La primera carta de Pedro se inscribe en el género epistolar por su encabezamiento y por la despedida final. Por lo demás, podría ser considerado como un conjunto de exhortaciones basadas en motivos cristológicos.
Simón, llamado por Jesús "Kefá = Roca[1]" en arameo, o "Petras (f) Petros (m) "en griego, siempre es nombrado en primer lugar en la lista de los doce (Mc 3,16-Hch 1,13).
Pedro, el pescador de Galilea, junto con su hermano Andrés, fue llamado por Jesús, al comienzo de la actividad pública, para que se convirtiera en "pescador de hombres" (Mt 4, 18-20). Testigo de los momentos principales de la actividad pública de Jesús, como la Transfiguración (cf. Mt 17, 1) y la oración en el huerto de los Olivos en la víspera de la Pasión (cf. Mt 26,36-37), después de los acontecimientos pascuales recibió de Cristo la misión de apacentar la grey de Dios (cf. Jn 21, 15-17) en su nombre.
Desde el día de Pentecostés, Pedro gobierna la Iglesia, velando por su fidelidad al Evangelio y guiando sus primeros contactos con el mundo de los gentiles. Su ministerio se manifiesta, de modo particular, en los momentos decisivos que marcan el ritmo del crecimiento de la Iglesia apostólica. En efecto, es él quien acoge en la comunidad de los creyentes al primer convertido del paganismo (cf. Hch 10, 1-48), y también es él quien interviene con autoridad en la asamblea de Jerusalén sobre el problema de la exención de las obligaciones que imponía la ley judía (cf. Hch 15, 7-11).
Los misteriosos designios de la Providencia divina llevarán al apóstol Pedro hasta Roma, donde derramará su sangre como supremo testimonio de fe y amor al divino Maestro (cf. Jn 21, 18-19). Así, cumplirá la misión de ser signo de la fidelidad a Cristo y de la unidad de todo el pueblo de Dios.
La denominación de apóstol, más que referirse a un enviado, apunta más a un mandatario, un vicario de otro, de allí, que a continuación se haga necesario mencionar el nombre de este a quien representa, Pedro apóstol de Jesucristo. Él es la roca, pero su misión la realiza por encargo de Jesucristo.
Aquí se dirige la palabra a los elegidos, que al mismo tiempo, o precisamente por ello, son también peregrinos y viven en la diáspora, en la dispersión. El tema de la elección, efecto del amor de Dios (Dt 7,6-8), es importante en la epístola. Cristo Jesús, predestinado desde antes de la creación del mundo (1,20), ha sido elegido para ser piedra angular de un edificio-pueblo, en el cual los creyentes -como piedras vivas- forman también un linaje elegido (2,4-6.9).
Como en otro tiempo el Israel carnal, así también el verdadero Israel, la Iglesia, vive lejos de la eterna patria, en el exilio, en la dispersión. La Dispersión o diáspora la constituían los judíos que vivían dispersos, como extranjeros, fuera de la Tierra Prometida. Aquí el término se aplica a los cristianos que análogamente; son en el mundo (5,9) pero, deben vivir como extranjeros de la Diáspora (Stgo 1,1). Los cristianos en aquel tiempo, estaban en el Estado romano privados de derechos desde el punto de vista de la práctica religiosa[2]. No debe entenderse esta comparación desde el punto de vista geográfico, sino espiritual.
La tierra es de Dios (Sl 24,1); el hombre vive en ella como forastero (Lv 25,23), "de paso", puesto que ha de abandonarla al morir (Sl 39,13; Sl 119,19; I Cor 29,10-15) Revelada ya la resurrección de los muertos (II Mac 7,9), se completa el tema: la verdadera patria del hombre (Fil 3,20; Col 3,1-4; Heb 11,8-16;13,14) es el cielo, este es su destino definitivo. En este período de peregrinación, vive en medio del mundo como vivían los judíos en la diáspora.
La presentación trinitaria del plan de Dios es evidente. El designio divino tiene su origen en el conocimiento eterno del Padre (Ro 8,29) se realiza mediante la santificación que obra el Espíritu Santo (II Tes 2,13), en orden a obedecer a Jesucristo y a ser rociados con su sangre.
En primer lugar aparece el Padre. En el bautismo hemos sido llamados y elegidos según la presciencia, la providencia eterna del Padre. Desde el día del bautismo el Espíritu Santo y santificante nos envuelve también a nosotros en su acción poderosa que impulsa hacia delante. Y en la medida en que vamos desarrollándonos en sentido de esta nueva realidad se nos hace extraño el mundo profano. Con esta santificación por el Espíritu comienza la vida cristiana, que en la virtud santificante de este Espíritu se confirmará en forma de santidad. Al hablar de nuestra relación con el Hijo de Dios emplea san Pedro palabras que, por primera vez, recuerdan el éxodo de Israel de Egipto, del que tantas veces se hablará todavía en esta carta. La salida o éxodo de Egipto, y luego la marcha a través del desierto, son figuras de nuestro Bautismo y del ejercicio de la vida cristiana (I Cor 10,1-6).
Este pasaje recuerda la Alianza celebrada en el Sinaí (Ex 24,6-8). El pueblo se comprometió a obedecer los mandamientos de Dios y, para sellar la Alianza, el pueblo fue rociado con la sangre de las víctimas. En la nueva economía Jesús invita a que guarden los mandatos (Jn 14,15), y su sangre expiatoria sella la Alianza Nueva y Eterna (Hb 9,12-14;12,24).
El alimento de Jesús era hacer la voluntad de su Padre celestial (Jn 4,34). Así pues, también nosotros somos elegidos con vistas a la obediencia, somos llamados a obedecer, a prestar oído al llamamiento del Padre y a secundarlo a la manera de Jesús.
