martes, 27 de diciembre de 2022

BENEDICTO XVI: SAN JUAN EVANGELISTA


Queridos hermanos y hermanas:
Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del Colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa "el Señor ha dado su gracia". Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús lo llamó junto a su hermano (cf. Mt 4, 21; Mc 1, 19).
Juan siempre forma parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (cf. Mc 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro a la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, a cuya hija resucitará (cf. Mc 5, 37); lo sigue cuando sube a la montaña para transfigurarse (cf. Mc 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando, ante el imponente templo de Jerusalén, pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (cf. Mc 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se retira para orar al Padre, antes de la Pasión (cf. Mc 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para enviarles a preparar la sala para la Cena, les encomienda a él y a Pedro esta misión (cf. Lc 22, 8).
Esta posición de relieve en el grupo de los Doce hace, en cierto sentido, comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en el Reino (cf. Mt 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió preguntándoles si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (cf. Mt 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirlos en el conocimiento del misterio de su persona y anticiparles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. De hecho, poco después Jesús precisó que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los "hijos de Zebedeo" pescando junto a Pedro y a otros discípulos en una noche sin resultados, a la que sigue, tras la intervención del Resucitado, la pesca milagrosa: "El discípulo a quien Jesús amaba" fue el primero en reconocer al "Señor" y en indicárselo a Pedro (cf. Jn 21, 1-13).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. De hecho, Pablo lo incluye entre los que llama las "columnas" de esa comunidad (cf. Ga 2, 9). En realidad, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, lo presenta junto a Pedro mientras van a rezar al templo (cf. Hch 3, 1-4. 11) o cuando comparecen ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (cf. Hch 4, 13. 19). Junto con Pedro es enviado por la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que habían aceptado el Evangelio en Samaria, orando por ellos para que recibieran el Espíritu Santo (cf. Hch 8, 14-15). En particular, conviene recordar lo que dice, junto con Pedro, ante el Sanedrín, que los está procesando: "No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch 4, 20). Precisamente esta valentía al confesar su fe queda para todos nosotros como un ejemplo y un estímulo para que siempre estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra adhesión inquebrantable a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo o interés humano.
Según la tradición, Juan es "el discípulo predilecto", que en el cuarto evangelio se recuesta sobre el pecho del Maestro durante la última Cena (cf. Jn 13, 25), se encuentra al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 2; 21, 7).
Sabemos que los expertos discuten hoy esta identificación, pues algunos de ellos sólo ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos ahora con sacar una lección importante para nuestra vida: el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto sólo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por esto, Jesús dijo un día: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. (...) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 13. 15).
En el libro apócrifo titulado "Hechos de Juan", al Apóstol no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de comunidades ya constituidas, sino como un comunicador itinerante de la fe en el encuentro con "almas capaces de esperar y de ser salvadas" (18, 10; 23, 8).
Todo lo hace con el paradójico deseo de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental lo llama simplemente "el Teólogo", es decir, el que es capaz de hablar de las cosas divinas en términos accesibles, desvelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.
El culto del apóstol san Juan se consolidó comenzando por la ciudad de Éfeso, donde, según una antigua tradición, vivió durante mucho tiempo; allí murió a una edad extraordinariamente avanzada, en tiempos del emperador Trajano. En Éfeso el emperador Justiniano, en el siglo VI, mandó construir en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y sigue gozando de gran veneración. En la iconografía bizantina se le representa muy anciano y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.
En efecto, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: "Juan se halla en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende" (O. Clément, Dialoghi con Atenagora, Turín 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a entrar en la escuela de san Juan para aprender la gran lección del amor, de manera que nos sintamos amados por Cristo "hasta el extremo" (Jn 13, 1) y gastemos nuestra vida por él.
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Juan, hijo de Zebedeo
Audiencia General
Miércoles 5 de julio de 2006

lunes, 26 de diciembre de 2022

BENEDICTO XVI: SAN ESTEBAN MÁRTIR

Queridos hermanos y hermanas:
Después de las fiestas, volvemos a nuestras catequesis. Había meditado con vosotros en las figuras de los doce apóstoles y de san Pablo. Después habíamos comenzado a reflexionar en otras figuras de la Iglesia naciente. De este modo, hoy queremos detenernos en la persona de san Esteban, festejado por la Iglesia el día después de Navidad. San Esteban es el más representativo de un grupo de siete compañeros. La tradición ve en este grupo el germen del futuro ministerio de los «diáconos», si bien hay que destacar que esta denominación no está presente en el libro de los «Hechos de los Apóstoles». La importancia de Esteban, en todo caso, queda clara por el hecho de que Lucas, en este importante libro, le dedica dos capítulos enteros.

