domingo, 29 de diciembre de 2013

PBRO. DR. MIGUEL BARRIOLA; HILVANES SOBRE MATRIMONIO Y FAMILIA EN LA SAGRADA ESCRITURA


Con frecuencia, durante los encuentros de jóvenes parejas, que se preparan para el matrimonio, surge la preocupación sobre algún texto, "tratado" o narración bíblicos claros e indudables acerca del proyecto divino o la enseñanza final de Jesucristo respecto al amor entre el hombre y la mujer, el consecuente núcleo familiar, sus características o leyes según el plan de Dios.


Por de pronto se ha de tener en cuenta que la Biblia no es un tratado acabado, a la manera de un curso filosófico, teológico o doctrinal. La Palabra de Dios es vida, diálogo del Creador con el hombre, de su Hijo Jesús con sus fieles en la Iglesia. Algo parecido a lo que sucede en la realidad común y corriente accesible a la experiencia y observación de cada uno de nosotros.

Sólo que, en un segundo momento de reflexión, científicos, sabios y filósofos han ido organizando y ordenando las observaciones del sentido común en construcciones sistemáticas, especializando las observaciones, buscando causas y efectos, relaciones de unas realidades con otras.

Este mismo trabajo de estructuración, en un paso posterior, es el que análogamente han ido realizando los "teólogos" respecto a la vida plena que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo han querido comunicarnos y compartir con nosotros.

Así, por ejemplo, Jesús nos mandó comer su cuerpo y su sangre en la Eucaristía, dándonos su vida divino – humana, pero nada aclaró sobre el modo en que estaba presente en el pan y el vino transformados por su palabra y el poder divino otorgado a los apóstoles y sus sucesores. Todo el esfuerzo de profundización en éste y otros sublimes misterios le iría tocando a la Iglesia, a sus fieles creyentes, pastores y pensadores a lo largo de siglos y siglos, guiados por la luz infalible del Espíritu Santo, prometido a todos por el mismo Jesús, pero en especial a los dirigentes del pueblo de Dios, para que nos condujera hacia "toda la verdad" (Jn. 16, 13), sin riesgos de que fuera manipulada por cualquier interpretación errónea.

También hay que tener en cuenta, que el Señor, nuestro Dios, se nos ha ido manifestando gradualmente, de modo pedagógico, sin atragantar de entrada a su pueblo con revelaciones para las que todavía no estaba preparado. De modo que se puede observar un camino, lento, penoso a veces, para ir puliendo la rudeza de un pueblo primitivo y cabeza dura (de "dura cerviz"). El supremo maestro iba acomodando sus enseñanzas y exigencias al nivel demasiado rudimentario en el que se encontraba el pueblo hebreo. Ya lo hizo notar el mismo Moisés a todos los israelitas: "El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el más numeroso de todos los pueblos. Al contrario, tú eres el más insignificante de todos" (Deut 7, 7 – 8).

Dios, pedagogo insigne, se comporta con sus elegidos de modo parecido al que usamos nosotros con los niños: primero les brindamos leche y no un asado. En jardinera les enseñamos a hacer palotes antes que hablarles de la fusión del átomo.
Ya en el texto que hemos citado, se puede vislumbrar la preeminencia total del "enamoramiento", del "amor" de Dios. Pero no entendido al modo romántico de las telenovelas, donde el deslumbramiento de la belleza física es lo primordial o se entablan y desechan relaciones "según me dé la gana" , mientras uno se "sienta" gratificado.

Al contrario, Dios no cae rendido ante la belleza y pujanza de Israel, porque es éste la última de las naciones. El Señor pone amor, allí donde no lo hay, educa, desciende de su grandeza y va elevando gradualmente, con tesón y a pesar de traiciones repetidas por parte de sus escogidos.

Notemos que, por más que haya un larguísimo procedimiento de siglos, con idas y venidas, aciertos y fracasos, fundamentalmente no será distinta la expresión suprema y definitiva de amor, que encontraremos en Jesús, el último de los emisarios divinos, puesto que es el mismo Hijo de Dios hecho hombre. De él dice S. Pablo que "amó a la Iglesia y se entregó por ella" (Ef. 5, 25), pero no porque su esposa (que somos todos los creyentes) estuviera adornada de sublimes virtudes y atractivos, sino, "para purificarla" (como sigue enseñando S. Pablo). Es decir, que su novia, la Iglesia, se encontraba en un estado para nada acorde a un amor noble y elevado.