(1,3-2,10)-Dignidad y exigencia de la vocación cristiana
1-La vocación cristiana
(vv.3-6) Estos versículos vienen probablemente de un himno bautismal primitivo. En primer lugar hallamos un homenaje al Padre, un agradecido grito de júbilo. La palabra bendito es reminiscencia del hebreo barukh. Un barukh es para el oriental uno a quien se rinde homenaje como de rodillas, haciendo votos por su prosperidad, uno a quien se glorifica de palabra y obra. En el judaísmo tardío el título "el bendito" había venido a ser sencillamente un nombre divino, el nombre de aquel cuya glorificación es el sentido de toda la creación, meta y honor supremo del hombre. La bendición a Dios, heredada del AT (Gn 14,20), ha pasado al "Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo" (II Cor 1,3; Ef 1,3). El punto de vista especial desde el que se bendice y se alaba a Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo es su paternidad para con nosotros. Dios es nuestro Padre.
El motivo de esa bendición a Dios Padre es el misterio de nuestro Bautismo que:
- es ante todo, obra de la misericordia de Dios; su "gran misericordia" fue la que realmente le impulsó a este acto de darnos vida.
- es un re-nacer o adquirir una vida nueva, un nacimiento de lo alto; Esta nueva vida con Cristo alcanzó su expresión visible, su obligación y vigencia externa de la fe, en el bautismo, sacramento de la regeneración.
- en vista a una esperanza viva: se trata de la realidad misma esperada; esta semilla que depositó Dios en nuestro corazón es la esperanza cristiana. Toda la carta tiene la temática de la esperanza como una realidad esencial de la vida cristiana. La esperanza de que aquí se trata, no es un sentimiento devoto, sino una realidad viviente y vital, más que nada comparable con el niño que lleva su madre en el seno en espera del acontecimiento feliz.
- mediante o gracias a la resurrección de Jesucristo de entre los muertos; los cristianos deben recordar el día en que por primera vez tuvieron noticia de la muerte y sobre todo de la resurrección de Cristo, el día en que por primera vez cayó esta semilla del cielo en sus corazones y comenzó a germinar y a desarrollarse. La verdadera esperanza cristiana tiene puesta la mira en la segunda venida de Cristo y en la soberanía regia de Dios, pero con todo quiere ya comenzar a vivir y a crecer aquí en la tierra.
- en vista también a poseer una herencia incorruptible, inmaculada, inmarcesible.
La nueva vida de hijos de Dios nos ha sido otorgada con vistas a una herencia que hemos de recibir. Debe de tratarse de una herencia maravillosa, pues se califica con adjetivos tan poco corrientes. En el AT "la herencia" era la Tierra prometida, cada tribu israelita recibió su parte en herencia en la tierra prometida.
En el Nuevo Testamento, la herencia se convierte en el Reino de los cielos prometido a los discípulos de Jesús (Mt 25,34). Para esto, entra en acción, por parte de Dios, su poder protector (Jn 10,28; 17,11), y por parte del hombre, la fe. La salvación aquí mencionada es la salvación escatológica y comunitaria, comenzada con la obra de Jesús, pero que solo llegará a su consumación plena en la Revelación o Parusía de Cristo (v7.13; 4,13; 5,1;Sto 5,8). También a nosotros nos aguarda al final de nuestra peregrinación, una tierra santa y gloriosa, que hemos de recibir como recompensa.
La palabra que aparece en el v. 5 y que manifiesta una cierta custodia por parte de Dios, es utilizada también en otros pasajes para mostrar la protección y custodia de una ciudad. La Iglesia entera de Cristo, cada familia, cada comunidad, cada alma en particular es presentada como una ciudad, un baluarte, contra cuyos muros las huestes enemigas de Dios combaten y embisten, y con frecuencia insidiosamente (cfr. 2,11). Pero en la poderosa custodia de Dios posee una ciudad su firme protección, algo así como sus murallas de defensa. La fe del creyente y el auxilio de Dios constituyen estos muros sólidos e inexpugnables que nos han de resguardar a lo largo de nuestra vida.
San Pedro no se detiene en los peligros del camino, inmediatamente levanta su mirada a la meta final, a la salvación que Dios nos tiene preparada.
(vv.6-9) Las consecuencias de la vida nueva, recibida en el bautismo, y de la promesa de la salvación escatológica son numerosas y caminan en diferentes direcciones.
El primer resultado es una rebosante alegría espiritual (4,13; Mt 5,12; Ap 19,7). Pero esta alegría es misteriosamente compatible con la prueba sufrida a cusa de la fe, en un mundo pagano hostil al cristianismo. El tema del sufrimiento cristiano, unido a las tribulaciones de Cristo, corre a través de toda la epístola (1,11; 2,19-23; 3,14.17-18; 4,1.13.15.19; 5,9-10).
La fe es un tesoro más precioso que el oro, considerado como la máxima posesión. Pues bien, si el oro -que es perecedero-es probado por el fuego, no debe extrañar que la fe- que es más preciosa que el oro- sea también probada por el sufrimiento. Numerosos son los pasajes de la Escritura que comparan la purificación de la fe a través del sufrimiento, con la prueba del oro o de la plata en el fuego del crisol (Is 48,10;Zac 13,9;Mal 3,2-3;Job 23,10;Sal 66,10. Pro 17,3,I Cor 3,13; Stgo 1,3).
La fe probada se convertirá en motivo de alabanza, gloria y honor de Dios (Ef 1,6.12.14), el día de la Parusía (retorno de Cristo) (1,13;4,13;I Tes 4,15-18). El autor de I Pedro es presentado como un testigo personal que ha visto a Jesús (Hch 1,21-22). La fe y el amor tocan a la propia persona del Señor, aún cuando no se le pueda verificar sensiblemente. Esta visión es necesaria. Basta la fe (Jn 20,29; II Cor 5,7). La meta de la fe es la salvación definitiva de las personas (Ro. 6,22).
