Jesús explicó un día, sin medias palabras, la razón de su venida a la
tierra: "el Hijo del hombre ha venido... a dar su vida como rescate por
muchos" (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Por eso, la cruz no fue un hecho casual en el camino seguido por Jesús, sino una realidad conscientemente querida para la redención de los hombres.
¿Por qué este destino doloroso? Para librar al mundo del pecado. El Padre quería que el Hijo cargara con el peso de las consecuencias del pecado. Esta decisión nos hace comprender la gravedad del pecado, que
no puede atenuarse, si se tienen en cuenta sus ruinosas consecuencias.
El pecado, considerado como una ofensa hecha a Dios, no podía ser
reparado más que por un Hombre-Dios.
Así, el Hijo, venido como Salvador, ofreció al Padre el homenaje
perfecto de reparación y de amor, y obtuvo para los hombres el perdón de
los pecados y la comunicación de la vida divina. Este sacrificio ha
tenido lugar una vez para siempre en la historia humana, y tiene
valor salvífico para los hombres de todos los tiempos y lugares. Es el
sacrificio que se renueva en toda eucaristía, pero mañana sobre todo lo
haremos nuevamente presente, realizan do lo que Cristo hizo en la Última
Cena.
En el Salvador crucificado contemplamos a Aquel que se inmoló por
nuestra salvación. "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos" (Jn 15, 13).
Esta inmolación encierra una gran enseñanza para todos nosotros, pues nos muestra que el amor alcanza su culmen mediante el sufrimiento. Dado
que Cristo ha querido asociarnos a su misión redentora, estamos
llamados también nosotros a compartir su cruz. Los sufrimientos, que no
faltan en nuestra vida, están destinados a unirse al único sacrificio de
Cristo.
Nacido del amor, este sacrificio tiene una fecundidad inagotable. El
sufrimiento podría parecer un obstáculo o una presencia destructiva. El
suplicio de la cruz, que puso fin a la vida de Jesús, podía aparecer
como el fracaso de su misión. Sin embargo, en ella el Salvador ha
llevado a cumplimiento esta misión, según sus mismas palabras: "En
verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24).
El sacrificio ha dado a la humanidad frutos abundantes de vida. Un
episodio del Calvario, referido por san Juan, nos permite comprenderlo
mejor: "Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al
instante salió sangre y agua" (Jn 19, 34). El costado abierto de
Jesús crucificado ha atraído la mirada contemplativa de muchos, como
había ya predicho el profeta Zacarías: "Mirarán a aquel a quien
traspasaron" (Za 12, 10; Jn 19, 37). El próximo Viernes Santo dirigiremos nuestra mirada hacia el Corazón desgarrado de Cristo, signo de un amor dado definitivamente a la humanidad. Este
amor se ha convertido en fuente de aquella gracia que se halla
simbolizada por la sangre y el agua del costado. Con muchos comentadores
podemos reconocer en la sangre y en el agua el inicio de los "ríos de
agua viva" prometidos por el Salvador (Jn 7, 37-38).
El amor fecundo, que se manifiesta en el sacrificio, muestra que la cruz no ha sido una derrota para Cristo, sino una victoria. Es
el triunfo definitivo sobre los poderes del mal; el triunfo del amor
humilde sobre el odio y la violencia. Es el triunfo que llama a la fe y a
la esperanza. "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos
hacia mí" (Jn 12, 32).
No hay comentarios:
Publicar un comentario