Tampoco Jesús sucumbe ante la hermosura de su elegida, deformada por el pecado, sino que la transfigura, muriendo por ella y "purificándola con el agua (del bautismo) y su palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada" (ibid. , vv. 26 – 27).

En el fondo, pues, tanto Dios, al elegir a Israel, como su Hijo al extender el llamado a toda la humanidad en su Iglesia, son "creadores" y "fuentes" de amor. Ante todo "dan", "regalan" y esto, aunque reciban ingratitud como respuesta.

Pero, podría objetar alguno, nosotros, hombres y mujeres creados, no somos Dios. Nos "enamoramos", nos atrae la belleza, nos repele la fealdad. Nos dejamos llevar por simpatías y antipatías, juramos amor eterno y nos cansamos de ser fieles ante el menor defecto, la primera discusión o desinteligencia.

Pese a ello, no le tembló la voz a Jesús, cuando recomendó que fuéramos "perfectos como lo es el Padre de los cielos " (Mt 5, 48).

Con ello nos estaba mostrando, no "la lotería", o una "ganga", sino un camino, estrecho pero enaltecedor, para que fuéramos creciendo en nuestro amor, puliéndolo de escorias, a imitación de la caridad sin límites de Dios, manifestada en la cruz de su Hijo por todos los hombres sin excepción.

Ahora bien, el matrimonio es el "sacramento grande" ( Ef 5, 32), el signo por excelencia de este sublime amor divino, que no se nutre sólo de emociones a flor de piel, de bellezas esculturales, que no duran más de 20 años; ni del último champú o cosmético.

Con lo anterior no se desprecia la estética del mundo ni la del hombre o la mujer. Sólo se la coloca en su lugar, importante, pero no supremo ni definitorio. Así, Dios mismo se felicitaba de los seres que iba creando, viendo que eran buenos (Gen 1, 9, 12, etc.). 

Y en relación con nuestro tema concreto, después de presentar la mujer al primer hombre, éste entonó el primer "Cantar de los cantares", en un rapto de éxtasis maravillado: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará hembra, porque ha sido sacada del hombre" (ibid. , 2, 23).

Sólo que toda esta hermosura resultó desquiciada, justamente por un "amor " mal entendido, al dejarse seducir tanto el hombre como la mujer, por meras apariencias de placer, agradables a los ojos, pero alejadas de Dios.


AMOR HUMANO Y FAMILIA SEGÚN DIOS Y SU HIJO JESUCRISTO


La Biblia es la historia de la tesonera recomposición del amor, que fue desbaratado por el capricho humano. Dios nos muestra en ella que no se cansa en indicarnos la recta senda de todo amor sensato, fructuoso y preludio de la comunión afectuosa que nunca acabará.

En lo que toca al matrimonio y la familia van apareciendo destellos de cariño genuino, si bien, igualmente, rodeados de grandes imperfecciones, que vistas a la luz de la delicadeza lograda al final, hacen resplandecer más todavía el poder divino que, de aquella rudeza ha sabido ir extrayendo ideales y realizaciones luminosas de amor entregado, creador y similar, dentro de lo posible, a la misma entrega primigenia, que mana de la intimidad de Dios.

La Palabra de Dios presenta a sus grandes confidentes, Abraham, Isaac, los patriarcas, reyes, profetas, sabios y otros personajes ilustres, sumergidos sin conciencia de transgresión en la poligamia.

Sin embargo, la misma Sgda. Escritura nos va enseñando práctica y tácitamente las injusticias y consecuencias indeseadas, que se encierran en ese sistema primitivo. Por ejemplo, los desprecios de la mujer fecunda respecto a la concubina estéril (Gen 21, 9 ss.; I Sam 1, 1 – 8), los celos de ésta en relación con la otra u otras.

Con todo, asistimos igualmente a gestos de amor verdaderamente delicados y sublimes, como la respuesta de Elcaná a su mujer, entristecida porque no tenía hijos: " ¿Por qué lloras y no quieres comer? ¿Por qué estás triste? ¿No valgo yo para ti más que diez hijos?" (ibid. , 1, 8).