Carta Encíclica “Gaudete in Domino“
Anuncio de la alegría cristiana en el Antiguo Testamento
La alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio amoroso que Él había formado en Jesucristo, para realizarlo en la plenitud de los tiempos, esta alegría se anuncia misteriosamente en medio del Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada.
Así Abrahán, nuestro padre, elegido con miras al cumplimiento futuro de la Promesa, y esperando contra toda esperanza, recibe, en el nacimiento de su hijo Isaac, las primicias proféticas de esta alegría. Tal alegría se encuentra como transfigurada a través de una prueba de muerte, cuando su hijo único le es devuelto vivo, prefiguración de la resurrección de Aquel que ha de venir: el Hijo único de Dios, prometido para un sacrificio redentor. Abrahán exultó ante el pensamiento de ver el Día de Cristo, el Día de la salvación: él "lo vio y se alegró".
La alegría de la salvación se amplía y se comunica luego a lo largo de la historia profética del antiguo Israel. Ella se mantiene y renace indefectiblemente a través de pruebas trágicas debidas a las infidelidades culpables del pueblo elegido y a las persecuciones exteriores que buscaban separarlo de su Dios. Esta alegría siempre amenazada y renaciente, es propia del pueblo nacido de Abrahán.
Se trata siempre de una experiencia exaltante de liberación y restauración -al menos anunciadas-que tienen su origen en el amor misericordioso de Dios para con su pueblo elegido, en cuyo favor Él cumple, por pura gracia y poder milagrosos, las promesas de la Alianza. Tal es la alegría de la Promesa mosaica, la cual es como figura de la liberación escatológica que sería realizada por Jesucristo en el contexto pascual de la nueva y eterna Alianza. Se trata también de la alegría actual, cantada tantas veces en los salmos: la de vivir con Dios y para Dios. Se trata finalmente y sobre todo, de la alegría gloriosa y sobrenatural, profetizada en favor de la nueva Jerusalén, rescatada del destierro y amada místicamente por Dios.
El sentido último de este desbordamiento inusitado del amor redentor no aparecerá sino en la hora de la nueva Pascua y del nuevo Éxodo.
La alegría según el Nuevo Testamento
Estas maravillosas promesas han sostenido, a lo largo de los siglos y en medio de las más terribles pruebas, la esperanza mística del antiguo Israel. Este a su vez las ha transmitido a la Iglesia de Cristo; de manera que le somos deudores de algunos de los más puros acentos de nuestro canto de alegría. Y sin embargo, a la luz de la fe y de la experiencia cristiana del Espíritu, esta paz que es un don de Dios y que va en constante aumento como un torrente arrollador, hasta tanto que llega el tiempo de la "consolación", está vinculada a la venida y a la presencia de Cristo.
Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. El gran gozo anunciado por el Ángel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el pueblo, tanto para el de Israel que esperaba con ansia un Salvador, como para el pueblo innumerable de todos aquellos que, en el correr de los tiempos, acogerán su mensaje y se esforzarán por vivirlo. Fue la Virgen María la primera en recibir el anuncio del ángel Gabriel y su Magnificat era ya el himno de exultación de todos los humildes.
Los misterios gozosos nos sitúan así, cada vez que recitamos el Rosario, ante el acontecimiento inefable, centro y cúlmen de la historia: la venida a la tierra del Emmanuel, Dios con nosotros. Juan Bautista, cuya misión es la de mostrarlo a Israel, había saltado de gozo en su presencia, cuando aún estaba en el seno de su madre. Cuando Jesús da comienzo a su ministerio, Juan "se llena de alegría por la voz del Esposo".
Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de Jesús, en el curso de su vida terrena. Él ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. Él, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. La profundidad de su vida interior no ha desvirtuado la claridad de su mirada, ni su sensibilidad.
Admira los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Su mirada abarca en un instante cuanto se ofrecía a la mirada de Dios sobre la creación en el alba de la historia. Él exalta de buena gana la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla un tesoro escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo; la de la mujer que acaba de dar a luz un niño.
Estas alegrías humanas tienen para Jesús tanta mayor consistencia en cuanto son para él signos de las alegrías espirituales del Reino de Dios: alegría de los hombres que entran en este Reino, vuelven a él o trabajan en él, alegría del Padre que los recibe. Por su parte, el mismo Jesús manifiesta su satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños deseosos de acercarse a él, con el joven rico, fiel y con ganas de ser perfecto; con amigos que le abren las puertas de su casa como Marta, María y Lázaro.
Su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación
de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda. El mismo se siente inundado por una gran alegría cuando comprueba que los más péquenos tienen acceso a la Revelación del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y prudentes. Sí, "habiendo Cristo compartido en todo nuestra condición humana, menos en el pecado", él ha aceptado y gustado las alegrías afectivas y espirituales, como un don de Dios.
Y no se concedió tregua alguna hasta que no "hubo anunciado la salvación a los pobres, a los afligidos el consuelo". El evangelio de Lucas abunda de manera particular en esta semilla de alegría. Los milagros de Jesús, las palabras del perdón son otras tantas muestras de la bondad divina: la gente se alegraba por tantos portentos como hacía y daba gloria a Dios. Para el cristiano, como para Jesús, se trata de vivir las alegrías humanas, que el Creador pone a su disposición, en acción de gracias al Padre.
Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de San Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: "Tu eres mi hijo amado, mi predilecto".
Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona. Es un conocimiento íntimo el que lo colma: "El Padre me conoce y yo conozco al Padre". Es un intercambio incesante y total: "Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío". El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". En correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: "Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del padre". Hace siempre lo que place al Padre, es ésta su "comida".
Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: "Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, bien que para recobrarla". En este sentido, él se alegra de ir al padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: "Tú me has amado antes de la creación del mundo".
Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de Hijo y que constituye el secreto de0 la vida trinitaria: el Padre aparece en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.
De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma alegría en plenitud: "Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos".
Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? "Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis".
Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos, morir sobre una cruz. Pero el Padre no permitió que la muerte lo retuviese en su poder. La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: "Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique". Desde entonces Jesús vive para siempre en la gloria del Padre y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua.
Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hacha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria.
Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el profeta: "El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo". El Exultet pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorificado y esclarece las tinieblas de las almas": "Et nox illuminatio mea in deliciis meis".
La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotará.
El Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de quienes es el amor mutuo viviente, es pues comunicado al Pueblo de la nueva Alianza y a cada alma que se muestre disponible a su acción íntima. El hace de nosotros su morada, dulce huésped del alma. Con él habitan en el corazón del hombre el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo suscita en el corazón humano una plegaria filial impregnada de acción de gracias, que brota de lo íntimo del alma, en la oración y se expresa en la alabanza, la acción de gracias, la reparación y la súplica.
Entonces podemos gustar la alegría propiamente espiritual, que es fruto del Espíritu Santo: consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo y una satisfacción íntima en la posesión de Dios Trino, conocido por la fe y amado con la caridad que proviene de él. Esta alegría caracteriza por tanto todas las virtudes cristianas. Las pequeñas alegrías humanas que constituyen en nuestra vida como la semilla de una realidad más alta, queden transfiguradas. Esta alegría espiritual, aquí abajo, incluirá siempre en alguna medida la dolorosa prueba de la mujer en trance de dar a luz, y un cierto abandono aparente, parecido al del huérfano: lágrimas y gemidos, mientras que el mundo hará alarde de satisfacción, falsa en realidad. pero la tristeza de los discípulos, que es según Dios y no según el mundo, se trocará pronto en una alegría espiritual que nadie podrá arrebatarles.
He ahí el estatuto de la existencia cristiana y muy en particular de la vida apostólica. Esta, al estar animada por un amor apremiante del Señor y de los hermanos, se desenvuelve necesariamente bajo el signo del sacrificio pascual, yendo por amor a la muerte y por la muerte a la vida y al amor. De ahí la condición del cristiano, y en primer lugar del apóstol que debe convertirse en el "modelo del rebaño" y asociarse libremente a la pasión del Redentor. Ella corresponde de este modo a lo que había sido definido en el evangelio como la ley de la bienaventuranza cristiana en continuidad con el destino de los profetas:
"Dichosos vosotros si os insultan, os persiguen y os calumnian de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa serán grande en los cielos: fue así como persiguieron a los profetas que os han precedido".
Desafortunadamente no nos faltan ocasiones para comprobar, en nuestro siglo tan amenazado por la ilusión del falso bienestar, la incapacidad "psíquica" del hombre para acoger "lo que es del Espíritu de Dios: es una locura y no lo pude conocer, porque es con el espíritu como hay que juzgarla". El mundo -que es incapaz de recibir el Espíritu de Verdad, que no ve ni conoce- no percibe más que una cara de las cosas. Considera solamente la aflicción y la pobreza del espíritu, mientras éste en lo más profundo de sí mismo, siente siempre alegría porque está en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
La alegría en el corazón de los santos
Desde hace veinte siglos esta fuente de alegría no ha cesado de manar en la Iglesia y especialmente en el corazón de los santos. Vamos a sugerir ahora algunos ecos de esta experiencia espiritual, que ilustra, según la diversidad de los carismas y de las vocaciones particulares, el misterio de la alegría cristiana.
El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de gracia, la Madre del Salvador. Acogiendo el anuncio de lo alto, sierva del Señor, esposa del Espíritu Santo, madre del Hijo eterno, ella deja desbordar su alegría ante su prima Isabel que alaba su fe: "Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Por eso, todas las generaciones me llamarán bienaventurada". Ella mejor que ninguna otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo, muestra su misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas.
Sin que el discurrir aparente de su vida salga del curso ordinario, medita hasta los más pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón. Sin que los sufrimientos queden ensombrecidos, ella está presente al pie de la cruz, asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como madre de dolores. pero ella está a la vez abierta sin reserva a la alegría de la Resurrección; también ha sido elevado, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo. Primera redimida, inmaculada desde el momento de su concepción, morada incomparable del Espíritu, habitáculo purísimo del Redentor de los hombres, ella es el mismo tiempo la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la Madre universal. Ella es el tipo perfecto de la Iglesia terrestre y glorificada.
Qué maravillosas resonancias adquieren en su singular existencia de Virgen de Israel las palabras proféticas relativas a la nueva Jerusalén: "Altamente me gozaré en el Señor y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salvación y me envolvió en manto de justicia, como esposo que se cine la frente con diadema, y como esposa que se adorna con sus joyas". Junto con Cristo, ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia: "Mater plena sanctae laetitiae" y, con toda razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: "Causa nostrae laetitiae".
Después de María, la expresión de la alegría más pura y ardiente la encontramos allá donde la Cruz de Jesús es abrazada con el más fiel amor, en los mártires, a quienes el Espíritu Santo inspira, en el momento crucial de la prueba, una espera apasionada de la venida del Esposo. San Esteban, que muere viendo los cielos abiertos, no es sino el primero de los innumerables testigos de Cristo.
También en nuestros días y en numerosos países, cuántos son los que, arriesgando todo por Cristo, podrían afirmar como el mártir san Ignacio de Antioquia: "Con gran alegría os escribo, deseando morir. Mis deseos terrestres han sido crucificados y ya no existe en mí una llama para amar la materia, sino que hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de mí: "Ven hacia el Padre".
