lunes, 5 de noviembre de 2012

MONSEÑOR JOSÉ IGNACIO MUNILLA: SANAR LAS HERIDAS DEL NARCISISMO EN LOS JÓVENES


NARCISISMO



Definido sin tecnicismos psicológicos, sino en un lenguaje a medio camino entre la antropología, la moral y la teología espiritual, el narcicismo es el quedarse encerrado en la contemplación de uno mismo.

El conocido mito griego nos narra que una ninfa se enamora de Narciso, y este no le corresponde. Mientras huía de ella, se queda pasmado ante su propia imagen reflejada en las aguas de un río, y se enamora perdidamente de sí mismo, lo que le lleva a lanzarse al agua y morir  ahogado.

En definitiva, el narcisismo es considerado como la incapacidad, o cuando menos una seria dificultad, de amar a un ‘tú’ distinto de uno mismo. El narcisismo está ligado a la hipersensibilidad,  a la absolutización de los sentimientos y temores, a la percepción errónea de que todo en la vida gira en torno a uno mismo…

Por el contrario, la Revelación judeo-cristiana nos ha mostrado en la práctica que amar es siempre un éxodo. La Historia de la Salvación es la historia de la llamada que Yahvé hace a su pueblo a vivir en plenitud; para lo cual es necesario salir de nuestro propio entorno, ir en busca de una tierra nueva, distinta, desconocida, caminando con la confianza propia de  quien tiene la firme esperanza de que Dios quiere nuestra felicidad.

Difícilmente se podrá superar la herida del narcisismo si nos olvidamos del Dios que nos ha creado –hombre y mujer- a su imagen y semejanza, llamándonos a la comunión en el amor. Hombres y mujeres somos distintos y complementarios. Y de esta forma llegamos a entender que amar es promover el bien que hay en el otro; siendo esto incompatible con la tendencia narcisista que pretende ‘poseer’ al prójimo, asimilándolo a uno mismo, hasta el punto de hacerlo desaparecer.

Es muy interesante comprobar que en alguna de las distintas versiones de este mito griego,se narra que la tragedia de Narciso comenzó a gestarse desde el mismo momento de su concepción, ya que fue fruto de una violación. Narciso arrastra esa herida —hoy en día diríamos  que arrastra la herida de saberse un hijo no deseado— y a lo largo de toda su vida va dando tumbos, intentando inútilmente sobreponerse a su sufrimiento, con la táctica de huir hacia adelante. En efecto, se dedica a provocar a hombres y mujeres, mortales y dioses; a suscitar  pasiones, a las cuales luego no consigue responder por su incapacidad de amar y de reconocer al otro.

¡¡Es sorprendente descubrir que en un mito de hace más de dos mil años, anterior a la llegada de Jesucristo, se pueda reconocer con tanta exactitud las heridas del joven de nuestros días, o digámoslo con mayor precisión, del hombre y de la mujer de nuestros días!!

Tal vez podríamos resumir el drama de la emergencia afectiva —en contraste con el avance vertiginoso de las tecnologías— con el siguiente hecho: en lo tocante a la búsqueda de la felicidad, no parece que avancemos mucho; y a veces incluso —así lo señalan nuestros mayores—parece como si retrocediésemos. El móvil del joven es de última generación, pero su corazón se asemeja a la tortuga de la aporía de Zenón (“Aquiles y la tortuga”): ésta no parece terminar nunca de llegar a la meta… a la meta del amor.

El narcisismo suele tener dos manifestaciones que parecen —sin serlo— contradictorias. En los momentos de euforia, el Narciso actual tiene la ridícula pretensión de ocupar en cualquier escenario el puesto de la ‘novia de la boda’ o del ‘niño del bautizo’. Pero en los momentos de depresión —que cada vez son más frecuentes—, nuestro Narciso se consuela y hasta se complace con ser el ‘muerto del entierro’.