Tal cúmulo de imperfección fue tolerado por Dios, con el objeto de ir preparando a su pueblo y por medio de él al mundo entero, para que fuera aprendiendo a afinar los impulsos del amor, educándolo, a fin de que pudiera ir gustando una de las cualidades principales de todo genuino cariño: la fidelidad.

Cuando Israel coqueteaba, ofreciendo sacrificios y culto a otros dioses que aparecían como más atractivos y útiles (presentados falsamente como señores de las lluvias, protectores de la fertilidad, etc.), el pueblo era comparado con una mujer adúltera (Oseas entero; Ez. 16). Dios reaccionaba enviando a sus emisarios, quienes urgían el recuerdo de que la alianza amorosa con Dios no era un juego. El tenía derecho a la exclusividad. Un amor desparramado entre ídolos engañosos lejos de ser beneficioso se volvía dañino, dividía el corazón, hacía inconstante a un pueblo que necesitaba estar siempre unido en pos del único Dios que lo había separado de todos aquellos desvíos.

Una exigencia similar pidió Dios desde el principio al amor entre el hombre y la mujer, destinado a ser signo de la bondad leal y perpetua del Señor para con su pueblo y la tierra toda. Repetimos que tal plan muy elevado, pero cargado de buenos frutos, fue el que propuso Dios al hombre y a la mujer desde el comienzo: que formaran una unidad tal que se puede hablar de "una sola carne" (Gen 2, 24), sin consentir en aventuras tentadoras, pero a la vez disolutorias del vigor de todo verdadero amor.

Como adelantamos, el pecado vino a enturbiar este altísimo ideal, por eso el propio Jesús, comprendiendo estas etapas imperfectas y preparatorias en la escuela del amor, pero aportando simultáneamente el remedio a tal epidemia, aclaró: "Si Moisés les dio esta prescripción (relativa al permiso de divorcio), fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido" (Mc 10, 7 – 9).

Jesús, en efecto, ha venido a restaurar, a curar lo que Adán y todos sus hijos desbaratamos del plan divino. Por eso es llamado el "último Adán" (I Cor 15, 45; Rom, 5, 12 – 20) el verdadero esposo, el que ama como Dios manda.

También aquí, muchos bien intencionados, arguyen de este modo: "¿No hay también en nuestro tiempo ` dureza de corazón´ ?".

Claro que sí. Pero se ha de observar que también está a la mano la medicina para la misma: el Evangelio, la gracia de Dios plenamente difundida desde el corazón traspasado de Cristo por el Espíritu Santo, los sacramentos, verdaderas vitaminas para la vida cristiana heroica. Allí están a disposición los antídotos para ir convirtiendo el corazón de piedra en corazón de carne.

Igualmente en la actualidad es posible todavía la tuberculosis y la lepra. Pero, si se ha descuidado el recurso a los medicamentos que ya se han descubierto para superarlas, no se puede eximir de negligencia a quienes se dejan contaminar por tales enfermedades.

Es que, una vez más, imitamos más a Adán y Eva prevaricadores, que al sufrido amor de Cristo por su Iglesia. La "civilización" bullanguera de los medios de comunicación potencia lo "agradable a los ojos" y la inmediata satisfacción de los sentidos: "Serán dioses y diosas del Rock"; "reinas de Punta del Este", " magnates de Wall Street", "Cracks de los deportes". "Gozarán de los lujos en Miami Beach" . Pocas veces, si no es nunca se informa sobre el "paraíso perdido" que significa una separación violenta, los hijos que quedan atrás, las heridas, casi insuperables a puro nivel humano, que se hincan en el alma, después de tales bacanales de placer y "amor libre".

De ahí que sea siempre oportuno tener presente que el auténtico amor conyugal no depende sólo de los sentimientos de quienes están implicados. Ya dice el Evangelio: "Que el hombre no separe lo que Dios ha unido". Tal comunidad es sagrada, Dios mismo ha intervenido para formarla, no se agota únicamente en los sentimientos (tantas veces cambiantes) de los prometidos o contrayentes. Y éstos, si quieren estar a la altura del paso trascendental que van a dar, comprometiéndose ante el altar, se han de preparar, no sólo embadurnándose ante el espejo con gominas y cremas humectantes, sino entrando hasta lo profundo del alma, para acertar si han ido haciendo un camino de superación, confiando ante todo en el auxilio divino, que es obtenido mediante la oración y el cumplimiento convencido del evangelio.