Asimismo, la fuerza de la Iglesia, la certeza de su victoria, su alegría al celebrar el combate de los mártires, brota al contemplar en ellos la gloriosa fecundidad de la Cruz. Por eso nuestro predecesor san León Magno, exaltando desde esta Sede romana el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo exclama: "Preciosa es a los ojos del Señor la muerte de sus santos y ninguna clase de crueldad puede destruir una religión fundada sobre el misterio de la Cruz de Cristo. La Iglesia no es empequeñecida sino engrandecida por las persecuciones; y los campos del Señor se revisten sin cesar con más ricas mieses cuando los granos, caídos uno a uno, brotan de nuevo multiplicados.
Pero existen muchas moradas en la casa del Padre y, para quienes el Espíritu Santo abrasa el corazón, muchas maneras de morir a sí mismos y de alcanzar la santa alegría de la resurrección. La efusión de sangre no es el único camino. Sin embargo, el combate por el Reino incluye necesariamente la experiencia de una pasión de amor, de la que han sabido hablar maravillosamente los maestros espirituales.
Y en este campo sus experiencias interiores se encuentran, a través de la diversidad misma de tradiciones místicas, tanto en Oriente como en Occidente. Todas presentan el mismo recorrido del alma, "per crucem ad lucem", y de este mundo al Padre, en el soplo vivificador del Espíritu.
Cada uno de estos maestros espirituales nos ha dejado un mensaje sobre la alegría. En los Padres Orientales abundan los testimonios de esta alegría en el Espíritu. Orígenes, por ejemplo, ha descrito en muchas ocasiones la alegría de aquel que alcanza el conocimiento íntimo de Jesús: "Su alma es entonces inundada de alegría como la del viejo Simeón.
En el templo que es la Iglesia, estrecha a Jesús en sus brazos. Goza de la plenitud de la salvación teniendo en Aquel en quien Dios reconcilia al mundo. En la Edad Media, entre otros muchos, un maestro espiritual del Oriente, Nicolás Cabasilas, se esfuerza por demostrar cómo el amor de Dios de suyo procura la alegría más grande. En Occidente es suficiente citar algunos nombres entre aquellos que han hecho escuela en el camino de la santidad y de la alegría. San Agustín, san Bernardo, santo Domingo, san Ignacio de Loyola, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Avila, san Francisco de Sales, san Juan Bosco.
Deseamos evocar muy especialmente tres figuras, muy atrayentes todavía hoy para todo el pueblo cristiano. En primer lugar el pobrecillo de Asís, cuyas huellas se esfuerzan en seguir muchos peregrinos del Año Santo. Habiendo dejado todo por el Señor, él encuentra, gracias a la santa pobreza, algo por así decir de aquella bienaventuranza con que el mundo salió intacto de las manos del Creador. En medio de las mayores privaciones, medio ciego, él pudo cantar el inolvidable Cántico de las Criaturas, la alabanza a nuestro hermano Sol, a la naturaleza entera, convertida para él en un transparente y puro espejo de la gloria divina, así como la alegría ante la venida de "nuestra hermana la muerte corporal": "Bienaventurados aquellos que se hayan conformado a tu santísima voluntad...".
En tiempos más recientes, Santa Teresa de Lisieux nos indica el camino valeroso del abandono en las manos de Dios, a quien ella confía su pequeñez. Sin embargo, no por eso ignora el sentimiento de la ausencia de Dios, cuya dura experiencia ha hecho, a su manera, nuestro siglo: "A veces le parece a este pajarito (a quien ella se compara) no creer que exista otra cosa sino las nubes que lo envuelven... Es el momento de la alegría perfecta para el pobre, pequeño y débil ser... Qué dicha para él permanecer allí y fijar la mirada en la luz invisible que se oculta a su fe ".
Finalmente, ¿cómo no mencionar la imagen luminosa para nuestra generación del ejemplo del bienaventurado Maximiliano Kolbe, discípulo genuino de San Francisco? En medio de las más trágicas pruebas que ensangrentaron nuestra época, él se ofrece voluntariamente a la muerte para salvar a un hermano desconocido; y los testigos nos cuentan que su paz interior, su serenidad y su alegría convirtieron de alguna manera aquel lugar de sufrimiento, habitualmente como una imagen del infierno para sus pobres compañeros y para él mismo, en la antesala de la vida eterna.
En la vida de los hijos de la Iglesia, esta participación en la alegría del Señor es inseparable de la celebración del misterio eucarístico, en donde comen y beben su Cuerpo y su Sangre. Así sustentados, como los caminantes, en el camino de la eternidad, reciben ya sacramentalmente las primicias de la alegría escatológica.
Puesta en esta perspectiva, la alegría amplia y profunda derramada ya en la tierra dentro del corazón de los verdaderos fieles, no puede menos de revelarse como "diffusivum sui", lo mismo que la vida y el amor de los que es un síntoma gozoso.
La alegría es el resultado de una comunión humano-divina y tiende a una comunión cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo Procura al corazón una apertura católica hacia el mundo de los hombres, al mismo tiempo que los fustiga con la nostalgia de los bienes eternos. En los que la adoptan ahonda la conciencia de su condición de destierro, pero los preserva de la tentación de abandonar su puesto de combate por el advenimiento del Reino. Los hace encaminarse con premura hacia la consumación celestial de las Bodas del Cordero.