Esto último es muy frecuente: considerar siempre como insuficiente lo que se recibe de los demás, ser un mendigo perpetuamente insatisfecho. Paradójicamente, se busca ansiosamente la realización personal por medio de la lamentación victimista…(“¡Nadie me hace caso!”, “¡Todo me toca a mí!”, “¡Soy un incomprendido!”, etc).4

Pero aunque las formulaciones sean diferentes en un momento de ‘subidón’ o de ‘bajonazo’, en un contexto de ‘boda’ o de ‘entierro’; se respira siempre por la misma herida  afectiva, buscando ansiosamente aprecio, reconocimiento, elogio, admiración…

Pues bien, sin la sanación del narcisismo es imposible conocer, amar y —sobre todo—
seguir a Jesucristo, en profundidad y en coherencia; y en último término, ser feliz. Sin la sanación del narcisismo es imposible la entrega generosa, que es un aspecto clave en el Evangelio. Cuando el mensaje de Cristo se recibe en su totalidad y no de una forma fragmentada, nos educa a no ser unos quejicas, a ser positivos y agradecidos, a no autocontemplarnos con una insana y excesiva preocupación por la imagen, a no pretender ser siempre especiales ante los demás, a no
ser hipersensibles a las críticas…

Pues bien, ¿en qué deberíamos incidir especialmente en este momento, en el que  dirigimos la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de  la herida del narcisismo, y hagamos posible la generosidad en el seguimiento a Cristo? 

Vayamos por partes:
A.- El anuncio del amor de Dios funda la autoestima: 

En el pensamiento popular, con frecuencia se considera equivocadamente que el narcisismo es un exceso de autoestima. Pero no es así; como hemos señalado anteriormente, el autodesprecio no suele ser sino una manifestación más del narcisismo. En realidad, lo opuesto al narcisismo no es el autodesprecio, sino más bien una equilibrada autoestima. Lo cual quiere decir que la sanación del narcisismo pasa por una educación en un sano y equilibrado amor a uno mismo. Es más, dicho ‘amor a uno mismo’ (‘autoestima’, que diríamos hoy), es la medida indicada por Cristo para tomarla como referencia a la hora de amar al prójimo (“Amarás al prójimo como a ti mismo”).

El Evangelio nos habla de la abnegación y del olvido de nosotros mismos, como condición  para seguir a Cristo. Pero para poder ejercitar tal cosa es necesario  estar fundado en una experiencia viva y actualizada del valor que tenemos ante los ojos de Dios. No olvidemos que la autoestima no proviene de hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia física, sino de saberse  amado. Sin duda alguna, uno de los motivos principales de la falta de autoestima en nuestra cultura, es  la crisis de la familia, unida a la falta  de conciencia del amor personal e incondicional que Dios nos tiene. Y por ello, el anuncio del infinito amor de Dios a cada persona, está llamado a ser la columna vertebral de la Evangelización a los jóvenes.

El joven —o mejor, ¡vamos a mirarnos todos en este espejo!—, cada uno de los aquí 
presentes, sufrimos mucho por la fluctuación de nuestros sentimientos. Tenemos el riesgo de valorarnos según el juicio ajeno, de hundirnos por un comentario o por un fracaso, etc. ¡Es un auténtico drama que nuestro estado de ánimo se parezca a los vaivenes de la bolsa o a la montaña rusa! ¿Cómo encontrar un punto emocional estable, sólido y firme?

La respuesta, de nuevo, la tenemos en la Redención llevada a cabo por Jesucristo. El valor  del hombre es grande, como el de la misma sangre de Cristo. Cuando nos encontremos ante la tentación de minusvalorarnos o de autodespreciarnos, es el momento de recordarnos que “Dios no hace basura”, aunque a veces tengamos la tentación de vernos así cuando nos miramos al espejo. Dios ha entregado su vida por cada uno de nosotros; por ti, por mí… que a veces nos creemos el centro del universo, y otras veces nos percibimos a nosotros mismos como puro desperdicio.

Nuestra autoestima no puede depender de que otros hablen bien o mal de nosotros, ni  siquiera de que las cosas nos salgan mejor o peor… Es indudable que siempre estimaremos los comentarios positivos de los demás, y que nos alegrarán nuestros logros y pequeños triunfos; pero la consideración real y última del valor de nuestra vida no puede fundamentarse en ello. De lo contrario, seríamos —como tantas veces observamos en esta cultura narcisista—  “mendigos de la afectividad”, en lugar de “vocacionados al amor”.