Además la sola razón humana enseña que este amor no puede verse aislado entre dos tortolitos, sino que redunda en la sociedad, en "otros" , especialmente en la prole y sobre todo que proviene de OTRO, Dios, su fuente y maestro insuperable.
La Palabra inspirada por el Espíritu Santo presenta modelos diametralmente opuestos a los amoríos exaltados en "revistas del corazón", literatura y "arte" afines. Son poco atrayentes a quienes buscan el bulto o "llenar el ojo", pero van adelantando ya en este mundo los verdaderos gozos, que no están reñidos con la cruz, único camino hacia la luz, que vigoriza y hace duradera la unión de hombre y mujer, padres e hijos en Dios.

Un sabio proverbio de mera sabiduría popular expresa: "Creo en el amor a primera vista, pero tengo por aconsejable dar un segundo vistazo". Es decir: no dejarse encandilar por primeras impresiones, por despampanantes que sean, recordando que ella no es sólo una "modelo", ni él el "príncipe azul" de un mundo ilusorio, sino que se trata de seres de carne y hueso, adornados de cualidades, a la vez que mechados de defectos, que no suelen manifestarse en encuentros superficiales y románticos.

Y bien, esa mirada de mayor hondura, aconsejada ya por la misma experiencia humana, para el cristiano está agudizada por la visión que el Padre ofrece en Cristo, su Hijo, que ha querido descubrirnos los lazos de subidísimo amor existentes desde toda la eternidad entre EL y su Padre en el Espíritu Santo.

La Iglesia ha de ser reflejo de esa vida intratrinitaria, pero en ella, la familia ha sido muy bien definida como "ecclesia domestica".

Ahora bien, los Evangelios indican cual dechado incomparable para toda existencia hogareña cristiana a la Sgda. Familia de Nazaret.

No es imitable al pie de la letra en todos sus pormenores, pero sí en el profundo mensaje que a todos nos deja.

Así, José no es padre carnal del hijo de María. Pero es no menos "la sombra del Padre", haciéndose a un lado, para que se cumpla el meollo esencial de la profecía de Natán a David. El antiguo oráculo (II Sam 7, 4 ss.) había vaticinado que un hijo salido de las entrañas del rey y sus sucesores, ocuparía siempre el trono de Jerusalén. Pero lo principal del anuncio era: "Yo seré un padre para él y él será un hijo para mí".

Con su heroico hacerse a un lado, José permite que Dios mismo sea el Padre verdadero del que ha sido engendrado en el seno de su prometida, de modo sobrenatural, por el Espíritu Santo.

De aquí podemos aprender que, si, en una familia no se halla presente el amor de Dios por encima de todas las cosas, aunque abunde el bienestar, correrá serios peligros de naufragar.

José renuncia a sus derechos naturales de esposo legítimo y a los sobrenaturales de heredero de una parte de la promesa hecha a su antepasado David. No por eso deja de realizarse como persona, ya que nadie puede soñar un mejor destino para sí mismo, que cumplir los proyectos que Dios tiene para él. José será tenido como un "pobre gil", para la mentalidad canchera y farandulesca, pero, al someterse enteramente a los planes salvadores de Dios, está proyectando para todos los siglos venideros el cuidado premuroso de la familia de Dios en ciernes en aquel nenito y su frágil esposa.

Incorporar el sacrificio, el servicio desinteresado a la miseria humana, propia y ajena (del cónyuge, de los hijos), para poder ejercer después la redención de la comprensión y el perdón, del diálogo iluminador, son los valores que se han ido perdiendo en las concepciones más corrientes y deformadoras, que han manoseado al amor, vistiendo lujosamente al vicio y acallando arteramente sus consecuencias nefastas, sin lograr otra cosa que vistosos engañabobos.

Es urgente volver a la fuente bíblica, donde no encontraremos un "manual del conductor" o la receta justa para los conflictos caseros, pero sí el espíritu del gran amor de Dios, que es "paciente", según el famoso himno paulino (I Cor 13, 4) y en modo alguno es exaltado como "lindo", "pasional", o "turbulento".

Así, José se queda perplejo ante la gravidez prematura e inesperada de su prometida, que no tiene origen en él mismo. Pero no se desata en alharacas ni escenas. Piensa abandonarla en secreto, lo menos hiriente dentro de lo que él puede ver en la antigua ley.

