La Constitución conciliar explica así la relación entre el Antiguo y Nuevo Testamento: "Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera el Nuevo, y el Nuevo descubriera el Antiguo" (según las palabras de San Agustín: "Novum in Vetere latet, Vetus in Novo patet."). "Pues, aunque Cristo estableció con su sangre la Nueva Alianza (cf. Lc 22, 20; 1 Cor 11, 25), los libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rom 16, 25-26; 2 Cor 3, 14-16) y a su vez lo iluminan y lo explican" (Dei Verbum, 16).
Como veis, el Concilio nos ofrece una doctrina precisa y clara, suficiente para nuestra catequesis. Ella nos permite dar un nuevo paso en la determinación del significado de nuestra fe. "Creer de modo cristiano" significa sacar, según el espíritu que hemos dicho, la luz de la Divina Revelación también de los Libros de la Antigua Alianza.

martes, 2 de abril de 2019

LA HISTORIA DEL MOSAICO DE LA VIRGEN EN LA PLAZA SAN PEDRO

Unos días después del treinta aniversario del atentado que San Juan Pablo II sufrió el 13 de mayo de 1981, fiesta de la Virgen de Fátima, el prefecto emérito de la Congregación para los Obispos, el cardenal Giovanni Battista Re, explica la asombrosa historia de la colocación, en la plaza de San Pedro, de un mosaico que representa a la Virgen Mater Ecclesiae –Madre de la Iglesia- como muestra de agradecimiento del papa polaco por la protección de María.
La imagen, de más de 2,5 metros, fue instalada en una fachada del Palacio apostólico situado a la derecha de la Basílica de San Pedro entre noviembre y diciembre de 1981, unos seis meses después del atentado.
En la base de este mosaico de la Virgen con el Niño  se representó el escudo de Juan Pablo II con su lema Totus tuus.
“Cuando Juan Pablo II regresó al Vaticano tras su primera hospitalización en el políclínico Gemelli, los responsables del Gobernatorato evaluaron la posibilidad de colocar un signo visible en la plaza de San Pedro, en el lugar donde el papa recibió el disparo, para recordar una página dolorosa de la historia de la Iglesia pero también para testimoniar un signo de protección celestial”, explica el cardenal Re.
Juan Pablo II expresó inmediatamente su intención: “en recuerdo del atentado, deseó que se colocara una imagen de la Virgen en un lugar bien visible”.
“Estaba convencido de que la Virgen María lo había protegido. No tenía, pues, mejor manera de recordar ese 13 de mayo”.
San Juan Pablo II confesó también que él ya había observado esta “falta” en la plaza de San Pedro, donde la estatua de Cristo estaba rodeada de los apóstoles y de numerosos santos diseminados por la columnata pero “no había ninguna imagen de la Virgen”.
En realidad, hay una imagen de la Virgen, pero se encuentra encima de la puerta de bronce y por eso no es visible para todos.
Monseñor Fallani encontró una solución: colocar el mosaico en una ventana que ya existía, una propuesta que les pareció a todos “viable”, dado “un complejo arquitectónico que muchos han considerado intocable”.
“Pero sobre todo el proyecto complació al santo, que nos exhortó a seguir adelante”.
Después llegó la elección del mosaico: “Juan Pablo II hizo saber que le gustaría mucho una representación de la Virgen como Madre de la Iglesia” porque la Virgen “siempre ha estado unida a la Iglesia” y “especialmente cercana en los momentos difíciles de su historia”.
Juan Pablo II dijo que “estaba personalmente convencido de que el 13 de mayo, la Virgen María había estado presente en la plaza de San Pedro para salvar la vida del Papa”.
La representación de una Virgen con el Niño situada en la Basílica de San Pedro y titulada Mater Ecclesiae sirvió de modelo para este mosaico.
Se hicieron, sin embargo “algunos retoques” en la representación del Niño Jesús, así como en el color, “para que fuera más visible a larga distancia”.
El 8 de diciembre de 1981, fiesta de la Inmaculada Concepción, Juan Pablo II “antes de recitar el Ángelus, bendijo la imagen mariana, signo de protección celestial al soberano pontífice, a la Iglesia y a quien se encuentre en la plaza de San Pedro”.
Y el cardenal Re concluye: “Después, en el pavimento de la plaza, una placa de mármol con el escudo d Juan Pablo II se colocó en el “lugar preciso” donde fue alcanzado por la bala.

