viernes, 8 de julio de 2011

MONSEÑOR ALBERTO SANGUINETTI: HAGAN ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA (3)

4. Cristo une consigo a la Iglesia en la Misa, sacrificio suyo y de la Iglesia.

Jesús encomendó la Santa Misa a la Iglesia. Cristo presente y actuante en la Santa Misa asocia consigo a su amadísima esposa la Iglesia, a todo su cuerpo, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno (SC 7).

Por medio de la Sagrada Eucaristía, Cristo, Dios y Señor, Sumo Sacerdote, Mesías y Cabeza, une a la Iglesia consigo, con su ofrenda al Padre, para la glorificación del Padre, para el perdón de los pecados y para la santificación y divinización de los hombres.

Por eso, la Eucaristía es la mayor manifestación y realización de lo que la Iglesia es como cuerpo de Cristo, templo del Espíritu, pueblo de Dios (SC 41,42). En la Santa Misa, Cristo mismo preside y reúne a su pueblo, por medio del obispo, con los presbíteros, ayudado de los diáconos. Él se hace presente en diversas formas, y toda la Iglesia unificada por el Espíritu da gracias al Padre.

Por cuanto venimos considerando, vemos que la celebración de la Eucaristía, obra de la Trinidad Santísima, presencia sacramental del sacrificio de la cruz, y asociación de la Iglesia con Cristo mismo es acción sagrada por excelencia, a la que no iguala ninguna otra acción, es el culmen al que tiende la actividad de la Iglesia y la fuente de donde mana la gracia por la que se alcanza la santificación de los hombres y la glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin (cf. SC 7,10).

Por eso el Concilio Vaticano II nos invita a la participación consciente, piadosa y activa en la acción sagrada, ofreciéndonos a nosotros mismos al ofrecer la Víctima inmaculada, no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él, a fin de que así nos perfeccionemos día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre nosotros, para que, finalmente Dios sea todo en todos (cf. SC, 48).

5. El cielo en la tierra, la tierra en el cielo.

En la Santa Misa ya participamos de las celebraciones y alabanzas del cielo, de la Jerusalén celestial. En la Misa se abre el cielo, estamos con Cristo en la presencia misma del Padre, la gracia del Espíritu Santo desciende, y nosotros ascendemos hasta Dios. La exhortación ‘Levantemos el corazón’ y la respuesta ‘lo tenemos levantado hacia el Señor’ significan que en la Plegaria Eucarística estamos verdaderamente en el cielo ante el Padre, con Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. Consagrados en el bautismo y la confirmación ya participamos de la vida eterna.

Por eso, en toda Eucaristía cantamos con los coros angélicos: ‘Santo, Santo, Santo es el Señor del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria’. Asimismo en cada Misa nos unimos a la bienaventurada siempre Virgen María, a los santos apóstoles, a los mártires y a los santos.

Comprendemos el carácter extraordinario de la Santa Misa, y participamos bien de ella por medio de la fe, tomando conciencia de que compartimos la Liturgia celestial. Al mismo tiempo la esperanza nos impulsa a desear y aguardar la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo y querer reinar con él. La Misa nos hace entrar en la verdad última, definitiva y grandiosa para la que hemos sido creados y redimidos: la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro en el seno de la Trinidad. “Nuestra libertad herida se perdería, si no fuera posible, ya desde ahora, experimentar algo del cumplimiento futuro” (Sacr. Caritatis,30).

6. El banquete de la Sagrada Comunión.

La ofrenda de Cristo al Padre, que es él mismo, se nos da en comida y bebida. Esta forma simbólica realiza nuestra unión con Jesús muerto y resucitado. En la Sagrada Comunión, al recibir a Cristo recibimos el fruto de su sacrificio: el Espíritu Santo para el perdón y la santificación. Al comulgar con Cristo, ofrecido a Dios, nos dejamos hacer uno con Él, para que también nosotros con Jesús crucificado nos volvamos ofrenda agradable al Padre.

Al recibir a Cristo, inseparablemente somos unidos a todo su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía realiza la unidad de la Iglesia. Cristo nos da el Espíritu Santo, para que seamos un solo cuerpo y un solo espíritu por la fe y la caridad.
De esta fuente del banquete eucarístico, nace toda la vida cristiana, la santificación en la vida diaria, en la familia, en el trabajo, en el servicio, en la edificación de la sociedad. De aquí también brota la misión de la Iglesia en la tarea de la evangelización, para anunciar a Cristo a todos los hombres.

7. La Misa Dominical.

Jesús mandó celebrar el memorial de su pasión hasta su segunda venida. La Iglesia, desde los Santos Apóstoles, entendió que este mandato exigía la celebración semanal y precisamente en el día Domingo. Este es el día en que Jesús crucificado fue resucitado por la gloria del Padre e, instituido como Mesías y Señor, fue glorificado en los cielos. Este es el día de nuestra salvación. A este día la Iglesia apostólica le puso un nombre nuevo, lo llamó ‘del Señor’, lo que en latín se dice ‘dominicus’, de donde viene ‘domingo’: día del Señor, es decir, de Jesús resucitado glorioso y verdadero Dios.

Este mismo día es el primer día de la semana, día de la creación, obra maravillosa de Dios y principio de todo don, y es al mismo tiempo el día octavo, es decir el día sin límites de la eternidad, de la nueva creación y vida sin fin.
La celebración de Misa dominical es parte integral de la fe apostólica, la mayor realización de la Iglesia y centro de la vida nueva, de los que han sido rescatados del pecado y de la muerte y participan de la eternidad. Por esto, participar en la Misa dominical es una preciosa obligación de todo bautizado.

8. Renovar en nosotros la fe y el amor a la Santísima Eucaristía.

El Año Jubilar nos llama a renovar la fe en lo que la Iglesia cree y profesa acerca de la Santa Misa. Por eso, invito a que cada uno, cada grupo, cada comunidad, dedique algún tiempo a considerar las distintas dimensiones del misterio eucarístico, para ahondar en lo es bien conocido y para enriquecerse con aquellas dimensiones que se vivan menos. Para ello, además de los pasajes de las Sagradas Escrituras, propongo leer los numerales 279 a 308 del Compendio Jesucristo, camino, verdad y vida.

A los que puedan más los exhorto a leer en el Catecismo de la Iglesia Católica, en la segunda parte (la celebración del misterio cristiano), primera sección (la economía sacramental), el capítulo primero, el artículo 1: La Liturgia obra de la Trinidad. Luego en la segunda sección (los siete sacramentos de la Iglesia), el artículo 3: el Sacramento de la Eucaristía. Muy provechosa es la Exhortación apostólica Sacramentum caritatis del Papa Benedicto XVI.

De modo particular sugiero que se mediten y profundicen las palabras de la Plegaria Eucarística (cf. Sacr. Caritatis 13). Esta oración es el corazón de la Misa y, por ello, para participar de ella es necesario dejarse llevar y, al mismo tiempo, apropiarse de esta oración central.

Al mismo tiempo, exhorto a fomentar la adoración del Santísimo Sacramento fuera de la Misa, como alimento de la fe, forma de piedad.
Además creo que puede ser muy positivo recuperar el hábito de un rato de oración en silencio antes de la Misa, para que dejar que el Espíritu Santo nos inicie al misterio.



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