Hoy comenzamos a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que irriga la existencia, las relaciones, los gestos y que lo guía, con progresiva firmeza, al don total de sí mismo, según el proyecto de amor de Dios Padre. Él es el maestro también de nuestra oración, incluso Él es el apoyo activo y fraternal de nuestro dirigirnos al Padre.
Verdaderamente, como resume un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia: “la oración se revela y actúa plenamente en Jesús” (541-547). A Él nos vamos a referir en las próximas catequesis. Un momento particularmente significativo de su camino es la oración que sigue al Bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas dice que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo por mano de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada.
Escribe: “Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 21-22). Es este “mientras estaba orando”, en diálogo con el Padre, lo que ilumina la acción que ha realizado junto a tantos otros de su pueblo que habían llegado a la orilla del Jordán. Rezar le da a su gesto, el Bautismo, un trato exclusivo y personal. El Bautista había hecho un fuerte llamamiento a vivir plenamente como “hijos de Abraham”, convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de este cambio (cfr Lc 3,7-9). Y un gran número de israelitas se movió, como recuerda el evangelista Marcos, que escribe: “Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados” (Mc 1,5). El Bautista aportaba algo realmente nuevo: someterse al Bautismo debía marcar un cambio determinante, dejar una conducta ligada al pecado e iniciar una vida nueva.
También Jesús acepta esta invitación, entra en la gris multitud de los pecadores que esperan en la orilla del Jordán. También a nosotros, como a los primeros cristianos, nos surge esta pregunta: ¿por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? Él no había pecado, no tenía necesidad de convertirse. Entonces ¿por qué realizar este gesto? El Evangelista Mateo describe el estupor del Bautista que afirma: “Juan se resistía, diciéndole: 'Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro!'” (Mt 3,14) y la respuesta de Jesús: “Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo” (v.15). El sentido de la palabra “justicia” en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios.
Jesús muestra su cercanía a la parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, reconoce como insuficiente el considerarse sencillamente hijos de Abraham, sino que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza ofrecida por Dios en Abraham.
Entrando entonces en el río Jordán, Jesús, sin pecado, hace visible su solidaridad con los que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambian de vida; hace comprensible que formar parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una óptica de novedad de vida, de vida según Dios. En este gesto, Jesús anticipa la cruz, da comienzo a su actividad tomando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de la humanidad entera, cumpliendo la voluntad del Padre.
Recogiéndose en oración, Jesús muestra el íntimo vínculo con el Padre que está en los Cielos, experimenta su paternidad, asume la belleza exigente de su amor, y en el coloquio con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan en el Cielo (cfr Lc 3,22), hay un anticipo del misterio pascual, de la cruz y de la resurrección. La voz divina le define como: “Mi Hijo, el amado”, recordando a Isaac, el amadísimo hijo que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según la orden de Dios (cfr Gen 22,1-14). Jesús no es solo el Hijo de David, descendiente mesiánico real, o el Siervo en el que Dios se complace, sino que es el Hijo unigénito, el amado, igual que Isaac, que Dios Padre entrega para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la Paternidad de Dios (cfr Lc 3,22b), desciende el Espíritu Santo (cfr Lc 3,22a), que lo guía en su misión y que Él difundirá después de haber sido levantado en la cruz (cfr Jn 1,32-34; 7,37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un ininterrumpido contacto con el Padre para realizar hasta el final el proyecto de amor para los hombres. Sobre el trasfondo de esta extraordinaria oración, está la entera existencia de Jesús vivida en una familia profundamente ligada con la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo demuestran las referencias que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cfr Lc 2,21) y la presentación en el templo (cfr Lc 2,22-24), así como la educación y la formación en Nazareth, en la Santa Casa (cfr Lc 2,39-40 y 2,51-52). Se trata de “casi treinta años” (Lc 3, 23), un largo tiempo de vida escondida, aunque con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cfr Lc 2,41). Narrándonos el episodio de Jesús que, a los doce años de edad, va al templo y se sienta a enseñar a los maestros (cfr Lc 2,42-52), el evangelista Lucas deja entrever que Jesús, quien reza después del bautismo del Jordán, tiene una larga costumbre de oración íntima con Dios Padre, radicada en las tradiciones, en el estilo de vida de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La repuesta del niño de doce años a José y a María indica ya esta filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: “¿Por qué me buscábais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?” (Lc 2,49).
Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación contante, habitual con el Padre; y, en esta unión íntima con Él, da el paso de su vida escondida de Nazaret a su ministerio público. La enseñanza de Jesús sobre la oración viene, seguramente, de su forma de rezar adquirida en familia, pero que tiene su origen profundo y esencial en el hecho de ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica --respondiendo a la pregunta: ¿de quién aprendió Jesús a rezar?, dice- “Jesús, según su corazón de hombre, aprendió a rezar de su Madre y de la tradición hebrea. Pero su oración surge de una fuente más secreta, ya que es el Hijo eterno de Dios que, en su santa humanidad, dirige a su Padre la oración filial perfecta” (541).
En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se colocan siempre en la encrucijada entre la inserción en la tradición de su pueblo, y la novedad de una relación personal y única con Dios. “El lugar desierto” (cfr Mc 1,35; Lc 5,16) al que a menudo se retira, “el monte” donde sube a rezar (cfr Lc 6,12; 9,28), “la noche” que le permite la soledad (cfr Mc 1,35; 6,46-47; Lc 6,12), recuerdan momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando así la continuidad de su proyecto salvífico. Al mismo tiempo, marcan momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente acepta este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre. También en nuestra oración debemos aprender, cada vez más, a entrar en la historia de salvación donde Jesús es el culmen, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a Él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor para nosotros. La oración de Jesús toca todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la bloquean.
Los Evangelios, incluso, dejan traslucir, una costumbre de Jesús de pasar en oración parte de la noche. El evangelista Marcos relata una de estas noches, después de la pesada jornada de la multiplicación de los panes, y escribe: “En seguida, Jesús obligó a sus discípulos a que subieran a la barca y lo precedieran a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Una vez que los despidió, se retiró a la montaña para orar. Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar y él permanecía solo en tierra” (Mc 6,45-47). Cuando las decisiones se convierten en algo urgente y complejo, su oración se hace cada vez más larga e intensa. En la inminente elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, Lucas destaca la duración de la oración preparatoria de Jesús: “En esos días, Jesús se retiró a una montaña para orar, y pasó toda la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió a doce de ellos, a los que dio el nombre de Apóstoles” (Lc 6,12-13).
Observando la oración de Jesús, deben surgirnos diversas preguntas: ¿Cómo rezo yo?¿Cómo rezamos nosotros?¿Qué tiempo dedicamos a la relación con Dios? ¿Es suficiente la educación y formación a la oración actualmente? ¿Quién nos puede enseñar?
En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de las Sagradas Escrituras. Recogiendo todos los aspectos que surgieron en la Asamblea del Sínodo de los Obispos, destaqué particularmente la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla, es un arte que se aprende practicándolo con constancia.
Ciertamente, la oración es un don que exige, sin embargo, el ser acogido; es una obra de Dios, pero que exige compromiso y continuidad por nuestra parte, sobre todo la continuidad y la constancia son importantes. Justo la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se profundiza en un prolongado y fiel servicio, hasta el Huerto de los Olivos y la Cruz.
Hoy los cristianos estamos llamados a ser testigos de la oración, porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva el encuentro con Dios. Que en la amistad profunda con Jesús y viviendo en Él y con Él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podamos abrir las ventanas hacia el Cielo de Dios. Incluso en el recorrido del camino de la oración, sin consideraciones humanas, que podamos ayudar a otros a recorrerlo: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos.
Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea intermitente, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle que podamos comunicar a las personas que están cerca de nosotros, a los que nos encontramos por las calles, la alegría del encuentro con el Señor, luz de nuestra existencia. Gracias.
Fuente: Zenit
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