ANDRÉ FROSSARD: LO QUE PUEDE LA ADORACIÓN EUCARÍSTICA

SAN JUAN PABLO II

lunes, 1 de abril de 2019

SAN JUAN PABLO II: LA CRUZ NO FUE UN HECHO CASUAL

Jesús explicó un día, sin medias palabras, la razón de su venida a la tierra: "el Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Por eso, la cruz no fue un hecho casual en el camino seguido por Jesús, sino una realidad conscientemente querida para la redención de los hombres.

¿Por qué este destino doloroso? Para librar al mundo del pecado. El Padre quería que el Hijo cargara con el peso de las consecuencias del pecado. Esta decisión nos hace comprender la gravedad del pecado, que no puede atenuarse, si se tienen en cuenta sus ruinosas consecuencias. El pecado, considerado como una ofensa hecha a Dios, no podía ser reparado más que por un Hombre-Dios.

Así, el Hijo, venido como Salvador, ofreció al Padre el homenaje perfecto de reparación y de amor, y obtuvo para los hombres el perdón de los pecados y la comunicación de la vida divina. Este sacrificio ha tenido lugar una vez para siempre en la historia humana, y tiene valor salvífico para los hombres de todos los tiempos y lugares. Es el sacrificio que se renueva en toda eucaristía, pero mañana sobre todo lo haremos nuevamente presente, realizan do lo que Cristo hizo en la Última Cena.
En el Salvador crucificado contemplamos a Aquel que se inmoló por nuestra salvación. "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13).

Esta inmolación encierra una gran enseñanza para todos nosotros, pues nos muestra que el amor alcanza su culmen mediante el sufrimiento. Dado que Cristo ha querido asociarnos a su misión redentora, estamos llamados también nosotros a compartir su cruz. Los sufrimientos, que no faltan en nuestra vida, están destinados a unirse al único sacrificio de Cristo.

Nacido del amor, este sacrificio tiene una fecundidad inagotable. El sufrimiento podría parecer un obstáculo o una presencia destructiva. El suplicio de la cruz, que puso fin a la vida de Jesús, podía aparecer como el fracaso de su misión. Sin embargo, en ella el Salvador ha llevado a cumplimiento esta misión, según sus mismas palabras: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).

El sacrificio ha dado a la humanidad frutos abundantes de vida. Un episodio del Calvario, referido por san Juan, nos permite comprenderlo mejor: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34). El costado abierto de Jesús crucificado ha atraído la mirada contemplativa de muchos, como había ya predicho el profeta Zacarías: "Mirarán a aquel a quien traspasaron" (Za 12, 10; Jn 19, 37). El próximo Viernes Santo dirigiremos nuestra mirada hacia el Corazón desgarrado de Cristo, signo de un amor dado definitivamente a la humanidad. Este amor se ha convertido en fuente de aquella gracia que se halla simbolizada por la sangre y el agua del costado. Con muchos comentadores podemos reconocer en la sangre y en el agua el inicio de los "ríos de agua viva" prometidos por el Salvador (Jn 7, 37-38).

El amor fecundo, que se manifiesta en el sacrificio, muestra que la cruz no ha sido una derrota para Cristo, sino una victoria. Es el triunfo definitivo sobre los poderes del mal; el triunfo del amor humilde sobre el odio y la violencia. Es el triunfo que llama a la fe y a la esperanza. "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).