Está serenamente tensa entre el tiempo de las fatigas terrestres y la paz de la Morada eterna, conforme a la ley de gravitación del Espíritu: "Si pues, por haber recibido estas arras (del Espíritu filial), gritamos ya desde ahora: "abba, Padre", ¿qué será cuando, resucitados, los veamos cara a cara, cuando todos los miembros en desbordante marea prorrumpirán en un himno de júbilo, glorificando a Aquel que los ha resucitado de ente los muertos y premiado con la vida eterna? Porque si ahora las simples arras, envolviendo completamente en ellas al hombre, le hacen gritar: "Abba, Pater", ¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando Dios la haya dado a los hombres? Ella nos hará semejantes a él y dará cumplimiento a la voluntad del Padre, porque ella hará al hombre a imagen y semejanza de Dios". Ya desde ahora, los santos nos ofrecen una pregustación de esta semejanza
La esperanza nos consuela en el camino - SAN AGUSTÍN
“¿Qué decir de la esperanza? ¿Existirá allí? Dejará de existir cuando se haga presente la realidad esperada. También la esperanza es necesaria durante la peregrinación; es ella la que nos consuela en el camino. El viandante que se fatiga en el camino, soporta la fatiga, porque espera llegar a la meta. Quítale la esperanza de llegar, y al instante se quebrantarán sus fuerzas. Por ello, también la esperanza en el tiempo presente forma parte de la justicia de nuestra peregrinación.
Escucha al mismo Apóstol: Mientras esperamos la adopción, gemimos todavía en nuestro interior. Donde hay gemidos no se puede hablar de aquella felicidad de la que dice la Escritura: Pasó la fatiga y el llanto (Is 35,10). Por lo tanto, dice, gemimos todavía en nuestro interior, mientras esperamos la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Gemimos todavía, ¿por qué? Hemos sido salvados en esperanza. La esperanza que se ve no es esperanza. Si alguien ve algo, ¿cómo puede esperarlo? Si, en cambio, esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos. Por esta paciencia fueron coronados los mártires; deseaban lo que no veían y despreciaban los sufrimientos. Fundados en esta esperanza decían: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿La espada? Porque por ti... ¿Dónde está el por quién? Porque por ti vamos a la muerte cada día. Por ti (Rom 8,23.24.25.35.36). ¿Y dónde está: Dichosos quienes no vieron y creyeron? (Jn 20,29). Mira dónde está: está en ti, pues en ti está tu misma fe. ¿O nos engaña el Apóstol que dice que Cristo habita por la fe en nuestros corazones? (Ef 3,17). Ahora habita por la fe, luego por la visión; por la fe mientras estamos en camino, mientras dura nuestro peregrinar. Mientras estamos en el cuerpo, peregrinamos lejos del Señor; caminamos en la fe, no en la visión (2 Cor 5,6-7).
Si esto es la fe, ¿qué será la visión? Escúchalo: Dios será todo en todos (1 Cor 15,28). ¿Qué es todo? Todo lo que aquí buscabas, todo lo que aquí tenemos por grande, todo eso será Dios para ti. ¿Qué querías, qué amabas aquí? ¿Comer y beber? Él será para ti comida y bebida. ¿Qué deseabas aquí? ¿La salud de tu cuerpo frágil y temporal? Él será para ti inmortalidad. ¿Buscabas aquí riquezas? Avaro, ¿qué te puede bastar si no te basta Dios? ¿Amabas la gloria y los honores? Dios será para ti gloria, él, a quien ahora decimos: Tú eres mi gloria, que ensalza mi cabeza (Sal 3,4). Ya ensalzó mi cabeza: nuestra Cabeza es Cristo. Pero ¿de qué te extrañas? Tanto la Cabeza como los miembros serán exaltados; entonces será Dios todo en todos. Esto lo creemos y esperamos ahora; cuando lleguemos, lo poseeremos. Entonces, en vez de fe, habrá visión. ¿Qué decir de la caridad? ¿También ella existe ahora y dejará de existir después? Si amamos creyendo sin ver, ¡cómo amaremos cuando llegue la visión y la posesión! Por lo tanto, habrá caridad, pero será perfecta, como dice el Apóstol: La fe, la esperanza y la caridad: tres cosas, la mayor de las cuales es la caridad (1 Cor 13,13). Estando en posesión de ella y nutriéndola en nosotros, perseveremos con confianza en Dios, con su ayuda, y digamos hasta que él se apiade y lo lleve a la perfección: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La espada? Porque por tu causa somos llevados a la muerte y considerados como ovejas para el matadero. ¿Y quién soporta, quién tolera todo esto? Pero en todas estas cosas vencemos. ¿Cómo? Por aquel que nos amó (Ro 8,36-37). Por ello, si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (Ro 8,31).” (San Agustín, Sermón 158,8-9)
(vv.10-12) Para los autores del NT, la salvación aportada por Cristo fue anunciada ya por los profetas del AT; pero el tiempo y la manera concreta de su realización escapaban a su conocimiento. La profecía no es fotografía del futuro. Así, cuando el anuncio se cumple, la realización misma aclara, explica y confirma la profecía (II Pe 1,19).
El "acontecimiento Cristo" ha iluminado las Escrituras. De allí, la riqueza y la profundidad de la lectura cristiana del AT. Aquí se eligieron dos verbos de casi idénticos contenido para describir el laborioso y anheloso meditar durante noches enteras, de los hombres de Dios del AT, aquel escudriñar en oración en las SSEE. Tenían puestos los ojos en el tiempo de la salvación mesiánica, en eso que en el pasaje precedente se ha descrito como la salvación cristiana.
Dos veces se habla del Espíritu en este pasaje, y las dos veces resuena todo el misterioso soplo y aliento del hálito de vida de Dios. Para Pedro, el Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo, estaba en los profetas y les hizo predecir los sufrimientos y la glorificación de Cristo. La alusión a Is 52,13 es clara (cfr. Sal 22; Mt 13,16-17; Lc 18,31; 24,26).
