Dios como fantasma. El evangelio de hoy, en el que Jesús aparece caminando sobre las aguas del lago en medio de la noche y de la tempestad, comienza con su oración “a solas, en el monte” y termina con un auténtico acto de adoración a Jesús por parte de los discípulos: “Se postraron ante él diciendo: realmente eres Hijo de Dios”. Su mayestático caminar sobre las olas, su superioridad aún más clara sobre las fuerzas de la naturaleza (pues permite que Pedro baje de la barca y se acerque a él) y finalmente la revelación de su poder soberano sobre el viento y las olas, muestran a sus dubitativos discípulos, un fantasma. O mejor: el es un pobre hombre como ellos, como demostrará drásticamente su pasión, pero lo es con una voluntariedad que revela su origen. Desvelar su divinidad para fortalecer la fe de los discípulos puede formar parte de su misión, pero también forma parte de esa misma misión velarla la mayoría de las veces y renunciar a las legiones de ángeles que su Padre le enviará si se lo pidiera (Mt 26,53). Y tanto esta renuncia como el dolor asumido con ella demuestran su divinidad más profundamente que sus milagros.
Se trata aquí de iniciación a la fe: ante el aparente fantasma del lago, los discípulos deben aprender a creer, por el simple “soy yo” del Señor, en la realidad de Jesús; y Pedro, que baja de la barca, tiene miedo de nuevo y empieza a hundirse, se hace merecedor de una reprimenda por su falta de fe. En lugar de pensar en lo que puede o no puede, debería haberse dirigido directamente, en virtud de la fe que le ha sido dada, hacia el “Hijo del Hombre”.
Dios como susurro. En la primera lectura, Elías, en un simbolismo sumamente misterioso, es iniciado precisamente en esta fe. Se la ha ordenado aguardar en el monte la manifestación de la majestad de Dios, que va a pasar ante él. Y el profeta tendrá que experimentar que las grandes fuerzas de la naturaleza, que otrora anunciaban la presencia de Dios en el Sinaí, la misma tempestad violenta de la que los discípulos son testigos en el lago, el terremoto que en los salmos es un signo de su proximidad, el fuego que le revelo antaño en la zarza ardiendo, son a lo sumo sus precursores, pero no su presencia misma. Sólo cuando se escuchó un susurro, como una suave brisa, supo Elías que debía cubrir su rostro con el manto; esta suavidad inefable es como un presentimiento de la encarnación del Hijo: “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará” (Is 42,2-3).
No sin los hermanos. Pablo lamenta que Israel no haya mantenido la fe de Elías hasta el final, hasta la Encarnación del Hijo de Dios. Israel, dice el apóstol, había recibido, con todos los dones de Dios, la adopción filial (Ro 9,4), que culmina en el hecho de que Cristo, “que está por encima de todo” (v.4) nació según lo humano como hijo de Israel. Los judío tendían que haber reconocido la adopción filial definitiva en Jesús, en lo que en él había de suave y ligero, en vez de seguir añorando una posición de poder como la que ellos esperaban de su Mesías. Pablo quisiera, incluso, “por el bien de sus hermanos, los de su raza y sangre”, ser un proscrito lejos de Cristo, si con ello éstos consiguieran la fe y la salvación. Este deseo casi temerario forma parte de la plena fe cristiana, que en el encuentro con el Dios suave y ligero ha aprendido de él que también los débiles merecen amor. El cristiano , a ejemplo de Cristo, no quiere salvarse sin sus hermanos.
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