La contrición hay que procurarla en la caridad, mirando a Dios. Cuanto más encendido el amor a Dios, más profundo el dolor de ofenderle. Pedro, que tanto amaba a Jesús, después de ofenderle tres veces, «lloró amargamente» (Lc 22,61-62). Es voluntad clara de Dios que los pecadores lloremos nuestras culpas: «Convertíos a mí -nos dice-, en ayuno, en llanto y en gemido; rasgad vuestros corazones» (Joel 2,12-13). Es absolutamente necesaria la contrición para la conversión del pecador. Si Cristo llora por el pecado de Jerusalén (Lc 19,41-44), ¿cómo no habremos de llorar los pecadores nuestros propios pecados?
El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento las define así:
«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».
La atrición, por su parte, «se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que sólamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Dz 1676-1678).
((Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado. O, por ejemplo, en la preparación de la penitencia sacramental, darlo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso social, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.))
La contrición es el acto más importante de la penitencia, y por eso debemos pedirla -pedir, con la liturgia, «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII)-, y debemos procurarla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas, conocemos qué hacemos al pecar. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.
Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo demoníaco, apasionado, oscuro, falso. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo y consciente, personal y profundo, donde más verídicamente se expresa la personalidad del cristiano. Y cuando la contrición es muy intensa, no sólamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: tras la ofensa, si en la reconciliación hubo dolor y amor sinceros, quedan más unidos que antes.
El corazón de la penitencia es la contrición, y con ella la atrición. El concilio de Trento las define así:
«La contrición ocupa el primer lugar entre los actos del penitente, y es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante. Esta contrición no sólo contiene en sí el cese del pecado y el propósito e iniciación de una nueva vida, sino también el aborrecimiento de la vieja. Y aun cuando alguna vez suceda que esta contrición sea perfecta y reconcilie al hombre con Dios antes de que de hecho se reciba este sacramento [de la penitencia], no debe, sin embargo, atribuirse la reconciliación a la misma contrición sin deseo del sacramento, que en ella se incluye».
La atrición, por su parte, «se concibe comúnmente por la consideración de la fealdad del pecado y por el temor del infierno y de sus penas, y si excluye la voluntad de pecar y va junto con la esperanza del perdón, no sólo no hace al hombre más hipócrita y más pecador [como decía Lutero], sino que es un don de Dios e impulso del Espíritu Santo, que todavía no inhabita, sino que sólamente mueve, y con cuya ayuda se prepara el penitente el camino para la justicia. Y aunque sin el sacramento de la penitencia no pueda por sí misma llevar al pecador a la justificación, sin embargo, le dispone para impetrar la gracia de Dios en el sacramento de la penitencia» (Trento 1551: Dz 1676-1678).
((Es un gran error considerar inútil la formación del dolor espiritual por el pecado. O, por ejemplo, en la preparación de la penitencia sacramental, darlo por supuesto, y centrar la atención casi exclusivamente en el examen de conciencia. El dolor de corazón es sin duda lo más precioso que el penitente trae al sacramento, y en modo alguno debe omitir su actualización intensa, distraído quizá en hacer sólo el recuento de sus faltas, y discurriendo el modo y las palabras con que habrá de acusarlas. Pero el mayor error es que no duela el pecado como ofensa contra Dios, sino simplemente como falla personal, como fracaso social, como ocasión de perjuicios y complicaciones. Esto es lo que más falsea la verdad del arrepentimiento.))
La contrición es el acto más importante de la penitencia, y por eso debemos pedirla -pedir, con la liturgia, «la gracia de llorar nuestros pecados» (orac. Santa Mónica 27-VIII)-, y debemos procurarla mirando a Dios. Mirando al Padre, comprendemos que por el pecado le abandonamos, como el hijo pródigo, y buscamos la felicidad lejos de él (Lc 15,11s). Mirando a Cristo, contemplándole sobre todo en la cruz, destrozado por nuestras culpas, conocemos qué hacemos al pecar. Mirando al Espíritu Santo vemos que pecar es resistirle y despreciarle. El verdadero dolor nace de ver nuestro pecado mirando a Dios.
Conviene señalar que en los buenos cristianos la contrición es mayor que el pecado. El pecado fue un breve tiempo demoníaco, apasionado, oscuro, falso. Pero, en cambio, el arrepentimiento es tiempo largo y consciente, personal y profundo, donde más verídicamente se expresa la personalidad del cristiano. Y cuando la contrición es muy intensa, no sólamente destruye totalmente el pecado, sino que deja acrecentada la unión con Dios. Como en una pelea entre novios: tras la ofensa, si en la reconciliación hubo dolor y amor sinceros, quedan más unidos que antes.
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