La narración de Lucas comienza constatando una subdivisión que tenía lugar dentro de la Iglesia primitiva de Jerusalén: estaba formada totalmente por cristianos de origen judío, pero entre éstos algunos eran originarios de la tierra de Israel, y eran llamados «hebreos», mientras que otros procedían de la de fe judía en el Antiguo Testamento de la diáspora de lengua griega, y eran llamados «helenistas». De este modo, comenzaba a perfilarse el problema: los más necesitados entre los helenistas, especialmente las viudas desprovistas de todo apoyo social, corrían el riesgo de ser descuidas en la asistencia de su sustento cotidiano. Para superar estas dificultades, los apóstoles, reservándose para sí mismos la oración y el ministerio de la Palabra como su tarea central, decidieron encargar a «a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de sabiduría» para que cumplieran con el encargo de la asistencia (Hechos 6, 2-4), es decir, del servicio social caritativo. Con este objetivo, como escribe Lucas, por invitación de los apóstoles, los discípulos eligieron siete hombres. Tenemos sus nombres. Son: «Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, Felipe, Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquia. Los presentaron a los apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos» (Hechos 6,5-6).

El gesto de la imposición de las manos puede tener varios significados. En el Antiguo Testamento, el gesto tiene sobre todo el significado de transmitir un encargo importante, como hizo Moisés con Josué (Cf. Números 27, 18-23), designando así a su sucesor. Siguiendo esta línea, también la Iglesia de Antioquía utilizará este gesto para enviar a Pablo y Bernabé en misión a los pueblos del mundo (Cf. Hechos 13, 3). A una análoga imposición de las manos sobre Timoteo para transmitir un encargo oficial hacen referencia las dos cartas que San Pablo le dirigió (Cf. 1 Timoteo 4, 14; 2 Timoteo 1, 6). El hecho de que se tratara de una acción importante, que había que realizar después de un discernimiento, se deduce de lo que se lee en la primera carta a Timoteo: «No te precipites en imponer a nadie las manos, no te hagas partícipe de los pecados ajenos» (5, 22). Por tanto, vemos que el gesto de la imposición de las manos se desarrolla en la línea de un signo sacramental. En el caso de Esteban y sus compañeros se trata ciertamente de la transmisión oficial, por parte de los apóstoles, de un encargo y al mismo tiempo de la imploración de una gracia para ejercerlo.

Lo más importante es que, además de los servicios caritativos, Esteban desempeña también una tarea de evangelización entre sus compatriotas, los así llamados «helenistas». Lucas, de hecho, insiste en el hecho de que él, «lleno de gracia y de poder» (Hechos 6, 8), presenta en el nombre de Jesús una nueva interpretación de Moisés y de la misma Ley de Dios, relee el Antiguo Testamento a la luz del anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús. Esta relectura del Antiguo Testamento, relectura cristológica, provoca las reacciones de los judíos que interpretan sus palabras como una blasfemia (Cf. Hechos 6, 11-14). Por este motivo, es condenado a la lapidación. Y san Lucas nos transmite el último discurso del santo, una síntesis de su predicación. 

Como Jesús había explicado a los discípulos de Emaús que todo el Antiguo Testamento habla de Él, de su cruz y de su resurrección, de este modo, san Esteban, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee todo el Antiguo Testamento en clave cristológica. Demuestra que el misterio de la Cruz se encuentra en el centro de la historia de la salvación narrada en el Antiguo Testamento, muestra realmente que Jesús, el crucificado y resucitado, es el punto de llegada de toda esta historia. Y demuestra, por tanto, que el culto del templo también ha concluido y que Jesús, el resucitado, es el nuevo y auténtico «templo». Precisamente este «no» al templo y a su culto provoca la condena de san Esteban, quien, en ese momento --nos dice san Lucas--, al poner la mirada en el cielo vio la gloria de Dios y a Jesús a su derecha. Y mirando al cielo, a Dios y a Jesús, san Esteban dijo: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios» (Hechos 7, 56). Le siguió su martirio, que de hecho se conforma con la pasión del mismo Jesús, pues entrega al «Señor Jesús» su propio espíritu y reza para que el pecado de sus asesinos no les sea tenido en cuenta (Cf. Hechos 7,59-60).

El lugar del martirio de Esteban, en Jerusalén, se sitúa tradicionalmente algo más afuera de la Puerta de Damasco, en el norte, donde ahora se encuentra precisamente la iglesia de Saint- Étienne, junto a la conocida «École Biblique» de los dominicos. Al asesinato de Esteban, primer mártir de Cristo, le siguió una persecución local contra los discípulos de Jesús (Cf. Hechos 8, 1), la primera que se verificó en la historia de la Iglesia. Constituyó la oportunidad concreta que llevó al grupo de cristianos hebreo-helenistas a huir de Jerusalén y a dispersarse. Expulsados de Jerusalén, se transformaron en misioneros itinerantes. «Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra» (Hechos 8, 4). La persecución y la consiguiente dispersión se convierten en misión. El Evangelio se propagó de este modo en Samaria, en Fenicia, y e Siria, hasta llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según Lucas, fue anunciado por primera vez también a los paganos (Cf. Hechos 11, 19-20) y donde resonó por primera vez el nombre de «cristianos» (Hechos 11,26).