Cristo crucificado es la medida exacta de lo que cada uno de nosotros valemos para Dios. No se trata de entenderlo solo en la teoría, sino de interiorizarlo y personalizarlo, haciendo de ello nuestro carnet de identidad. Sin esta fe, sería literalmente imposible la abnegación de uno mismo, y estaríamos condenados a la esclavitud del narcisismo. La abnegación y el olvido de sí, en el sentido en el que los predica Cristo en el Evangelio, presuponen el amor a uno mismo. 

Quien tiene la experiencia de ser amado incondicionalmente por Dios, se encuentra a sí  mismo, y es entonces cuando puede olvidarse de sí mismo en cada relación con los demás; pero no por un afán de autodespreciarse, sino porque se siente sobrado de aprecio y conciencia del amor incondicional recibido de Dios. 

B.- Espiritualidad equilibrada (mística-ascética): 

El Evangelio de Jesucristo nos presenta y propone la mística del amor, que integra una ascética del olvido de nosotros mismos y la oblación generosa. Tal vez, en las últimas décadas no hayamos subrayado suficientemente esto último (de forma similar a como anteriormente pudimos caer en un moralismo que no subrayaba suficientemente la dimensión mística). Los pasajes evangélicos que se resalta esta dimensión ascética son muchos e importantes: “El que quiera seguirme, que cargue con su cruz y me siga”, “El que no está conmigo, está contra mí”, “No podéis servir a dos señores”, “El que busque su vida la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará”… Es decir, el Evangelio nos presenta la abnegación de uno mismo, como indispensable para la propia madurez y para poder abrirse al encuentro con Dios.

Me atrevería a decir que la mayoría de quienes asistimos a este Congreso de Pastoral  Juvenil hemos sido educados desde nuestra infancia en una lectura del Evangelio caracterizada por la centralidad de la parábola del Hijo Pródigo. Sin duda alguna, la parábola del Hijo Pródigo nos ha ayudado a subrayar la iniciativa del amor de Dios, en la cual se fundamenta y se sostiene la posibilidad de nuestra conversión. En efecto, el amor incondicional de Dios es el que capacita al hombre para hacer de su vida una respuesta generosa.

Ahora bien, creo que en el contexto de esta crisis afectiva en la que nos encontramos, no es suficiente proclamar el ideal del amor, sino que es necesario profundizar en los pasajes del Evangelio en los que la escuela del amor es el Corazón de Cristo: ¿Cómo amar sin confundirlo con nuestro amor propio? ¿Cómo dejar de ser un quejica y un egoísta? ¿Cómo encaminarnos hacia el milagro del olvido de nosotros mismos —que nos parece más difícil que el de la sanación del ciego de nacimiento, la multiplicación de los panes o caminar sobre las aguas del lago de Tiberíades—?

En efecto, no hay mística sin ascética, ni ascética sin mística. Y en mi opinión, el lugar del Evangelio en el que la mística y la ascética se unen es la Cruz de Cristo. La Pasión de Cristo es pura mística y pura ascética, al mismo tiempo. Pienso que la mayor aportación que podemos hacer para sanar las heridas afectivas de los jóvenes de nuestra generación, de forma que estén capacitados para el amor, es presentarles la Pasión de Cristo, pero no sólo como el lugar en el que se revela el amor divino, sino también como la escuela del amor humano.

Tal vez hayamos tenido en las últimas décadas un importante déficit en la predicación  sobre la Cruz de Cristo. Y no me refiero únicamente a la predicación del kerigma, sino a su aplicación práctica en la pedagogía, en el acompañamiento espiritual, etc. Sin la escuela de la Cruz de Cristo, el anuncio de la Resurrección se reduce a un hermoso mensaje de consolación, que resulta incapaz de sanar nuestras heridas y de movernos al amor. No podemos olvidar que cuando hablamos de ‘resurrección’, estamos hablando siempre de ‘Resurrección del Crucificado’.

C.- Entre el ‘idealismo’ y el ‘realismo’, "acompañamiento espiritual”: 

También creo necesario hacer hincapié en un aspecto importante para la sanación de esta tendencia narcisista  que, en mayor o menor medida todos padecemos: “la aceptación humilde de la realidad”. En efecto, a veces suele ocurrir que el narcisista tiende a refugiarse en la utopía, o tal vez deberíamos matizar que intenta escudarse en ella. ¡Es recurrente la pretensión de justificar una actitud de  descontento y de queja permanente, con un falso recurso a los sueños utópicos!

