NARCISISMO
Definido
sin tecnicismos psicológicos, sino en un lenguaje a medio camino entre la antropología,
la moral y la teología espiritual, el
narcicismo es el quedarse encerrado en la contemplación de uno mismo.
El
conocido mito griego nos narra que una ninfa se enamora de Narciso, y este no
le corresponde. Mientras huía de ella, se queda pasmado ante su propia
imagen reflejada en las aguas de un río, y se enamora perdidamente de sí
mismo, lo que le lleva a lanzarse al agua y morir ahogado.
En
definitiva, el narcisismo es
considerado como la incapacidad, o cuando menos una seria dificultad, de
amar a un ‘tú’ distinto de uno mismo. El narcisismo está ligado a la
hipersensibilidad, a la absolutización de los sentimientos y temores, a
la percepción errónea de que todo en la vida gira en torno a uno mismo…
Por
el contrario, la Revelación judeo-cristiana nos ha mostrado en la práctica que
amar es siempre un éxodo. La Historia de la Salvación es la historia de la
llamada que Yahvé hace a su pueblo a vivir en plenitud; para lo cual es
necesario salir de nuestro propio entorno, ir en busca de una tierra
nueva, distinta, desconocida, caminando con la confianza propia de quien
tiene la firme esperanza de que Dios quiere nuestra felicidad.
Difícilmente
se podrá superar la herida del narcisismo si nos olvidamos del Dios que nos
ha creado –hombre y mujer- a su imagen y semejanza, llamándonos a la
comunión en el amor. Hombres y mujeres somos distintos y complementarios.
Y de esta forma llegamos a entender que amar es promover el bien que hay
en el otro; siendo esto incompatible con la tendencia narcisista que
pretende ‘poseer’ al
prójimo, asimilándolo a uno mismo, hasta el punto de hacerlo desaparecer.
Es
muy interesante comprobar que en alguna de las distintas versiones de este mito
griego,se narra que la tragedia de Narciso comenzó a gestarse desde el mismo
momento de su concepción, ya que fue fruto de una violación. Narciso
arrastra esa herida —hoy en día diríamos que
arrastra la herida de saberse un hijo no deseado— y
a lo largo de toda su vida va dando tumbos, intentando inútilmente
sobreponerse a su sufrimiento, con la táctica de huir hacia adelante. En
efecto, se dedica a provocar a hombres y mujeres, mortales y dioses; a suscitar
pasiones, a las cuales luego no consigue responder por su incapacidad de
amar y de reconocer al otro.
¡¡Es
sorprendente descubrir que en un mito de hace más de dos mil años, anterior a
la llegada de Jesucristo, se pueda reconocer con tanta exactitud las
heridas del joven de nuestros días, o digámoslo con mayor precisión, del
hombre y de la mujer de nuestros días!!
Tal
vez podríamos resumir el drama de la emergencia afectiva —en contraste con
el avance vertiginoso de las tecnologías— con el siguiente hecho: en lo
tocante a la búsqueda de la felicidad, no parece que avancemos mucho; y a
veces incluso —así lo señalan nuestros mayores—parece como si retrocediésemos. El móvil del joven es de última
generación, pero su corazón se asemeja a la tortuga de la aporía de Zenón
(“Aquiles y la tortuga”):
ésta no parece terminar nunca de llegar a la meta… a la meta del amor.
El
narcisismo suele tener dos manifestaciones que parecen —sin serlo—
contradictorias. En los momentos de euforia, el Narciso actual tiene la
ridícula pretensión de ocupar en cualquier escenario el puesto de la ‘novia de la boda’ o
del ‘niño del bautizo’.
Pero en los momentos de depresión —que
cada vez son más frecuentes—,
nuestro Narciso se consuela y hasta se complace con ser el ‘muerto del entierro’.
Esto
último es muy frecuente: considerar siempre como insuficiente lo que se recibe
de los demás, ser un mendigo perpetuamente insatisfecho. Paradójicamente,
se busca ansiosamente la realización personal por medio de la lamentación
victimista…(“¡Nadie
me hace caso!”, “¡Todo
me toca a mí!”, “¡Soy
un incomprendido!”, etc).4
Pero
aunque las formulaciones sean diferentes en un momento de ‘subidón’ o de ‘bajonazo’, en un contexto de ‘boda’ o de ‘entierro’; se respira siempre por la misma herida afectiva, buscando
ansiosamente aprecio, reconocimiento, elogio, admiración…
Pues
bien, sin la sanación del narcisismo es imposible conocer, amar y —sobre todo—
seguir
a Jesucristo, en profundidad y en coherencia; y en último término, ser feliz.