En particular, Lucas especifica que los que lapidaron a Esteban «pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo» (Hechos 7, 58), el mismo que de perseguidor se convertiría en apóstol insigne del Evangelio. Esto significa que el joven Saulo tenía que haber escuchado la predicación de Esteban, y conocer los contenidos principales. Y San Pablo se encontraba con probabilidad entre quienes, siguiendo y escuchando este discurso, «tenían los corazones consumidos de rabia y rechinaban sus dientes contra él» (Hechos 7, 54). Podemos ver así las maravillas de la Providencia divina: Saulo, adversario empedernido de la visión de Esteban, después del encuentro con Cristo resucitado en el camino de Damasco, reanuda la interpretación cristológica del Antiguo Testamento hecha por el primer mártir, la profundiza y completa, y de este modo se convierte en el «apóstol de las gentes». La ley se cumple, enseña él, en la cruz de Cristo. Y la fe en Cristo, la comunión con el amor de Cristo, es el verdadero cumplimiento de toda la Ley. Este es el contenido de la predicación de Pablo. Él demuestra así que el Dios de Abraham se convierte en el Dios de todos. Y todos los creyentes en Cristo Jesús, como hijos de Abraham, se convierten en partícipes de las promesas. En la misión de san Pablo se cumple la visión de Esteban.

La historia de Esteban nos dice mucho. Por ejemplo, nos enseña que no hay que disociar nunca el compromiso social de la caridad del anuncio valiente de la fe. Era uno de los siete que estaban encargados sobre todo de la caridad. Pero no era posible disociar caridad de anuncio. De este modo, con la caridad, anuncia a Cristo crucificado, hasta el punto de aceptar incluso el martirio. Esta es la primera lección que podemos aprender de la figura de san Esteban: caridad y anuncio van siempre juntos.

San Esteban nos habla sobre todo de Cristo, de Cristo crucificado y resucitado como centro de la historia y de nuestra vida. Podemos comprender que la Cruz ocupa siempre un lugar central en la vida de la Iglesia y también en nuestra vida personal. En la historia de la Iglesia no faltará nunca la pasión, la persecución. Y precisamente la persecución se convierte, según la famosa fase de Tertuliano, fuente de misión para los nuevos cristianos. Cito sus palabras: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros: la sangre de los cristianos es una semilla» («Apologetico» 50,13: «Plures efficimur quoties metimur a vobis: semen est sanguis christianorum»). Pero también en nuestra vida la cruz, que no faltará nunca, se convierte en bendición. Y aceptando la cruz, sabiendo que se convierte y es bendición, aprendemos la alegría del cristiano, incluso en momentos de dificultad. El valor del testimonio es insustituible, pues el Evangelio lleva hacia él y de él se alimenta la Iglesia. San Esteban nos enseña a aprender estas lecciones, nos enseña a amar la Cruz, pues es el camino por el que Cristo se hace siempre presente de nuevo entre nosotros.

sábado, 24 de diciembre de 2022

JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO: NAVIDAD ES ALEGRÍA SIN NOSTALGIAS...

Alegría para los niños que acaban de nacer, y para los ancianos que en estos días se preguntan si llegarán a las navidades del año que viene.

Alegría para los que tienen esperanza y para los que ya la han perdido.

Alegría para los abandonados por todos y para las monjas de clausura que estas noches bailarán como si se hubieran vuelto repentinamente locas.

Alegría para las madres de familia que en estos días estarán más cansadas de lo habitual y para esos hombres que a lo mejor en estos días se olvidan un poquito de ganar dinero y descubren que hay cosas mejores en el mundo.

¡Alegría, alegría para todos!

Alegría, porque Dios se ha vuelto loco y ha plantado su tienda en medio de nosotros.

Alegría, porque Él, en Navidad, trae alegría suficiente para todos.

Con frecuencia oigo a algunos amigos que me dicen que a ellos no les gusta la Navidad, que la Navidad les pone tristes. Y, mirada la cosa con ojos humanos, lo entiendo un poco. La Navidad es el tiempo de la ternura y la familia y, desgraciadamente, todos los que tenemos una cierta edad, vemos cómo en estos días sube a los recuerdos la imagen de los seres queridos que se fueron. Uno recuerda las navidades que pasó con sus padres, con sus hermanos, con los que se fueron, y parece que dolieran más esos huecos que hay en la mesa familiar.