Pero el camino del Evangelio nos ha enseñado a aspirar más alto, sin despegar para ello los pies del suelo. El cristiano no puede permitirse perder tiempo y energías en quejas y lamentos estériles. La aceptación de la realidad con sentido cristiano, no nos impide aspirar a cambiarla. Es más, la aceptación de la realidad, es un presupuesto indispensable para poder aplicarnos en su transformación. Fue Unamuno, quien en medio de sus luchas de fe, dijo: "El que quiere todo lo que  sucede, consigue que suceda cuanto quiere. ¡Omnipotencia humana por la aceptación!". En definitiva, el narcisista quiere cambiarlo todo menos a sí mismo. Mientras que el cristiano aspira a cambiarlo todo, pero empezando por uno mismo.

Pues bien, el Sacramento de la Penitencia y el acompañamiento espiritual se nos muestran como especialmente importantes y necesarios para conjugar nuestros ‘ideales’ con nuestra ‘realidad’. En efecto, para que el idealismo del corazón del joven no se reduzca a unos sueños utópicos que concluyen bruscamente al afrontar las responsabilidades de la vida, es importante entender que no hay verdadero idealismo si no parte de la propia conversión. Esto es precisamente lo que le ocurrió a la generación utópica del ‘Mayo del 68’. Su idealismo se tradujo más en una queja contra el sistema político, que en un esfuerzo por la propia renovación.

En el ideal cristiano, el máximo de utopía convive junto al máximo de realismo. No se trata de huir de nuestra vida cotidiana y rutinaria, sino de vivir lo ordinario de forma extraordinaria. Se  trata de abrazar la propia realidad —nuestros estudios, las relaciones con la familia, el trabajo…—, esa que a veces nos parece demasiado material e inmediata, pero que es precisamente donde sale el Señor a nuestro encuentro: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo”, dijo Jesús resucitado. “Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”  (cf. Lc 24, 39).

D.- La presencia de Cristo en los pobres nos evangeliza: 

En esta pedagogía evangélica para la sanación del narcisismo y para la educación en la entrega generosa, quisiera subrayar algo importante. Me refiero a la potencialidad sanadora que pueden tener en el corazón de los jóvenes las experiencias de acercamiento al sufrimiento del prójimo.

En efecto, una de las mejores formas de superar ese narcisismo que nos lleva a ser unos ‘victimillas’ o unos ‘quejicas’, es precisamente acercarse a conocer a las verdaderas víctimas, es decir, a los ancianos que viven en soledad, enfermos psíquicos que son esquivados e ignorados por la sociedad, usuarios de los comedores de emergencia, pobres del Tercer Mundo… Se trata de una auténtica terapia de choque, que puede llegar a ser muy efectiva para la sanación de nuestro narcisismo y para la educación en el amor generoso. En las últimas décadas hemos podido comprobar el gran bien recibido en el corazón de los jóvenes que han participado en experiencias como son: campos de trabajo, grupos de apoyo a proyectos misioneros, voluntariado en África u otros lugares, etc. Es obvio que numéricamente se trata de una minoría en medio del conjunto de los jóvenes, pero su experiencia constituye un referente importante para la Pastoral Juvenil.

Por otra parte, la misma experiencia nos indica la conveniencia de acompañar adecuadamente  estas inserciones en el mundo del dolor y de la marginación. No es la mera pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de descubrir a Cristo en toda situación de sufrimiento. Es Él quien sale al encuentro de los que salen al encuentro de los sufrientes. Es decir, si bien es plenamente cierta la expresión de que ‘los pobres nos evangelizan’, no debemos olvidar la importancia de descubrir a Cristo presente en los pobres y marginados, para que pasemos de la teoría a la experiencia contrastada.



Por otra parte, la misma experiencia nos indica la conveniencia de acompañar adecuadamente  estas inserciones en el mundo del dolor y de la marginación. No es la mera  pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de descubrir a Cristo en toda  situación de sufrimiento. Es Él quien sale al encuentro de los que salen al encuentro de los  sufrientes. Es decir, si bien es plenamente cierta la expresión de que ‘los pobres nos evangelizan’, no debemos olvidar la importancia de descubrir a Cristo presente en los pobres y marginados, para que pasemos de la teoría a la experiencia contrastada.

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