Sin la sanación del narcisismo es imposible la entrega generosa, que es un
aspecto clave en el Evangelio. Cuando el mensaje de Cristo se recibe en su
totalidad y no de una forma fragmentada, nos educa a no ser unos quejicas,
a ser positivos y agradecidos, a no autocontemplarnos con una insana y
excesiva preocupación por la imagen, a no pretender ser siempre especiales
ante los demás, a no
ser hipersensibles
a las críticas…
Pues
bien, ¿en qué deberíamos incidir especialmente en este momento, en el que
dirigimos la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos
efectivos en la sanación de la herida del narcisismo, y hagamos posible
la generosidad en el seguimiento a Cristo?
Vayamos por
partes:
A.-
El anuncio del amor de Dios funda la autoestima:
En
el pensamiento popular, con frecuencia se considera equivocadamente que el
narcisismo es un exceso de autoestima. Pero no es así; como hemos señalado
anteriormente, el autodesprecio no suele ser sino una manifestación más
del narcisismo. En realidad, lo opuesto al narcisismo no es el autodesprecio,
sino más bien una equilibrada autoestima. Lo cual quiere decir que la
sanación del narcisismo pasa por una educación en un sano y equilibrado
amor a uno mismo. Es más, dicho ‘amor
a uno mismo’ (‘autoestima’,
que diríamos hoy), es la medida indicada por Cristo para tomarla como
referencia a la hora de amar al prójimo (“Amarás
al prójimo como a ti mismo”).
El
Evangelio nos habla de la abnegación y del olvido de nosotros mismos, como
condición para seguir a Cristo. Pero para poder ejercitar tal cosa es
necesario estar fundado en una experiencia viva y actualizada del
valor que tenemos ante los ojos de Dios. No olvidemos que la autoestima no
proviene de hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia
física, sino de saberse amado. Sin duda alguna, uno de los motivos
principales de la falta de autoestima en nuestra cultura, es la crisis
de la familia, unida a la falta de conciencia del amor personal
e incondicional que Dios nos tiene. Y por ello, el anuncio del infinito
amor de Dios a cada persona, está llamado a ser la columna vertebral de la
Evangelización a los jóvenes.
El
joven —o mejor, ¡vamos a mirarnos todos en este espejo!—, cada uno de los
aquí
presentes,
sufrimos mucho por la fluctuación de nuestros sentimientos. Tenemos el riesgo
de valorarnos según el juicio ajeno, de hundirnos por un comentario o por
un fracaso, etc. ¡Es un auténtico drama que
nuestro estado de ánimo se parezca a los vaivenes de la bolsa o a la
montaña rusa! ¿Cómo encontrar un punto emocional
estable, sólido y firme?
La
respuesta, de nuevo, la tenemos en la Redención llevada a cabo por Jesucristo.
El valor del hombre es grande, como el de la misma sangre de Cristo.
Cuando nos encontremos ante la tentación de minusvalorarnos o de
autodespreciarnos, es el momento de recordarnos que “Dios no hace basura”, aunque a veces tengamos la tentación de vernos así cuando nos
miramos al espejo. Dios ha entregado su vida por cada uno de nosotros; por
ti, por mí… que a veces nos creemos el
centro del universo, y otras veces nos percibimos a nosotros mismos como
puro desperdicio.
Nuestra
autoestima no puede depender de que otros hablen bien o mal de nosotros,
ni siquiera
de que las cosas nos salgan mejor o peor… Es indudable que siempre estimaremos los comentarios positivos de los demás, y que nos alegrarán nuestros
logros y pequeños triunfos; pero la consideración real y última del valor
de nuestra vida no puede fundamentarse en ello. De lo contrario, seríamos —como tantas veces observamos en esta cultura narcisista— “mendigos de la afectividad”, en lugar de “vocacionados
al amor”.
Cristo
crucificado es la medida exacta de lo que cada uno de nosotros valemos para
Dios. No se trata de entenderlo solo en la teoría, sino de interiorizarlo
y personalizarlo, haciendo de ello nuestro carnet de identidad. Sin esta
fe, sería literalmente imposible la abnegación de uno mismo, y estaríamos
condenados a la esclavitud del narcisismo. La abnegación y el olvido de sí, en
el sentido en el que los predica Cristo en el Evangelio, presuponen el
amor a uno mismo.