Sin embargo, creo que mirando la Navidad con ojos cristianos son infinitamente más las razones para la alegría que esos rastros de tristeza que se nos meten por las rendijas del corazón. Por de pronto en Navidad descubrimos más que en otras épocas del año que Dios nos ama.

La verdad es que para descubrir ese amor de Dios hacia nosotros en cualquier fecha del año basta con tener los ojos limpios y el corazón abierto. Pero también es verdad que en Navidad el amor de Dios se vuelve tan apabullante que haría falta muchísima ceguera para no descubrirlo. Y es que en Navidad Dios deja la inmensidad de su gloria y se hace bebé para estar cerca de nosotros.

Se ha dicho que los hombres podemos admirar y adorar las cosas grandes, pero que amarlas, lo que se dice amarlas, sólo podemos amar aquello que podemos abrazar. Por eso al Dios de los cielos podemos adorarle, al pequeño Dios de Belén nos es fácil amarle, porque nos muestra lo mejor que Dios tiene, su pequeñez, su capacidad de hacerse pequeño por amor a los pequeños.

Y éste sí que es un motivo de alegría: un Dios hermano nuestro, un Dios digerible, un Dios vuelto calderilla, un hermoso tipo de Dios que los hombres nunca hubiéramos podido imaginar si Él mismo no nos lo hubiera revelado y descubierto. Y si en Navidad descubrimos que Dios nos ama y que podemos amarle, podemos también descubrir cómo podemos amarnos los unos a los otros.

Lo mejor de la Navidad es que en esos días todos nos volvemos un poco niños y, consiguientemente, se nos limpian a todos los ojos. Durante el resto del año todos miramos con los ojos cubiertos por las telarañas del egoísmo. Nuestros prójimos se vuelven nuestros competidores. Y vemos en ellos, no al hermano, sino al enemigo potencial o real.

Pero ¿quién es capaz de odiar en Navidad? Habría que tener muy corrompido el corazón para hacerlo. La Navidad nos achica, nos quita nuestras falsas importancias y, por lo mismo, nos acerca a los demás. ¿Y qué mayor alegría que redescubrir juntos la fraternidad?

Por eso, amigos míos, déjenme que les pida que en estos días no se refugien ustedes en la nostalgia. No miren hacia atrás. Contemplen el presente. Descubran que a su lado hay gente que les ama y que necesita su amor. Si lo hacen, el amor de Dios no será inútil. Y también en sus corazones será Navidad.

JOSEPH RATZINGER: EL BUEY Y EL ASNO JUNTO AL PESEBRE

En Navidad nos deseamos de corazón que este tiempo festivo, en medio de todo el ajetreo actual, nos otorgue un poco de reflexión y alegría, contacto con la bondad de nuestro Dios y, de ese modo, ánimos renovados para seguir adelante. Al empezar esta pequeña reflexión sobre lo que esta fiesta puede decirnos hoy, tal vez resulte útil una breve mirada al origen de la celebración de la Navidad.

El año litúrgico de la Iglesia se ha desarrollado ante todo, no desde la consideración del nacimiento de Cristo, sino desde la fe en su resurrección. Por tanto, la fiesta originaria de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua. Pues de hecho, sólo la resurrección ha fundamentado la fe cristiana y ha hecho existir a la Iglesia. Por eso, ya Ignacio de Antioquia 8muerto como muy tarde el 117 d.C) llama a los cristianos aquellos que "ya no guardan el sábado, sino que viven según el día del señor": ser cristiano significa vivir pascualmente, desde la resurrección, que se conmemora en la semanal celebración del domingo. Seguramente el primero en afirmar que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario a Daniel, escrito más o menos en el año 204 d.C.;el antiguo exegeta de Basilea Bo Reicke remitía además al calendario de fiestas, según el cual en el evangelio de Lucas los relatos del nacimiento del Bautista y del nacimiento de Jesús están referidos uno al otro. De esto se seguiría que ya Lucas en su evangelio presupone el 25 de diciembre como día del nacimiento de Jesús. En este día se conmemoraba por aquel entonces la fiesta de la dedicación del Templo introducida en el año 164 a.C por Judas Macabeo; de ese modo la fecha del nacimiento de Jesús simbolizaría al mismo tiempo que con él, apareció la luz de Dios en la noche invernal, tenía lugar la verdadera dedicación del templo: la llegada de Dios en medio de esta tierra.

Sea como fuere, la fiesta de Navidad no adquirió en la cristiandad una forma clara hasta el siglo IV, cuando desplazó la festividad romana del dios solar invicto y enseñó a entender el nacimiento de Cristo como la victoria de la verdadera luz; sin embargo, por las anotaciones de Bo Reicke ha quedado patente que, en esta refundición de una fiesta pagana en una solemne festividad cristiana, se asumió una ya antigua tradición judeo cristiana.

