Rey, pastor y juez
Ez 34,11-12.15-17; 1Cor 14,20-26a.28; Mt 25, 31-46
«Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies». Esta fiesta de hoy nos sitúa ante un aspecto central de nuestra fe: Cristo es Rey del universo, es Señor de todo. Este es el plan de Dios: someter todo bajo sus pies, bajo su dominio. Así lo confesaron y proclamaron los apóstoles desde el día mismo de Pentecostés: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36). Toda la realidad ha de ser sometida a este poder salvífico de Cristo el Señor. Su influjo poderoso va destruyendo el mal, el pecado, la muerte... hasta que sean sometidos todos sus enemigos... que son también del hombre.
«Yo mismo apacentaré mis ovejas». Todas las imágenes humanas aplicadas a Cristo se quedan cortas. Por eso, la imagen del Rey es matizada en la primera lectura con la del pastor. Cristo reina pastoreando a todos y cada uno, cuidando con delicadeza y amor de cada hombre, más aún, buscando al perdido, sanando al pecador, haciendo volver al descarriado... Su dominio, su realeza, su señorío van dirigidos exclusivamente a la salvación y al bien del hombre. Y además este dominio y señorío no son al modo de los reyes humanos: es un influjo en el corazón del hombre, que ha de ser aceptado libremente. Él es Señor, pero cada uno debe reconocerle como Señor, como su Señor (Rom 10,9; 1 Cor 12,3; Fil 2,10-11), dejándose gobernar por Él. Él apacienta, pero cada uno debe dejarse guiar y apacentar: «El Señor es mi pastor» (Salmo responsorial).
Finalmente, el evangelio subraya otro aspecto de esta realeza de Cristo: Si ahora ejercita su señorío salvando, al final lo ejercitará juzgando. Y juzgando acerca de la caridad. Por tanto, si no queremos al final ser rechazados «al castigo eterno», es preciso acoger ahora sin límites ni condiciones este señorío y esta realeza de Cristo. Si nos sometemos ahora a Él y le dejamos infundir en nosotros su amor a todos los necesitados, tendremos garantía de estar también al final bajo su dominio e ir con Él «a la vida eterna».
Juzgados en el amor
Mt 25,31-46
En continuidad con el evangelio del domingo pasado, Jesucristo es presentado hoy como Rey que viene a juzgar a «todas las naciones». En esta venida de Cristo al final de la historia habrá un «discernimiento» –separará a los unos de los otros– Ese será un juicio perfectamente justo y definitivo. Ese juicio de Dios quita importancia a los juicios que los hombres hagan de nosotros. El verdadero creyente sabe que no es mejor ni peor porque los hombres le tengan por tal; lo que de verdad somos es lo que somos a los ojos de Dios. En un mundo en que tantas veces triunfa la injusticia y la incomprensión, consuela saber que todo se pondrá en claro y para siempre y cada uno recibirá su merecido.
Pero Cristo no es sólo el Juez; es también el centro y el punto de referencia por el que se juzga: «a mí me lo hicisteis»; «conmigo dejasteis de hacerlo». Él ha de ser siempre el fin de todas nuestras acciones. Por lo demás, ¡qué fácil amar a cada persona cuando en ella se ve a Cristo!
Este evangelio insiste en otro aspecto que ya aparecía en la parábola de los talentos. El siervo era condenado por guardar su talento sin hacerlo fructificar. A los que son condenados no se les imputan asesinatos, robos..., sino omisiones: no me distéis de comer, no me vestisteis... Se les condena porque han «dejado de hacer». No se trata sólo de no matar al hermano, sino de ayudarle a vivir dando la vida por él (1 Jn 3,16). El que no da a su hermano lo que necesita, en realidad le mata (1 Jn 3,15-17). El texto nos hace entender la enorme gravedad de todo pecado de omisión, que realmente mata, pues deja de producir la vida que debía producir y que el hermano necesitaba para vivir.
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