Quien
tiene la experiencia de ser amado incondicionalmente por Dios, se encuentra a
sí mismo,
y es entonces cuando puede olvidarse de sí mismo en cada relación con los
demás; pero no por un afán de autodespreciarse, sino porque se siente
sobrado de aprecio y conciencia del amor incondicional recibido de
Dios.
B.-
Espiritualidad equilibrada (mística-ascética):
El
Evangelio de Jesucristo nos presenta y propone la mística del amor, que
integra una ascética del olvido de nosotros mismos y la oblación generosa.
Tal vez, en las últimas décadas no hayamos subrayado suficientemente esto
último (de forma similar a como anteriormente pudimos caer en un moralismo
que no subrayaba suficientemente la dimensión mística). Los pasajes
evangélicos que se resalta esta dimensión ascética son muchos e
importantes: “El que quiera seguirme, que cargue
con su cruz y me siga”, “El que no está conmigo, está contra mí”, “No podéis servir a dos señores”, “El que busque su vida la
perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará”… Es decir, el Evangelio nos presenta la abnegación de uno
mismo, como indispensable para la propia madurez y para poder abrirse
al encuentro con Dios.
Me
atrevería a decir que la mayoría de quienes asistimos a este Congreso de
Pastoral Juvenil
hemos sido educados desde nuestra infancia en una lectura del Evangelio caracterizada por la centralidad de la parábola del Hijo Pródigo. Sin duda
alguna, la parábola del Hijo Pródigo nos ha ayudado a subrayar la
iniciativa del amor de Dios, en la cual se fundamenta y se sostiene
la posibilidad de nuestra conversión. En efecto, el amor incondicional de
Dios es el que capacita al hombre para hacer de su vida una respuesta generosa.
Ahora
bien, creo que en el contexto de esta crisis afectiva en la que nos encontramos,
no es suficiente proclamar el ideal del amor, sino que es necesario
profundizar en los pasajes del Evangelio en los que la escuela del amor es
el Corazón de Cristo: ¿Cómo amar sin confundirlo con nuestro amor propio? ¿Cómo dejar de ser un quejica y un egoísta? ¿Cómo encaminarnos hacia el milagro del olvido de nosotros
mismos —que nos parece más difícil que el de
la sanación del ciego de nacimiento, la multiplicación de los panes o
caminar sobre las aguas del lago de Tiberíades—?
En
efecto, no hay mística sin ascética, ni ascética sin mística. Y en mi opinión,
el lugar del Evangelio en el que la mística y la ascética se unen es la
Cruz de Cristo. La Pasión de Cristo es pura mística y pura ascética, al
mismo tiempo. Pienso que la mayor aportación que podemos hacer para sanar
las heridas afectivas de los jóvenes de nuestra generación, de forma que estén
capacitados para el amor, es presentarles la Pasión de Cristo, pero no sólo como el lugar en el que se revela el amor divino, sino también como
la escuela del amor humano.
Tal vez hayamos tenido en las últimas décadas un importante déficit en la predicación sobre la Cruz de Cristo. Y no me refiero únicamente a la predicación del kerigma, sino a su aplicación práctica en la pedagogía, en el acompañamiento espiritual, etc. Sin la escuela de la Cruz de Cristo, el anuncio de la Resurrección se reduce a un hermoso mensaje de consolación, que resulta incapaz de sanar nuestras heridas y de movernos al amor. No podemos olvidar que cuando hablamos de ‘resurrección’, estamos hablando siempre de ‘Resurrección del Crucificado’.
C.-
Entre el ‘idealismo’ y el ‘realismo’, "acompañamiento espiritual”:
También
creo necesario hacer hincapié en un aspecto importante para la sanación de
esta tendencia narcisista que, en mayor o menor medida todos padecemos: “la aceptación humilde de la realidad”.
En efecto, a veces suele ocurrir que el narcisista tiende a refugiarse en
la utopía, o tal vez deberíamos matizar que intenta escudarse en ella. ¡Es recurrente la pretensión de justificar una actitud de
descontento y de queja permanente, con un falso recurso a los sueños
utópicos!