El especial calor de la fiesta de Navidad nos afecta tanto, que en corazón de la cristiandad ha sobrepujado con mucho a la pascua. Pues bien, en realidad ese calor se desarrolló por vez primera en la Edad Media, y fue Francisco de Asís quien, con su profundo amor al hombre Jesús, al Dios con nosotros, ayudó a materializar esta novedad. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, cuenta en la segunda descripción que hace de su vida lo siguiente." Más que ninguna otra fiesta celebraba la navidad con una alegría indescriptible. Decía que esta era la fiesta de las fiestas, pues en este día Dios se hizo niño pequeño, y mamó leche como todos los niños. Francisco abrazaba -¡con tanta ternura y devoción!- las imágenes que representaban al niño Jesús, y balbuceaba lleno de piedad, como los niños, palabras tiernas. El nombre de Jesús era en sus labios dulce como la miel.

De tales sentimientos surgió, pues, la famosa fiesta de Navidad de Greccio, a la que podría haberle animado su visita a Tierra Santa y al pesebre de Santa María la Mayor en Roma; lo que le movía era el anhelo de cercanía, de realidad; era el deseo de vivir en Belén de forma totalmente presencial, de experimentar inmediatamente la alegría del nacimiento del niño Jesús y de compartirla con todos sus amigos.

De esta noche junto al pesebre habla Celano, en la primera biografía, de un manera que continuamente ha conmovido a los hombres y, al mismo tiempo, ha contribuido decisivamente a que pudiera desarrollarse la más bella tradición navideña: el pesebre. Por eso podemos decir con razón que la noche de Greccio regaló a la cristiandad la fiesta de Navidad de forma totalmente nueva, de manera que su propio mensaje, su especial calor y humanidad, la humanidad de nuestro Dios, se comunicó a las almas y dio a la fe una nueva dimensión. La festividad de la resurrección había centrado la mirada en el poder de Dios, que supera la muerte y nos enseña a esperar en el mundo venidero. Pero ahora se hacía visible el indefenso amor de Dios, su humildad y bondad, que se nos ofrece en medio de este mundo y con ello nos quiere enseñar un género nuevo de vida y de amor.

Quizá sea útil detenernos aquí un momento y preguntar:¿Dónde se encuentra exactamente ese lugar, Greccio, de que modo ha llegado ha tener para la historia de la fe un significado totalmente propio? Es una pequeña localidad situada en el valle Rieti, en Umbría, no muy lejos de Roma en dirección nordeste. Lagos y montañas dan a la comarca su encanto especial y su belleza callada, que todavía hoy nos sigue conmoviendo, especialmente porque apenas se ha visto afectada por la agitación del turismo. El convento de Greccio, situado a 638 metros de altitud, ha conservado algo de la simplicidad de los orígenes; ha permanecido sencillo, como la pequeña aldea que está a sus pies; el bosque lo circunda como en tiempos del Poverello e invita a la estancia contemplativa. Celano dice que Francisco amaba especialmente a los habitantes de este lugar por su pobreza y simplicidad; venía hasta aquí a menudo a descansar, atraído por una celda de extrema pobreza y soledad en la que podía entregarse sin ser molestado a la contemplación de las cosas celestiales. Pobreza-simplicidad-silencio de los hombres y hablar de la creación: ésas eran, al parecer, las impresiones que para el Santo de Asís se conectaban con este lugar. Por eso pudo convertirse en su Belén e inscribir de nuevo el secreto de Belén en la geografía de las almas.

Pero volvamos a la Navidad de 1223. Las tierras de Greccio habían sido puestas a disposición del pobre de Asís por un noble señor de nombre Juan, del que Celano cuenta que, pese a su alto linaje y su importante posición, "no daba ninguna importancia a la nobleza de la sangre y deseaba más bien alcanzar la del alma". Por eso lo amaba Francisco.

De este Juan dice Celano que aquella noche se le concedió una gracia de una visión milagrosa. Vio yacer inmóvil sobre el comedero a un niño pequeño, que era sacado de su sueño por la cercanía de san Francisco. El autor añade:"Esta visión correspondía en realidad a lo que sucedió, pues de hecho hasta aquella hora el Niño Jesús estaba hundido en el sueño del olvido en muchos corazones. Gracias a su siervo Francisco fue reavivado su recuerdo, en indeleblemente impreso en la memoria".

En esta imagen se describe muy exactamente la nueva dimensión que Francisco con su fe, que impregna alma y corazón, regaló a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de la revelación de Dios, que precisamente se encuentra en el niño Jesús. Precisamente así Dios ha llegado a ser verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros, alguien de quien no nos separa ninguna barrera de sublimidad ni de distancia: en cuanto niño, se ha hecho tan cercano a nosotros, que le decimos sin temor tú, podemos tutearle en la inmediatez del acceso al corazón infantil.