De igual modo, ni María ni José comprenden de inmediato el "desplante" de Jesús adolescente, que se les escabulle en el templo de Jerusalén. Pero María (y se supone que también José, "el justo"), conservaba y reflexionaba sobre todo ello en su corazón, sin dar cauce a los desahogos de su amor propio herido.

La tarea es ardua, pero ennoblece a los que se ejercitan en ella. Jamás ha degradado a ninguno y ha sabido transformar las mismas pruebas y nubarrones en semilla de entrega mutua, madura y honda, que al igual que el oro es acrisolado por el fuego.

Si el "Verbo" de Dios, la "palabra" por antonomasia, definitiva y plena, Jesús, Hijo del Padre eterno, eligió para manifestarse e ir preparando la gran familia de Dios, la Iglesia, TREINTA AÑOS DE SILENCIOSA VIDA FAMILIAR Y LABORIOSA, en lugar del bullicio, y el aspaviento, quiere decir que los valores hogareños, tales como Dios los ha ido perfilando en el Antiguo y Nuevo Testamento, no han de ser despreciados con tanta ligereza como, por desgracia, se estila hacer hoy en día.

Toda la Biblia, en lo referente a Dios y el hombre, comienza con la realidad esponsal y familiar de Adán y Eva, bendecidos por el Creador en su amor y el fruto de sus entrañas y termina con "el Espíritu y la esposa que dicen: `¡Ven!´" (Apoc 22, 17).

No deja de ser, pues, significativo, que justamente la familia se haya convertido en el blanco, al que apuntan con saña todos los poderes opresores de la actualidad.
Como fieles y sufridos cultores del amor profundo y verdaderamente plenificador, sigamos clamando con la esposa: "¡Ven!", aleja de nosotros las fáciles seducciones que desde los orígenes desviaron al primer amor humano. Haz que comprendamos que el amor abnegado, silencioso y fiel en el seno de la familia es difícil pero vale la pena.

jueves, 26 de diciembre de 2013

MEDJUGORJE : 25 DE DICIEMBRE 2013


Mensaje del 25 de diciembre de 2013 en Medjugorje, Bosnia-Herzegovina


Medjugorje-Gospa“¡Queridos hijos! Les traigo al Rey de la Paz, para que Él les dé su paz. Ustedes, hijitos, oren, oren, oren. El fruto de la oración se podrá ver en los rostros de las personas que se han decidido por Dios y su Reino. Yo, con mi Hijo Jesús, los bendigo a todos con la bendición de la paz. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!”


martes, 10 de diciembre de 2013

DIÁCONO JORGE NOVOA: LA OVEJA PERDIDA (Lc 15,1-7)

Jesús ha enseñado una lógica divina, que nos sorprende continuamente, Él busca con un amor particular a cada uno, incluso deja "las noventa y nueve que están en el redil, para ir a buscar a la que está perdida". Él busca a los que están alejados o perdidos... Te busca a tí, déjalo que te cargue sobre sus hombros..

domingo, 8 de diciembre de 2013

BENEDICTO XVI: LA ORACIÓN DE JESÚS

 Hoy  comenzamos a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que irriga la existencia, las relaciones, los gestos y que lo guía, con progresiva firmeza, al don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre. Él es el maestro también de nuestra oración, incluso Él es el apoyo activo y fraternal de nuestro dirigirnos al Padre.

Verdaderamente, como resume un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia: “la oración se revela y actúa plenamente en Jesús” (541-547). A Él nos vamos a referir en las próximas catequesis. Un momento particularmente significativo de su camino es la oración que sigue al Bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas dice que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo por mano de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada.

Escribe: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 21-22). Es este “mientras estaba orando”, en diálogo con el Padre, lo que ilumina la acción que ha realizado junto a tantos otros de su pueblo que habían llegado a la orilla del Jordán. Rezar le da a su gesto, el Bautismo, un trato exclusivo y personal. El Bautista había hecho un fuerte llamamiento a vivir plenamente como “hijos de Abraham”, convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de este cambio (cfr Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se movió, como recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados” (Mc 1,5). El Bautista aportaba algo realmente nuevo: someterse al Bautismo debía marcar un cambio determinante, dejar una conducta ligada al pecado e iniciar una vida nueva.