Pero
el camino del Evangelio nos ha enseñado a aspirar más alto, sin despegar para
ello los pies del suelo. El cristiano no puede permitirse perder tiempo y
energías en quejas y lamentos estériles. La aceptación de la realidad con
sentido cristiano, no nos impide aspirar a cambiarla. Es más, la
aceptación de la realidad, es un presupuesto indispensable para poder
aplicarnos en su transformación. Fue Unamuno, quien en medio de sus luchas de fe, dijo: "El que quiere todo lo que sucede, consigue que suceda
cuanto quiere. ¡Omnipotencia humana por la
aceptación!". En definitiva, el narcisista quiere cambiarlo todo
menos a sí mismo. Mientras que el cristiano aspira a cambiarlo todo, pero
empezando por uno mismo.
Pues
bien, el Sacramento de la Penitencia y el acompañamiento espiritual se nos
muestran como especialmente importantes y necesarios para conjugar
nuestros ‘ideales’ con nuestra ‘realidad’. En efecto, para que el idealismo del corazón del joven no se
reduzca a unos sueños utópicos que concluyen bruscamente al afrontar las
responsabilidades de la vida, es importante entender que no hay verdadero
idealismo si no parte de la propia conversión. Esto es precisamente lo que
le ocurrió a la generación utópica del ‘Mayo
del 68’. Su idealismo se tradujo más en una queja contra el sistema
político, que en un esfuerzo por la propia renovación.
En
el ideal cristiano, el máximo de utopía convive junto al máximo de realismo. No
se trata de huir de nuestra vida cotidiana y rutinaria, sino de vivir lo
ordinario de forma extraordinaria. Se trata de abrazar la propia realidad
—nuestros estudios, las relaciones con la familia, el trabajo…—, esa que a veces nos parece demasiado material e inmediata, pero que es precisamente donde sale el Señor a nuestro encuentro: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo”, dijo Jesús resucitado. “Palpadme
y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo” (cf. Lc 24, 39).
D.-
La presencia de Cristo en los pobres nos evangeliza:
En
esta pedagogía evangélica para la sanación del narcisismo y para la educación
en la entrega generosa, quisiera subrayar algo importante. Me refiero a la
potencialidad sanadora que pueden tener en el corazón de los jóvenes las
experiencias de acercamiento al sufrimiento del prójimo.
En
efecto, una de las mejores formas de superar ese narcisismo que nos lleva a ser
unos ‘victimillas’
o unos ‘quejicas’, es precisamente acercarse a conocer a las verdaderas víctimas, es decir, a los ancianos que viven en soledad, enfermos
psíquicos que son esquivados e ignorados por la sociedad, usuarios de los
comedores de emergencia, pobres del Tercer Mundo… Se
trata de una auténtica terapia de choque, que puede llegar a ser muy
efectiva para la sanación de nuestro narcisismo y para la educación en el
amor generoso. En las últimas décadas hemos podido comprobar el gran bien
recibido en el corazón de los jóvenes que han participado en
experiencias como son: campos de trabajo, grupos de apoyo a proyectos
misioneros, voluntariado en África u otros lugares, etc. Es obvio que
numéricamente se trata de una minoría en medio del conjunto de los
jóvenes, pero su experiencia constituye un referente importante para la
Pastoral Juvenil.
Por
otra parte, la misma experiencia nos indica la conveniencia de acompañar adecuadamente
estas inserciones en el mundo del dolor y de la marginación. No es la
mera pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de
descubrir a Cristo en toda situación de sufrimiento. Es Él quien sale al
encuentro de los que salen al encuentro de los sufrientes. Es decir, si
bien es plenamente cierta la expresión de que ‘los pobres nos
evangelizan’, no debemos olvidar la importancia de descubrir a Cristo
presente en los pobres y marginados, para que pasemos de la teoría a la
experiencia contrastada.
Por otra parte, la misma experiencia nos indica la conveniencia de acompañar adecuadamente estas inserciones en el mundo del dolor y de la marginación. No es la mera pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de descubrir a Cristo en toda situación de sufrimiento. Es Él quien sale al encuentro de los que salen al encuentro de los sufrientes. Es decir, si bien es plenamente cierta la expresión de que ‘los pobres nos evangelizan’, no debemos olvidar la importancia de descubrir a Cristo presente en los pobres y marginados, para que pasemos de la teoría a la experiencia contrastada.
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