En el niño Jesús se manifiesta de forma suprema la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde fuera, sino ganar desde dentro, transformar desde el interior. Si algo puede vencer la arbitrariedad del hombre, su violencia, su codicia, es el desamparo del niño. Dios lo ha aceptado para vencernos y conducirnos a nosotros mismos.

No olvidemos además, que el título supremos de Jesucristo es el de Hijo - Hijo de Dios-; la dignidad divina se designa con una palabra que muestra a Jesús como niño perpetuo. Su condición de niño se encuentra en una correspondencia sin para con su divinidad, que es la divinidad del Hijo. Así, su condición de niño nos indica cómo podemos llegar a Dios, a la divinización. Desde aquí se han de entender sus palabras: "Si no os cambiáis y os hacéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos" (Mt 18,3).

Quien no ha entendido el misterio de la Navidad no ha entendido lo más determinante de la condición cristiana. Quien no lo ha asumido, no puede entrar en el reino de los cielos: esto es lo que Francisco quería recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos posteriores.

En la cueva de Greccio se encontraban aquella Nochebuena, conforme a la indicación de san Francisco, el buey y el asno. Al noble Juan le había dicho:"Quisiera evocar con todo realismo el recuerdo del niño, tal y como nació en belén, y todas las penalidades que tuvo que soportar en su niñez. Quisiera ver con mis ojos, corporales cómo yació en un pesebre y durmió sobre el heno, entre el buey y el asno".

Desde entonces, el buey y el asno forman parte de toda representación del pesebre. Pero, ¿de donde proceden en realidad? Como es sabido, los relatos navideños del Nuevo Testamento no cuentan nada de ellos. Si tratamos de aclarar esta pregunta, tropezamos con unos hechos importantes para los usos y tradiciones navideños, y también, incluso, para la piedad navideña y pascual de la Iglesia en la liturgia y las costumbres populares.

El buey y el asno no son precisamente productos de la fantasía piadosa; gracias a la fe de la Iglesia en la unidad del Antiguo y el Nuevo Testamento, se han convertido en acompañantes del acontecimiento navideño.. De hecho, en Is 1,3 se dice." Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne".

Los Padres de la Iglesia vieron en esta palabra una profecía referida al Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia constituida a partir de los judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y gentiles, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero en Niño del pesebre les ha abierto los ojos, para que ahora reconozcan la voz de su Dueño, la voz de su Amo.

En las representaciones navideñas medievales sorprende continuamente cómo a ambos animales se les dan rostros casi humanos: cómo, de forma consciente y reverente, se ponen de pie y se inclinan ante el misterio del Niño. Esto era lógico, pues ambos animales eran considerados la cifra profética tras la que se esconde el misterio de la Iglesia -nuestro misterio, el de que, ante el Eterno, somos bueyes y asnos-,bueyes y asnos a los que en la Nochebuena se les abren los ojos, para que en el pesebre reconozcan a su Señor.

Pero,¿lo reconocemos realmente? Cuando ponemos en el pesebre el buey y el asno, debe venirnos a la mente la palabra entera de Isaías, que no sólo es buena nueva -promesa de conocimiento verdadero-, sino también juicio sobre la presente ceguera. El buey y el asno conocen, pero "Israel no conoce, mi pueblo no discierne".

¿Quién es hoy el buey y el asno, quien es "mi pueblo", que no discierne?¿En qué se conoce el buey y el asno, en qué a mi pueblo?¿Por qué, de hecho, sucede que la irracionalidad conoce y la razón está ciega?

Para encontrara una respuesta, debemos regresar una vez más, con los Padres de la Iglesia, a la primera Navidad.¿Quién no conoció?¿Quién conoció?¿Por qué fue así?

Quien no conoció fue Herodes: no solo no entendió nada, cuando le hablaron del niño, sino que sólo quedó cegado todavía más profundamente por su ambición de poder y la manía persecutoria que le acompañaba (Mt 2,3). Quien no conoció fue, "con él, toda Jerusalén". Quienes no conocieron fueron los hombres elegantemente vestidos, la gente refinada (Mt 11,8). Quienes no conocieron fueron los señores instruidos, los expertos bíblicos, los especialistas de la exégesis escriturística, que desde luego conocían perfectamente el pasaje bíblico correcto, pero, pese a todo, no comprendieron nada (Mt 2,6).

Quienes conocieron fueron -comparados con estas personas de renombre-"bueyes y asnos": los pastores, los magos, María y José. ¿Podía ser de otro modo? En el portal, donde está el niño Jesús, no se encuentran a gusto las gentes refinadas, sino el buey y el asno.

