Doy gracias al Señor que, en su designio misterioso y providente, me ha conducido hasta aquí, en medio de vosotros, para reflexionar sobre el papel de la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, de cada cristiano; una reflexión que cada día se hace más estimulante y valiente.Y estoy profundamente agradecida al Santo Padre por esta feliz oportunidad.
Siento que conmigo están presentes todas las hijas de San Pablo, desde siempre comprometidas en la “predicación de la Divina Palabra”, tras el ejemplo del Apóstol de las gentes, como le gustaba repetir a nuestro Fundador, el beato Giacomo Alberione, que en cada rincón del mundo nos llamaba a la más amplia difusión de la Biblia y del Evangelio.
Mi intervención se refiere a lo que se afirma en el nº 52 del Documento de trabajo (IL) sobre el servicio a la Palabra de Dios dirigido a las personas consagradas.La vida consagrada, masculina y femenina, contemplativa y apostólica, a lo largo de los siglos siempre ha alimentado su vida y la misión en la mesa de la Palabra. No podía ser de otro modo. La vida religiosa está, en efecto, llamada a ser profecía, y la profecía nace con el oído “en la boca de Dios”, se nutre escuchando: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50, 4). En el fondo es la experiencia del mismo Verbo de Dios, dirigido constantemente hacia el Padre (Jn 1,1), extendido a Él, a su Palabra, a su voluntad. Estoy convencida de que nosotros, los consagrados y consagradas, nos convertimos en discípulos y discípulas de este Maestro cuando acogemos la palabra con un corazón atento, dócil y orante, dejándonos evangelizar por la “sublimidad del conocimiento de Cristo” (Fil 3,8).
En los últimos decenios, gracias también a las repetidas invitaciones del Magisterio, la mesa de la Palabra ocupa un puesto relevante en nuestra vida personal y comunitaria. Es alimento para el espíritu, luz y fuerza para perseverar en las vías del Señor, fuente de creatividad y audacia apostólica.¡Cuánta Palabra fluye a lo largo de nuestra jornada! Deberíamos estar “impregnados” de ella hasta el punto de contarla con nuestra vida, de ser nosotros mismos Palabra. En realidad, somos muy conscientes de no haber alcanzado todavía esa calidad espiritual y apostólica fruto de la abundancia de la Semilla sembrada continuamente en nuestra vida. Corremos el riesgo de ser nosotros los que nos ahoguemos entre las espinas del momento presente: la edad que avanza, la falta de vocaciones, las obras que hay que sostener, el sentirse inadecuados ante los retos del mundo y las urgencias apostólicas... Querríamos hacer algo más, tener algo más: en cuanto a personal, medios económicos, preparación profesional.
Mi intervención se refiere a lo que se afirma en el nº 52 del Documento de trabajo (IL) sobre el servicio a la Palabra de Dios dirigido a las personas consagradas.La vida consagrada, masculina y femenina, contemplativa y apostólica, a lo largo de los siglos siempre ha alimentado su vida y la misión en la mesa de la Palabra. No podía ser de otro modo. La vida religiosa está, en efecto, llamada a ser profecía, y la profecía nace con el oído “en la boca de Dios”, se nutre escuchando: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50, 4). En el fondo es la experiencia del mismo Verbo de Dios, dirigido constantemente hacia el Padre (Jn 1,1), extendido a Él, a su Palabra, a su voluntad. Estoy convencida de que nosotros, los consagrados y consagradas, nos convertimos en discípulos y discípulas de este Maestro cuando acogemos la palabra con un corazón atento, dócil y orante, dejándonos evangelizar por la “sublimidad del conocimiento de Cristo” (Fil 3,8).
En los últimos decenios, gracias también a las repetidas invitaciones del Magisterio, la mesa de la Palabra ocupa un puesto relevante en nuestra vida personal y comunitaria. Es alimento para el espíritu, luz y fuerza para perseverar en las vías del Señor, fuente de creatividad y audacia apostólica.¡Cuánta Palabra fluye a lo largo de nuestra jornada! Deberíamos estar “impregnados” de ella hasta el punto de contarla con nuestra vida, de ser nosotros mismos Palabra. En realidad, somos muy conscientes de no haber alcanzado todavía esa calidad espiritual y apostólica fruto de la abundancia de la Semilla sembrada continuamente en nuestra vida. Corremos el riesgo de ser nosotros los que nos ahoguemos entre las espinas del momento presente: la edad que avanza, la falta de vocaciones, las obras que hay que sostener, el sentirse inadecuados ante los retos del mundo y las urgencias apostólicas... Querríamos hacer algo más, tener algo más: en cuanto a personal, medios económicos, preparación profesional.
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