Hoy
quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia
de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que
vivió —siglo XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y
de todo el tejido social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en
los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su
pueblo, suscitando santos y santas que sacudan las mentes y los
corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas
personas y también hoy nos habla y nos impulsa a caminar con valentía
hacia la santidad para que seamos discípulos del Señor de un modo cada
vez más pleno.
Nació en Siena, en 1347, en el seno
de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en 1380. A la edad de 16
años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Tercera
Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate.
Permaneciendo en su familia, confirmó el voto de virginidad que había
hecho privadamente cuando todavía era una adolescente, se dedicó a la
oración, a la penitencia y a las obras de caridad, sobre todo en
beneficio de los enfermos.
Cuando se difundió la
fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad de
consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres
políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas,
eclesiásticos, incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía
en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a
Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y
para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el
venerable Juan Pablo II quiso declararla copatrona de Europa: que el
viejo continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la
base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales
que aseguran la justicia y la concordia.
Catalina
sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que
desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su
muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia
para interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde,
Raimundo de Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se
convirtió en su confesor y también en su «hijo espiritual», y escribió
una primera biografía completa de la santa. Fue canonizada en 1461.
La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones.
Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo
VI, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia, título que se añadía al
de copatrona de la ciudad de Roma, por voluntad del beato Pío ix, y de
patrona de Italia, según la decisión del venerable Pío XII.
En
una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la
Virgen la presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole:
«Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás
siempre pura hasta que celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas»
(Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n.
115, Siena 1998). Ese anillo sólo era visible para ella. En este
episodio extraordinario reconocemos el centro vital de la religiosidad
de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo.
Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una relación de
intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo
bien.
Ilustra esta unión profunda con el Señor otro
episodio de la vida de esta insigne mística: el intercambio del
corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias que
recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano
rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y
dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me
ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar
que ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
Como
la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a
los sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo
como Cristo mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el
corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con él
alimentada con la oración, con la meditación sobre la Palabra de Dios y
con los sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción
la sagrada Comunión. También Catalina pertenece a la legión de santos
eucarísticos con los cuales quise concluir mi exhortación apostólica Sacramentum caritatis
(cf. n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un
extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para
alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra esperanza, inflamar
nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a él.
En
torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo
una verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por
la autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces
impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían,
como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre
todo consideraron un privilegio ser dirigidos espiritualmente por
Catalina. La llamaban «mamá» pues como hijos espirituales obtenían de
ella el alimento del espíritu.
También hoy la
Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad
espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en
las almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y
orientan la vida cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os
declaro y os llamo —escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos
espirituales, el cartujo Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz
mediante continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, como una
madre da a luz a su hijo» (Epistolario, carta n. 141: A don
Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía
dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e hijo
en Cristo dulce Jesús».
Otro rasgo de la
espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas
expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y
de ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la
emoción de Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el
sepulcro del amigo Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la
vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las
lágrimas de los santos se mezclan con la sangre de Cristo, de la cual
ella habló con tonos vibrantes e imágenes simbólicas muy eficaces:
«Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como
objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de Cristo
crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario,
carta n. 21: A uno cuyo nombre se calla).
Aquí
podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas
humanas de los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por
ellos, pues dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza
salvífica de la sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los
ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en
la tierra», a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y
solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia. Antes de morir
dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la
vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo cual es una singularísima
gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).
De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia,
ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido
entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones
constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a
través de estos escalones, el alma pasa por las tres etapas de todo
camino de santificación: el alejamiento del pecado, la práctica de la
virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con Dios.
Queridos
hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía,
de modo intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos
nuestras las palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia,
como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por
misericordia nos has lavado en la sangre, por misericordia quisiste
conversar con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte,
sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se
me ahoga al pensar en ti, porque adondequiera que dirija mi pensamiento,
no encuentro sino misericordia» (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.
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