Ahora bien,¿qué hay de nosotros? ¿Estamos tan alejados del portal porque somos demasiado refinados y demasiado listos?¿No nos enredamos también en eruditas exégesis bíblicas, en prueba de la inautenticidad u autenticidad del lugar histórico, hasta el punto de que estamos ciegos para el Niño como tal y nos enteramos nada de él? ¿No estamos también demasiado en Jerusalén, en el palacio, encastillados en nosotros mismos, en nuestra arbitrariedad, en nuestro miedo a la persecución, como para poder oír por la noche la voz del ángel, e ir adorar?

De esta manera el rostro del buey y el asno nos miran esta noche y nos hacen una pregunta: Mi pueblo no entiende,¿comprendes tú la voz del señor? Cuando ponemos las familiares figuras en el nacimiento, debiéramos pedir a Dios que dé a nuestro corazón la sencillez que en el niño descubre al Señor -como una vez Francisco en Greccio-. Entonces podría sucedernos también lo que Celano- de forma muy semejante a san Lucas cuando habla sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2,20)- cuenta de quienes participaron en los maitines de Greccio: todos volvieron a casa llenos de alegría.

viernes, 9 de diciembre de 2022

LAS ESTRELLAS EN EL MANTO DE LA VIRGEN DE GUADALUPE

¿Qué hay en el Manto de la Virgen de Guadalupe?

De acuerdo con el doctor Juan Homero Hernández Illescas se comprueba, con admirable exactitud, que en el manto de la Virgen de Guadalupe está reproducido el cielo del momento de la aparición: la mañana del solsticio de invierno de 1531.
En el manto están representadas las estrellas más brillantes de las principales constelaciones visibles desde el Valle del Anáhuac aquella madrugada del 12 de diciembre de 1531. Allí están las constelaciones completas. Las estrellas se encuentran agrupadas como en la realidad. Deslumbrantes testimonian la grandeza del milagro. (Haciendo doble clik sobre la imagen verás más claramente lo que se describe a continuación)
LAS CONSTELACIONES DEL MANTO
A) Lado izquierdo de la Virgen


En el lado izquierdo del manto de la Virgen (a nuestra derecha porque la vemos de frente) se encuentran “comprimidas” las constelaciones del sur:
Cuatro estrellas que forman parte de la constelación de Ofiuco (Ophiucus). Abajo se observa Libra y a la derecha, la que parece una punta de flecha corresponde al inicio de Escorpión (Scorpius).
Intermedias con la porción inferior, se pueden señalar dos de la constelación de Lobo (Lupus) y el extremo de Hidra (Hydra).
Hacia abajo se evidencia la Cruz del Sur (Crux) sin ninguna duda, y a su izquierda aparece el cuadrado ligeramente inclinado de la constelación de Centauro (Centaurus).
En la parte inferior, solitaria, resplandece Sirio.

B) Lado Derecho de la Virgen
En el lado derecho del manto de la Virgen se muestran las constelaciones del norte:
En el hombro, un fragmento de las estrellas de la constelación de Boyero (Bootes), hacia abajo a la Izquierda le sigue la constelación de la Osa Mayor (Ursa Maior) en forma de una sartén. La rodean: a la derecha arriba, la cabellera de Berenice (Coma Berenices), a la derecha abajo, Lebreles (Canes Venatici), a la izquierda Thuban, que es la estrella más brillante de la constelación de Dragón (Draco).
Por debajo de dos estrellas (que todavía forman parte de la Osa Mayor), se percibe otro par de estrellas de la constelación del Cochero (Auriga) y al oeste, hacia abajo, tres estrellas de Tauro (Taurus).
De esta manera, quedan identificadas en su totalidad y en su sitio, un poco comprimidas, las 46 estrellas más brillantes que rodean el horizonte del Valle de México.

Conclusión
La extraordinaria distribución de las estrellas en el manto de la Virgen no puede ser producto del azar. Pues ninguna distribución al azar puede representar con exactitud y en su totalidad las constelaciones de estrellas de un momento determinado.

De hecho, un estudio iconográfico de 150 pinturas de la Virgen de Guadalupe de los siglos XVII y XVIII, realizado por el Dr. Hernández , no encontró ni una sola copia en la cual se pudieran reconocer las constelaciones presentes en la tilma de Juan Diego.

En opinión del Dr. Juan Homero Hernández Illescas, la Virgen de Guadalupe aparece completa en el firmamento para ofrecer, con su manto celestial, protección a todo el mundo.

(Con información tomada del libro: La Virgen de Guadalupe y Las Estrellas, Dr. Juan Homero Hernández Illescas, Pbro. Mario Rojas, Mons. Enrique Salazar, Centro de Estudios Guadalupanos.)