También Jesús acepta esta invitación, entra en la gris multitud de los pecadores que esperan en la orilla del Jordán. También a nosotros, como a los primeros cristianos, nos surge esta pregunta: ¿por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no había pecado, no tenía necesidad de convertirse. Entonces ¿por qué realizar este gesto? El Evangelista Mateo describe el estupor del Bautista que afirma: “Juan se resistía, diciéndole: 'Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!'” (Mt 3,14) y la respuesta de Jesús: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo” (v.15). El sentido de la palabra “justicia” en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios.

Jesús muestra su cercanía a la parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, reconoce como insuficiente el considerarse sencillamente hijos de Abraham, sino que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en Abraham.

Entrando entonces en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su solidaridad con los que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambian de vida; hace comprensible que formar parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una óptica de novedad de vida, de vida según Dios. En este gesto, Jesús anticipa la cruz, da comienzo a su actividad tomando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de la humanidad entera, cumpliendo la voluntad del Padre.

Recogiéndose en oración, Jesús muestra el íntimo vínculo con el Padre que está en los Cielos, experimenta su paternidad, asume la belleza exigente de su amor, y en el coloquio con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan en el Cielo (cfr Lc 3,22), hay un anticipo del misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina le define como: “Mi Hijo, el amado”, recordando a Isaac, el amadísimo hijo que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según la orden de Dios (cfr Gen 22,1-14). Jesús no es solo el Hijo de David, descendiente mesiánico real, o el Siervo en el que Dios se complace, sino que es el Hijo unigénito, el amado, igual que Isaac, que Dios Padre entrega para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la Paternidad de Dios (cfr Lc 3,22b), desciende el Espíritu Santo (cfr Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que Él difundirá después de haber sido levantado en la cruz (cfr Jn 1,32-34; 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un ininterrumpido contacto con el Padre para realizar hasta el final el proyecto de amor para los hombres. Sobre el trasfondo de esta extraordinaria oración, está la entera existencia de Jesús vivida en una familia profundamente ligada con la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo demuestran las referencias que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cfr Lc 2,21) y la presentación en el templo (cfr Lc 2,22-24), así como la educación y la formación en Nazareth, en la Santa Casa (cfr Lc 2,39-40 y 2,51-52). Se trata de “casi treinta años” (Lc 3, 23), un largo tiempo de vida escondida, aunque con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cfr Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús que, a los doce años de edad, va al templo y se sienta a enseñar a los maestros (cfr Lc 2,42-52), el evangelista Lucas deja entrever que Jesús, quien reza después del bautismo del Jordán, tiene una larga costumbre de oración íntima con Dios Padre, radicada en las tradiciones, en el estilo de vida de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La repuesta del niño de doce años a José y a María indica ya esta filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).

Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación contante, habitual con el Padre; y, en esta unión íntima con Él, da el paso de su vida escondida de Nazaret a su ministerio público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene, seguramente, de su forma de rezar adquirida en familia, pero que tiene su origen profundo y esencial en el hecho de ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica --respondiendo a la pregunta: ¿de quién aprendió Jesús a rezar?, dice- “Jesús, según su corazón de hombre, aprendió a rezar de su Madre y de la tradición hebrea. Pero su oración surge de una fuente más secreta, ya que es el Hijo eterno de Dios que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta” (541).

En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se colocan siempre en la encrucijada entre la inserción en la tradición de su pueblo, y la novedad de una relación personal y única con Dios. “El lugar desierto” (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) al que a menudo se retira, “el monte” donde sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), “la noche” que le permite la soledad (cfr Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12), recuerdan momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando así la continuidad de su proyecto salvífico. Al mismo tiempo, marcan momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente acepta este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre. También en nuestra oración debemos aprender, cada vez más, a entrar en la historia de salvación donde Jesús es el culmen, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros. La oración de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la bloquean.

Los Evangelios, incluso, dejan traslucir, una costumbre de Jesús de pasar en oración parte de la noche. El evangelista Marcos relata una de estas noches, después de la pesada jornada de la multiplicación de los panes, y escribe: “En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra” (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas destaca la duración de la oración preparatoria de Jesús: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles” (Lc 6,12-13).

Observando la oración de Jesús, deben surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué tiempo dedicamos a la relación con Dios? ¿Es suficiente la educación y formación a la oración actualmente? ¿Quién nos puede enseñar?

