2. La Misa es obra del Espíritu Santo.
Jesús, por su pasión y cruz, resucitado y glorificado es mediador de la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia.
Toda la Misa es obra del Espíritu Santo en la Iglesia. El Espíritu de la Verdad nos enseña y guía por la escucha de la palabra que Él inspiró. El Espíritu da testimonio en nuestros corazones, de tal forma que nosotros hacemos memoria, es decir reconocemos la presencia de Cristo y su acción en la Misa. Oramos movidos por el Espíritu, en la unidad del Espíritu Santo.
En la Misa pedimos al Padre que envíe el Espíritu para que el pan y el vino, se conviertan en el cuerpo y la sangre de Cristo. A su vez, pedimos que gracias al sacrificio de Cristo, se nos dé el Espíritu Santo para que nos haga uno en la unidad de la Santa Iglesia. Así, pues, la Iglesia celebra la Santa Misa en la unidad del Espíritu, movida por él, y recibiendo su presencia y acción para que la santifique, la consagre, la una a Cristo y la vuelva más y más ofrenda agradable al Padre.
3. La Eucaristía don del Padre, ante el Padre y hacia el Padre.
En la Santa Misa se hace presente el amor y don del Padre en la entrega de su propio Hijo. La Misa hace presente toda la obra de Dios Padre. De él recibimos el don de
Cristo en su Iglesia.
En la Palabra divina el Padre sale al encuentro de sus hijos y con ellos conversa (cf. DV 21).
En la Misa estamos todos vueltos hacia el Padre, hacia quien tenemos levantado el corazón, ya que por Cristo en la Iglesia todos tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu (Ef.2,18). Por eso, en la Misa nos dirigimos siempre a Dios Padre, por Jesucristo, en la unidad del Espíritu. Unidos con Cristo le ofrecemos al Padre, el sacrificio de acción de gracias, a Él le pedimos, y a Él le damos todo honor, gloria y adoración. Toda la Santa Misa es recibir el don del Padre, unirnos por la obediencia con Cristo y llegar a la meta de glorificar al Padre y entregarnos a Él.
4. Cristo une consigo a la Iglesia en la Misa, sacrificio suyo y de la Iglesia.
Jesús encomendó la Santa Misa a la Iglesia. Cristo presente y actuante en la Santa Misa asocia consigo a su amadísima esposa la Iglesia, a todo su cuerpo, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno (SC 7).
Por medio de la Sagrada Eucaristía, Cristo, Dios y Señor, Sumo Sacerdote, Mesías y Cabeza, une a la Iglesia consigo, con su ofrenda al Padre, para la glorificación del Padre, para el perdón de los pecados y para la santificación y divinización de los hombres.
Por eso, la Eucaristía es la mayor manifestación y realización de lo que la Iglesia es como cuerpo de Cristo, templo del Espíritu, pueblo de Dios (SC 41,42). En la Santa Misa, Cristo mismo preside y reúne a su pueblo, por medio del obispo, con los presbíteros, ayudado de los diáconos. Él se hace presente en diversas formas, y toda la Iglesia unificada por el Espíritu da gracias al Padre.
Por cuanto venimos considerando, vemos que la celebración de la Eucaristía, obra de la Trinidad Santísima, presencia sacramental del sacrificio de la cruz, y asociación de la Iglesia con Cristo mismo es acción sagrada por excelencia, a la que no iguala ninguna otra acción, es el culmen al que tiende la actividad de la Iglesia y la fuente de donde mana la gracia por la que se alcanza la santificación de los hombres y la glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin (cf. SC 7,10).
Por eso el Concilio Vaticano II nos invita a la participación consciente, piadosa y activa en la acción sagrada, ofreciéndonos a nosotros mismos al ofrecer la Víctima inmaculada, no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, a fin de que así nos perfeccionemos día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre nosotros, para que, finalmente Dios sea todo en todos (cf. SC, 48).
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