domingo, 25 de noviembre de 2012

MONS. HÉCTOR AGUER: ADVIENTO TIEMPO DE ESPERANZA


Queridos amigos nos encontramos en pleno tiempo de Adviento que es el período durante el cual los cristianos nos preparamos para celebrar la Navidad. En los umbrales de este tiempo, mas precisamente el 30 de noviembre, el Santo Padre Benedicto XVI ofreció a toda la Iglesia una Carta Encíclica sobre la esperanza cristiana titulada “Spe Salvi”.

Esta enseñanza pontificia comienza con una frase del Apóstol San Pablo: “en esperanza hemos sido salvados”. En esta expresión del Apóstol se encuentra resumida la realidad de la esperanza cristiana”.

Esto quiere decir, en primer lugar, que nosotros podemos esperar y esperar una meta futura, total, definitiva, porque en el tiempo el Hijo Eterno de Dios se ha hecho Hombre, nos ha mostrado el camino y ha muerto y resucitado por nosotros. Es decir, la esperanza cristiana se funda en un acontecimiento real que modifica nuestra vida concreta y la vida concreta de todos los hombres a lo largo de toda la historia.

Pero hay algo más. Ese fundamento real de la esperanza nos permite confiar en el futuro, no en un futuro intrahistórico solamente, temporal, sino en un futuro trascendente y eterno porque la meta, el objeto de la esperanza cristiana, es precisamente la vida eterna.

La Encíclica de Benedicto XVI define de algún modo la vida eterna mostrándonos que se trata de la posesión total y perfecta de la vida interminable y que esa grande esperanza, a la cual se dirige la vida de todo ser humano y el recorrido de la historia de la humanidad entera, es el fundamento de todas las legítimas esperanzas humanas que pueden referirse a un horizonte terreno.
Tenemos derecho a esperar muchas cosas. Nuestro deseo tiende a la consecución de muchas realidades temporales, históricas, de tantas cosas que necesitamos y que son el complemento de nuestra vida y que nos ayuda a aspirar a la felicidad pero esa grande esperanza es el fundamento de todas ellas.

Esa dirección hacia la vida eterna es la fuerza que asume, purifica y eleva todas las legítimas esperanzas humanas y es, además, la reserva que permanece aún cuando esas legítimas esperanzas humanas no alcancen a conseguir su objeto porque tenemos que reconocer que la vida del hombre es imperfecta y que estamos rodeados de precariedad, que muchas veces nuestras aspiraciones, nuestros deseos no se cumplen.

En nuestra vida puede insinuarse, también, la frustración y la tragedia pero, aún, en las peores circunstancias queda reservada y firme esa grande esperanza porque ella se refiere al amor de Dios, Nuestro Creador y Nuestro Padre.

Y podemos aferrarnos al amor de Dios, Nuestro Creador y Nuestro Padre, porque Él ha enviado a su Hijo y a eso se refiere nuestra próxima Navidad. Lo ha enviado para ser uno de nosotros, para indicarnos el camino y para, con su muerte y su resurrección, conseguirnos el don del Espíritu Santo que es el que nos permite aspirar a esa realidad total y definitiva de la vida eterna.

Aunque la cultura moderna haya eclipsado esa gran esperanza y haya querido reemplazar el Reino de Dios por el reino del hombre, en este momento de desconcierto cultural donde el hombre se ve dueño de tantas fuerzas para transformar el mundo pero al mismo tiempo con tanto vacío interior, con tanta duda acerca de su capacidad ética para conducir el progreso hacia un fin realmente humano, lo que queda es la reserva de esa grande esperanza.

Este es el aporte que nosotros, los cristianos, tenemos que brindar a nuestros contemporáneos. Por eso, de acuerdo a la enseñanza de Benedicto XVI debemos reelaborar una auténtica espiritualidad de la esperanza. Que esto nos ayude a preparar una feliz Navidad.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

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