Hay una continuidad perfecta en el plan de Dios. Lo que oscuramente anunciaron los profetas estaba ordenado a los tiempos mesiánicos, y ahora lo proclaman claramente los predicadores del Evangelio (Ro 16,25-26), con el poder y la luz del Espíritu Santo, que les ha sido enviado del cielo por Cristo resucitado (Hch 1,8; 2,33; I Cor 2,4; I Tes 1,5).
En estas palabras se destacan dos verdades del símbolo de la fe de los apóstoles: en primer lugar, la creencia de que el Espíritu Santo había hablado en los profetas desde los tiempos remotos. Y en segundo lugar que el Espíritu no es sólo hálito del Padre sino también del Hijo.
La grandeza del plan divino llena de admiración a los mismos ángeles del cielo. Para el judaísmo tardío, los ángeles eran los mediadores de la revelación (Hch 7,38; Gál 3,19). Ahora, quienes revelan el designio divino de la salvación son la Iglesia y los predicadores del Evangelio (Ef 3,10). A Pedro, dominado por la grandiosidad de los designios redentores que hay en el Dios uno y trino, le aparece todo este acontecer de salvación como un espectáculo para el cielo. Así cierra su himno de acción de gracias.
El objeto al que dirigen los ángeles su mirada desde lo alto no es una injusticia sangrienta "que clama al cielo", ni tampoco exclusivamente el servicio litúrgico, sino la entera vida cristiana, oculta e incomprensible al mundo pagano circundante, o, para decirlo con más profundidad y verdad: "los sufrimientos y la gloria" de Cristo, que pervive en su Iglesia…
(vv.13-21) Para algunos autores esta perícopa es un fragmento de una homilía preparatoria para el Bautismo, centrada en la tipología del Éxodo (Cfr. I Jn 3,3-10;Tit 2,11-14). Del gozo agradecido de nuestra redención se desprenden exigencias morales. Éstas se exponen en las imágenes de Éxodo de Israel de Egipto en estrecha conexión con la instrucción bautismal de la primitiva Iglesia.
Tras el júbilo y el entusiasmo domina de repente un tono muy distinto. Por la salud que se nos ha otorgado debemos ser sobrios. Deben ir de la mano el júbilo y la sobriedad. He aquí la distinción del gozo que proviene del Espíritu Santo, del entusiasmo de los cultos y religiones no cristianos. El gozo del Espíritu Santo hace al hombre fuerte para que pueda emprender los posibles contratiempos.
"Ceñios los lomos de vuestro espíritu". "Ceñirse la cintura" es una imagen que expresa la preparación inmediata para el servicio, para un viaje o para el combate (Lc 12,35-49; Ef 6,14). En la imagen del ceñirse, surge ante nuestros ojos aquella noche sagrada, en la que una comunidad se aprestó por primera vez para una gran expedición (Éx 12,11), también el que trabaja se alzaba la ropa. Hay alusión en la expresión, a una marcha espiritual y el hombre debe ceñirse. El querer entero del hombre, con sus búsquedas más profundas deben movilizarse para un camino de vida
La sobriedad[3] es la virtud que busca un equilibrio sano, evitando traspasar los límites razonables. En cuanto a la empresa que aquí se trata, es evidentemente la empresa espiritual de la salvación, que es una gracia. Se siente, además, que el autor vive la tensión de la Parusía del Señor.
"Como hijos obedientes". La fe requiere la obediencia a Dios (1,2.22). Es la obediencia de la fe de que habla Pablo en Rom 1,5. El cristiano se ha visto ya liberado de la ignorancia de Dios y de las consecuencias de esas tinieblas espirituales; pues bien, que no retroceda volviendo de nuevo a los deseos pecaminosos de antes (4,3; Ro 6,9; 12,2; Ef 2,1-3; 4,17-18), sino más bien que imite la santidad de Dios, que lo ha llamado (Lev 11,44-45;19,2;20,7.26;Mt 5,48; I Jn 3,3)
(vv.17-20) El poder llamar "Padre" a Dios, que es el juez universal, lejos de ser una excusa para llevar una conducta de libertinaje, debe ser motivo para vivir la vida terrestre, "nuestro destierro", en medio de un mundo pagano hostil, en el temor de Dios, hecho de amor, respeto, veneración y obediencia.
La paternidad de Dios atestiguada ya en los escritos del la Antigua Alianza (Sal 89,26; Is 64,8; Jer 3,19; Sir 23,4; Sab 14,3), se personaliza en "Dios Padre" en la revelación neotestamentaria, a partir de Jesús (Mt 6,9; Lc 11,2).
En cuanto a la retribución personal según las propias obras, es una doctrina que corre a lo largo de las Escrituras (Sal 28,4; 62,12; Pro 24,12; Is 59,18; Jer 17,10; I Cor 3,8; II Cor 11,15; Rom 2,6; II Tim 4,14; Ap 2,23; 18,6;20,13-14;22,12)
Los versículos 18-21 presentan una síntesis de la obra de la "redención o rescate" de los hombres, gracias al misterio de la pasión redentora y expiatoria, y de la resurrección gloriosa de Cristo Jesús. En el trasfondo de esta descripción hay alusiones a varios pasajes de la Escritura. Se trata, ante todo, de la redención o rescate de una esclavitud, que en este caso es "la conducta necia" de pecado en el paganismo. Pues bien, el rescate no ha consistido en dar plata (Is 52,3), sino en el derramamiento de la sangre preciosa de Cristo, víctima purísima.
Según las normas del Levítico, la sangre era símbolo de la vida (Lv 17,14); y toda víctima, para ser agradable, debía ser sin defecto, particularmente tratándose del sacrificio de la Pascua (Ex 12,5; Lev 22,18-25).