En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de las Sagradas Escrituras. Recogiendo todos los aspectos que surgieron en la Asamblea del Sínodo de los Obispos, destaqué particularmente la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla, es un arte que se aprende practicándolo con constancia.

Ciertamente, la oración es un don que exige, sin embargo, el ser acogido; es una obra de Dios, pero que exige compromiso y continuidad por nuestra parte, sobre todo la continuidad y la constancia son importantes. Justo la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se profundiza en un prolongado y fiel servicio, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz.

Hoy los cristianos estamos llamados a ser testigos de la oración, porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva el encuentro con Dios. Que en la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podamos abrir las ventanas hacia el Cielo de Dios. Incluso en el recorrido del camino de la oración, sin consideraciones humanas, que podamos ayudar a otros a recorrerlo: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle que podamos comunicar a las personas que están cerca de nosotros, a los que nos encontramos por las calles, la alegría del encuentro con el Señor, luz de nuestra existencia. Gracias.

Fuente: Zenit

viernes, 6 de diciembre de 2013

HANS URS VON BALTHASAR: SEGUNDO DOMINGO DEL ADVIENTO (A)


El que está lleno del Espíritu. Dios viene ahora en una figura terrena, como "el renuevo del tronco de Jesé". Pero su venida es única y definitiva. Según la primera lectura, tres cosas caracterizan esta venida: en primer lugar la plenitud del Espíritu del Señor que capacita al que viene para las otras dos cosas:para el juicio separador en favor de los pobres y desamparados contra los violentos y los pecadores, y para la instauración de una paz supraterrenal que transforma totalmente la naturaleza y la humanidad. El Espíritu de sabiduría y de conocimiento que llena al que viene, se derrama sobre el mundo, de modo que el mundo queda "lleno de la ciencia del Señor, como las aguas colaman el mar". Lo que el que está lleno del Espíritu es y tiene, lo ejerce juzgando; lo reparte llenando al mundo con su espíritu. En la Biblia conocer a Dios nunca es un conocimiento teórico, sino impregnarse totalmente de la comprensión íntima de lo que Dios es; y este conocimiento es la paz en Dios, la participación en la paz de Dios.

Bautismo con el Espíritu Santo y fuego. El evangelio presenta al precursor en plena actividad. Prepara el camino al que viene, confesando a los pecadores que se convierten y bautizándolos, a la espera del que viene detrás de él y puede más que él. Se preparan para acoger al que viene. No puede uno fiarse simplemente del pasado, de la pertenencia carnal a la descendencia de Abrahan. Las palabras del Bautista:"Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras" son extrañamente proféticas: para los judíos esas piedras son los pueblos paganos; el que está lleno del Espíritu y viene detrás de Juan puede convertirlos en hijos de Dios. Juan se prosterna ante él en una actitud de profunda humildad. Porque, en lugar de con agua, el bautizará con el Espíritu Santo y fuego. Un fuego que es Dios mismo, el fuego del amor divino que viene arrojar sobre la tierra, un fuego que consume todo egoísmo en las almas;el fuego del amor que será al mismo tiempo el fuego del juicio para los que no quieren amar, para los que son paja:" Quemará la paja en una hoguera que no se apaga". Dios es un fuego devorador: quien no quiera arder en su llama de amor, se abrasará eternamente en su fuego. El amor es más que la moral de los fariseos y saduceos.La moral que no se consume y supera en el fuego del Espíritu, no resistirá ante el que tiene el bieldo para aventar su parva.

Acogeos mutuamente. La llama de amor que tare el portador del Espíritu desborda los límites del pueblo de Israel y llega al mundo. Los judíos, elegidos desde antiguo, y los paganos, no elegido pero ahora admitidos a la salvación, formarán en lo sucesivo una unidad en el amor. Pablo exige de ambos en la seguna lectura que se acojan mutuamente como y porque Cristo "nos ha acogido para gloria del Creador, que nos ha creado a todos con vistas a su Hijo. El Hijo realiza las dos cosas: la justicia de la alianza de Dios, pues en u existencia terrena cumple todas las profecías, y la misericordia divina para con todos aquellos que todavía no saben nada de la alianza. El portador del Espíritu que Isaías ve venir, instaurará una paz verdaderamente divina sobre la tierra: Si ls naciones quisieran -como lo espera el profeta-buscar este renuevo del tronco de Jesé, que darían también ellas llenas del Espíritu de la ciencia del eñor, en cuya paz" ya no se hace nada malo"