SAN JUAN DIEGO


Un Modelo de Humildad

"Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido." (Mt 11, 25-26)

En abril de 1990 Juan Diego fué beatificado por el papa Juan Pablo II en el Vaticano. Al siguiente mes, en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la ciudad de México, durante su segunda visita al Santuario, Su Santidad presidió la solemne ceremonia de beatificación. En Julio 2002 fue canonizado en una ceremonia presidida por Juan Pablo II, realizada en la Basilica de Guadalupe.


Quién era este Juan Diego?

La mayoría de los estudiosos concuerdan que Juan Diego nació en 1474 en el calpulli de Tlayacac en Cuauhtitlán, el que fué establecido en 1168 por la tribu nahua y posteriormente conquistado por el jefe Azteca Axayacatl en 1467; y estaba localizado 20 kilómetros al norte de Tenochnitlán (ciudad de México). Su nombre de nacimiento fue Cuauhtlatoatzin, que podría ser traducido como "el que habla como águila" o "águila que habla".

El Nican Mopohua lo describe como un "macehualli", o "pobre indio", es decir uno que no pertenecía a ninguna de las categorías sociales del Imperio, como funcionarios, sacerdotes, guerreros, mercaderes, etc., es decir que pertenecía a la mas numerosa y baja clase del Imperio Azteca, pero no a la clase de los esclavos. Hablándole a Nuestra Señora él se describe como "un hombrecillo" o un don nadie, y atribuye a ésto su falta de credibilidad ante el Obispo.

El trabajaba duramente la tierra y fabricaba matas las que luego vendía. Era dueño de su pedazo de tierra y tenía una pequeña vivienda en ella. Estaba casado pero no tenía hijos.

En los años 1524 o 1525 se produce su conversión al cristianismo y fue bautizado, así como su esposa, recibiendo el nombre cristiano de Juan Diego y su esposa el nombre de María Lucía. Fueron bautizados por un fraile Franciscano, el padre Peter da Gand, uno de los primeros misionarios franciscanos en arrivar a Mexico.

De acuerdo a la primera investigación formal realizada por la Iglesia sobre los sucesos, las Informaciones Guadalupanas de 1666, Juan Diego parece haber sido un hombre muy devoto y religioso, aún antes de su conversión. Era muy reservado y de un místico carácter, afecto a largos silencios y frecuentes penitencias, y que solía caminar desde su poblado hasta Tenochtitlán, a 20 kilómetros de distancia, para recibir instrucción religiosa.

Su esposa María Lucía enferma y luego fallece en 1529. Juan Diego entonces se translada a vivir con su tío Juan Bernardino en Tolpetlac, que le quedaba mas cerca de la iglesia en Tlatilolco - Tenochtitlán, solo 14 kilómetros.


Un macehualli


El caminaba cada sábado y domingo a la iglesia, partiendo a la mañana muy temprano, antes que amaneciera, para llegar a tiempo a la Santa Misa y a las clases de instrucción religiosa. Caminaba descalzo, como la gente de su clase macehualli, ya que solo los miembros de las clases superiores de los aztecas usaban cactlis, o sandalias, confeccionadas con fibras vegetales o de pieles. En esas frías madrugadas usaba para protegerse del frío una manta, tilma o ayate, tejida con fibras del maguey, el cactus típico de la región. El algodón era solo usado por los aztecas mas privilegiados.
Durante una de sus caminatas camino a Tenochtitlán, caminatas que solían tomar unas tres horas y medias a través de montañas y poblados, ocurre la primera aparición de Nuestra Señora, en el lugar ahora conocido como "Capilla del Cerrito", donde la Santísima Virgen le habló en su idioma, el náhuatl. Ella se refirió a él con grandísimo cariño, llamándolo "Juanito, Juan Dieguito", "el mas pequeño de mis hijos", "hijito mío".

Juan Diego tenía 57 años en el momento de las apariciones, ciertamente una edad avanzada en un lugar y época donde la expectativa de vida masculina apenas sobrepasaba los 40 años.
Luego del milagro de Guadalupe Juan Diego fue a vivir a un pequeño cuarto pegado a la capilla que alojaba la santa imagen, luego de dejar todas sus pertenencias a su tío Juan Bernardino, pasando el resto de su vida completamente dedicado a la difusión del relato de las apariciones entre la gente de su pueblo. Juan Diego muere el 30 de mayo de 1548, a la edad de 74 años.

Juan Diego amaba de sobremanera la Sagrada Eucaristía, y por permiso especial del Obispo recibía la Comunión tres veces por semana, algo completamente inusual en aquellos tiempos.
Su Santidad Juan Pablo II alabó en Juan Diego su simple fé enriquecida por la catequesis y lo definió (a aquél que le dijo a la Santísima Virgen: "soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda..") como un modelo de humildad para todos nosotros.