Así pues, Cristo es el verdadero cordero inmaculado y sin defecto, de la nueva Pascua de liberación, de redención o de rescate, respecto del pecado (v.18). La sangre de Cristo recuerda, a lo largo del NT, la sangre del cordero pascual (Ex 12,7.13; Jn 1,29; 19,36; He 20,28; I Cor 5,7;6,20;7,23; Ro 3,24-25; Ef 1,7;5,2; Heb 9,12; Ap 5,9)
Este eterno plan de salvación fue revelado a favor nuestro, "en los últimos tiempos", que se han iniciado con la encarnación del Hijo de Dios y han llegado a su plenitud con la resurrección de Cristo (I Cor 2,7; Ro 4,24-25; 10,9; 16,25-26; Col 1,26; Ef 3,9-10; Tit 1,2-3) Finalmente, la fe y la esperanza cristianas tienen como fundamento y apoyo al mismo Dios.
(vv.22-25) El cristiano, que ha sido regenerado y vive una nueva vida, debe formar una comunidad: «Amaos unos a otros de corazón» (v 22). No basta saberse salvado; es necesario crecer mediante el alimento de la Palabra para formar un edificio nuevo fundamentado en Cristo (2,1). De esta manera se irá cumpliendo la profecía centrada en la Alianza: «Los que antes no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (2,10).
Cuatro ideas forman el contenido de este breve párrafo:
1) La purificación de la persona. Esta se obtiene por la obediencia a la verdad. Por "verdad" se entiende aquí, como en otros sitios del NT, "la palabra de la fe" (Rom 10,8), el conjunto de la revelación de Dios a los hombres, o el depósito de la fe" (I Tim 6,20; II Tim 1,14).
2) El precepto del amor. La mención del amor, hace referencia al "camino mejor" que nos presenta San Pablo en I Cor, sobre el que se sustenta toda la vida cristiana.
3) Es notable la importancia que el tema de la Palabra tiene en toda esta exhortación: la Palabra es la que nos regenera, nos alimenta y nos constituye como pueblo. Es un tema muy conocido y antiguo, con fuertes resonancias bíblicas que van del Génesis al NT: Dios habla y dice: que haya... y hay; manda y se realiza, la palabra, dirá Yahvé, «no vuelve a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,11). El Nuevo Testamento se hace eco de eso cuando habla de la acción creadora de la Palabra (Jn 1) y de su acción vivificadora (Heb 4,12). Por eso la denomina palabra de la vida (Flp 2,16), de la gracia (Hch 14,3), de la salvación (Hch 13,26).
Pero todo esto puede resultar muy teórico para nosotros. A fin de cuentas, no podemos reducir la «Palabra de Dios» a la Escritura. Deberíamos preguntarnos cuáles como ecos de la palabra de Dios son verdaderamente las «palabras» que nos renuevan y rehacen. ¿No nos hablan de Dios muchas veces los hombres sencillos, los niños, los enfermos, los oprimidos, los que sufren? ¿No son éstas las palabras de Dios que nos llegan al interior y nos transforman?
La Palabra de Dios es una realidad viva y permanente, según el texto aducido de Is 40,6-8 (cfr heb 4,12), es la semilla -principio vital- que produce el nuevo nacimiento de lo alto, "engendrados de lo alto". En la parábola del sembrador Jesús ya había identificado la "semilla con la Palabra de Dios" (Lc 8,11).
4) Y esa Palabra es:"¿El Evangelio que se os ha anunciado!" Para Juan es el Hijo hecho carne. Para Pedro 1,23, la Palabra es la predicación del Evangelio, principio del nuevo nacimiento. En cuanto a Juan y a Pablo, ellos ven en el Espíritu el principio que nos hace hijos de Dios (Jn 3,5; Gál 4,6).
[1] "Con esto quería indicar Jesucristo que Simón, conforme al plan salvífico de Dios, participaría en delante de la firmeza de Dios. En el AT, con frecuencia, se designa a Yahvéh como la "roca" de Israel, y en el NT es Cristo la roca (I Cor 10,4). Este nombre que expresa su cualidad divina, se aplicó a un hombre débil. Solo con la fe el hombre puede participar de la firmeza de Dios. Por esta razón el padre de nuestra fe, Abraham, fue ya designado como roca por el profeta Isaías (cfr. Is 51,1s). Había sido llamado por Dios a ser el fundamento de su pueblo elegido. Kefas ocupa este puesto con respecto al nuevo y verdadero Israel".
[2] Tras la muerte violenta del hermano del Señor y obispo de Jerusalén, Santiago, el año 62, fue ya un hecho patente la separación entre el naciente cristiano y el judaísmo. Un cristiano ya no podía, como tal, invocar los privilegios de los judíos, que, por ejemplo, desde los tiempos de César estaban dispensados oficialmente de la obligación de tributar al emperador honores divinos en el culto público.
[3] Santo Tomás de Aquino: "…la palabra sobriedad se deriva de medida. Al decir que alguien es sobrio indicamos que guarda una medida. Por eso la sobriedad se apropia, de un modo específico, una materia en la cual es sumamente laudable el observar una medida, cual es la bebida alcohólica. En efecto, el uso de la bebida con moderación es muy saludable, mientras que el exceso en ella hace mucho daño, porque impide el uso de la razón más incluso que el exceso en la comida. Por eso leemos en Eclo 31,37-38: Alegría del corazón y bienestar del alma es el vino tomado con sobriedad; dolor de cabeza, amargura e ignominia es el vino bebido con exceso. Por ello, la sobriedad se ocupa especialmente de la bebida, no de cualquier bebida, sino de la que, por sus cualidades espiritosas, puede trastornar la cabeza, como son el vino y todas las demás bebidas inebriantes. En cambio, si tomamos la sobriedad en sentido genérico, puede aplicarse a cualquier materia, exactamente igual que dijimos antes sobre la fortaleza y la templanza (q.123 a.2; q.141 a.2).
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