lunes, 2 de diciembre de 2013

DIÁCONO JORGE NOVOA: SOBRE TI JERUSALÉN AMANECERÁ EL SEÑOR

Este deseo, expresado permanentemente en la Liturgia de las horas, durante el Adviento, alcanza una mayor intensidad, con la situación de violencia y guerra que hay en la región. La humanidad anhela la paz, eleva súplicas incesantes a Dios pidiendo que cesen las guerras, como las llamaba Juan Pablo II :"aventuras sin retorno".

La guerra es consecuencia del alejamiento de  Dios, del lento y progresivo silenciamiento de sus mandamientos. De la actitud soberbia e insensible con que el hombre  se coloca frente a su Creador. El hombre una vez más, intenta construir otra Babel, como aquella Torre famosa,  en la que expresa el deseo de edificar la historia sin Dios. Pronunciando su palabra, envuelta en intereses personales y ambiciones desmedidas, le dice a su Señor "no te serviré". Los caminos que los hombres construyen  buscando la tan anhelada paz, ponen a Dios a la "vera", prescindiendo de Él. 

La Paz no nace de la seguridad de las armas, ni de la destreza de los soldados, tampoco tiene su origen en la estrategia de los peritos. No se la puede decretar en ningún parlamento, aunque sería una magnifica idea interpelarla en las Cámaras, no para censurarla, sino para escucharla. No recibe ayudas del presupuesto, ni entra en los proyectos de los economistas, camina tantas veces por los labios de los informativistas que algunos han comenzado a dudar de su existencia. Se la busca en los lugares que no frecuenta, y tantos la prometen, que de tanto esperarla algunos se desalientan.  Se halla presente en los más importantes discursos como un deseo frustrado, ha sido invocada por algunos tratados que nunca son aplicados. Algunos "poderosos" en el supermercado del mundo la pusieron de oferta, si uno compra una caja le entregan dos.

La Iglesia con los ángeles proclama; "Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres..." Este deseo recorre el universo, pero debe ser acogido en los corazones para habitar en ellos. Jesucristo es la Paz, es el mensajero de la Paz: "Es hermoso ver bajar de la montaña los pies del mensajero de la Paz". Cada región debería anhelar tener las huellas del Señor, que desea en sus apóstoles ir hasta los confines del mundo. Bienvenidos son " los pasos del que trae buenas noticias, que anuncia la paz, que trae la felicidad, que anuncia la salvación"(Is 52,7).

La Paz que viene del Señor, "no la puede dar el mundo", porque tiene su origen en ÉL y es fruto de la relación de amistad con Dios. Ésta exige justicia y misericordia, pero, para aceptar su exigente propuesta hay que tener: valor, fortaleza, mansedumbre y humildad; estas virtudes conducen a la paz y la edifican. Esta Paz (la única) extirpa el temor. En el amor no hay temor hay confianza. El hombre debe "abrir las puertas de su corazón al príncipe de la Paz, Jesucristo", debe confiar en Él, permitiendo que sus huellas queden marcadas en nuestra existencia.

El Resucitado, cuando se aparece a sus discípulos, la invoca como centro de su saludo; "la paz este con ustedes". Ella es un don de Dios. Cuando la muerte se levantaba poderosa e invencibles, Cristo la sentenció diciéndole: "Tu no tienes la última palabra"."¿ Dónde está muerte tu aguijón?. La paz es hija de la Resurrección, sabiamente dispuesta por el Padre en el corazón de la Pascua, es entregada a los apóstoles en el día de Pentecostés.

¿ Acaso la pequeñez de Belén fue un impedimento para que naciera el "Hijo del Altísimo?" Y siendo la más pequeña, no dio a luz al más grande, al príncipe de la Paz. Por todo esto, hoy más que nunca, Jerusalén, sobre ti, amanecerá el Señor. Mira que tu Señor viene montado en un asno, afina el oído de tu corazón. Viene en un frágil niño, dado a luz por su santa Madre en un establo, acógelo con confianza.  

Todos comprendemos la necesidad de construir un mundo en Paz, este deseo de nuestro corazón encuentra la respuesta de Dios en Belén. 
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