Ez 34,11-12.15-17; 1 Co 15,20-26.28 (20-26a.28); Mt 25, 31-46
El Año Litúrgico termina con la gran descripción del juicio final. Cristo aparece en el evangelio como rey de la humanidad, sentado en el trono de su gloria. Dos motivos configuran este importante cuadro: el primero y central es que todo lo que hacemos o no hacemos con el más humilde de nuestros hermanos, lo hacemos o lo dejamos de hacer con Cristo. Esto contiene ya el segundo motivo: si el primero vale como criterio absoluto, debe producirse también una separación absoluta de los que son juzgados, debe haber una derecha y una izquierda, una recompensa eterna y un castigo eterno. El segundo motivo depende, pues, del primero, que constituye la enseñanza decisiva de toda la escena dramática: el rey glorioso, que es el que juzga, se siente solidario de los más humildes (que no por ello son menos respetables): de los hambrientos, los sedientos, los forasteros y los sin techo, de los desnudos, los enfermos y los presos. Él es rey sólo en esta solidaridad, como el que realmente ha descendido a las situaciones humanas más bajas y humillantes, y las conoce perfectamente. Al final de su vida todo hombre será examinado de esto y por este juez, por lo que cada uno de nosotros tendrá que meditar muy seriamente sobre esto: cuando se encuentra con los hombres más miserables, se está encontrando ya con el propio juez. Todos nosotros somos como hombres miembros de un mismo cuerpo, que son esencialmente solidarios, y por ello debemos serlo también consciente y moralmente. Tú debes partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que va desnudo y no cerrarte a tu propia carne.
La imagen final de la segunda lectura no sólo muestra la soberanía universal que el Hijo ejerce a lo largo de la historia del mundo, sino que ofrece además la esperanza de que también se conseguirá el sometimiento de todos los enemigos, de todo principado, poder y fuerza, por lo que cuando el Hijo devuelva al Padre la obra realizada por él, para que Dios pueda ser todo para todos, no le llevará ningún enemigo que pueda rebelarse contra Dios.
Pero no podemos excluir alegremente el motivo de separación. Buscaré las ovejas perdidas, dice Dios como pastor de la humanidad en la primera lectura, y vendará a las heridas, curará a las enfermas, las apacentará debidamente a todas. A pesar de ello el juicio divino no será una amnistía general, sino que Dios juzgará entre oveja y oveja o (como se dice poco después): Yo mismo juzgaré el pleito de las reses gordas y flacas. Porque embestís de soslayo, con la espaldilla, y acorneáis a las débiles (Ez 34,20s). El amor con el que Dios apacienta a su rebaño no puede ser ajeno a la justicia, pero el Antiguo Testamento tampoco dice que Dios ejerza su justicia sin amor.
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