En la Carta a los Hebreos se encuentra lo que podría ser considerado un auténtico comentario a las acciones y palabras de Cristo en la última cena. Esta afirmación podría a primera vista, sorprender, dado que el autor de la Carta a los Hebreos no parece hacer referencia explícita y directa a la última cena.
El autor de la Carta a los Hebreos es el único escritor del Nuevo Testamento que atribuye a Cristo el título de "sacerdote" - o más bien, "sumo sacerdote" - y de "mediador de la Nueva Alianza". El autor, como judío embebido del pensamiento del Antiguo Testamento, relee la acción salvífica de Cristo en el contexto de dos importantes acontecimientos o ceremonias del pasado: la inauguración de la primera alianza por parte de Moisés en el Monte Sinaí y la ceremonia de la purificación de los pecados del pueblo cumplida cada año por el sumo sacerdote levítico en el gran Día de la Expiación, el Kippur.
Ambas ceremonias estaban basadas en el sacrificio de animales. En la primera, Moisés ratificaba la alianza de Dios con el pueblo de Israel aspergeando al pueblo con la sangre de las víctimas del sacrificio y pronunciando las palabras "He aquí la sangre de la alianza" (Ex 24, 8; Heb 9, 18-22).
En cambio, en la segunda ceremonia el sumo sacerdote, después de haber sacrificado las víctimas, tomaba la sangre de ellas y entraba sólo él en el santuario - el "Santo de los Santos" donde aspergeaba la sangre, cumpliendo así la expiación de los pecados del pueblo (Lv 16; Heb 9, 6-10). Pero según lo que dice nuestro autor: "es imposible eliminar los pecados con la sangre de toros y carneros" (Heb 10,4) y por lo tanto, estos sacrificios eran ineficaces, no pudiendo dar al pueblo el ansiado acceso a Dios, impedido por la conciencia del pecado (Heb 9, 6-10).
El autor de la Carta a los Hebreos encuentra en las Escrituras el preanuncio de:
- un nuevo sacerdote – "El Señor ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote para siempre según Melquisedec" (Salmo 110, 4);
- un nuevo sacrificio – "Tú no has querido ni sacrificio ni ofrendas, en cambio me has preparado un cuerpo. No te agradan ni los holocaustos ni los sacrificios por el pecado. Entonces yo dije: He aquí que yo vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Sal 40, 7-9);
- una nueva alianza – "He aquí que días vienen - oráculo de Yahveh - en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza; no como la alianza que pacté con sus padres. Cuando perdone su culpa, y de su pecado no vuelva a acordarme" (Jer 31, 31-34).
Él veía precisamente en Cristo este nuevo sacerdote, que ofrecería un nuevo sacrificio consistente en su propio cuerpo, inaugurando así una nueva alianza.
Por lo tanto, resumiendo la sustancia de su doctrina, dice: "Pero se presentó Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros […] no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. […] La sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo. Por eso es mediador de una nueva Alianza (Heb 9, 11-15).
En este punto debemos plantear una pregunta. ¿Dónde, en la vida de Cristo habría podido, nuestro autor, verlo en el rol de sumo sacerdote en el acto de ofrecer un sacrificio para la expiación de los pecados y, al mismo tiempo, en el rol de mediador de una Nueva Alianza en el acto de inaugurar tal alianza? Con toda probabilidad en la última cena, donde Cristo había pronunciado las palabras: "Esta es mi sangre de la alianza, derramada por muchos, para la remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
Diciendo pues las palabras "Esta es mi sangre de la alianza", Cristo se manifestaba como mediador de una alianza fundada en su propia sangre y por lo tanto contraria a la inaugurada por Moisés con las palabras: "Esta es la sangre de la alianza" (Ex 24, 8).
Agregando las palabras "derramada por muchos para la remisión de los pecados", Él daba a entender que la alianza que estaba inaugurando era precisamente la Nueva Alianza anunciada por Jeremías en la que la remisión de los pecados estaría asegurada: "Porque yo perdonaré su culpa, y de su pecado no volveré a acordarme" (31, 34).
Además, las palabras: "mi sangre derramada por muchos para la remisión de los pecados" – donde la idea de un sacrificio para la expiación de los pecados del pueblo es muy clara – no podría no hacer recordar a nuestro autor el sacrificio ofrecido por el sumo sacerdote levítico en el gran Día de la Expiación.
Con la posterior muerte de Jesús y su asención en la invisibilidad del cielo - "Entró de una vez para siempre en el santuario" (Heb 9, 12) - se habría presentado ante los ojos del autor el paralelo con la acción del sumo sacerdote levítico, el cual después de haber inmolado las víctimas entraba en la invisibilidad del santuario terrestre para cumplir la expiación de los pecados aspergeando la sangre del sacrificio.
Podríamos, pues, afirmar que la última cena sería precisamente el momento de la vida de Cristo en la que el autor de la Carta a los Hebreos lo habría podido reconocer como nuevo sumo sacerdote y, al mismo tiempo, como mediador de la Nueva Alianza.
Sólo las palabras de Jesús sobre el cáliz habrían sido suficientes para esto. En cambio, las palabras pronunciadas sobre el pan - "Este es mi cuerpo" - debería haber hecho volver a la mente del autor la profecía de los salmos, de un nuevo tipo de sacrificio a diferencia de los sacrificios de la Antigua Alianza: "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, en cambio me has preparado un cuerpo. He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Sal 40, 7-9).
El autor de la Carta comenta al respecto: "Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre" (Heb 10, 10).
En fin, el pan y el vino de la última cena, los mismos dones ofrecidos por Melquisedec (Gen 14, 18), sólo confirmarían a nuestro autor que el nuevo sacerdote, que se manifiesta en la ofrenda de su cuerpo en la cena, sería precisamente - en cumplimiento del vaticinio del salmo 110, 4 - el sacerdote "a modo de Melquisedec".
En conclusión, podemos decir que cuando el autor de la Carta a los Hebreos - en el corazón de la carta, en los versículos 9, 11 -15, habla de la manifestación de Cristo como nuevo sumo sacerdote, mediante el ofrecimiento de sí mismo a Dios para la purificación de los pecados del pueblo y, al mismo tiempo, como mediador de la Nueva Alianza, él se refiere a las palabras y a las acciones de Jesús en la Última Cena.
Los versículos inmediatamente siguientes lo confirman: "Por esto él es mediador de una nueva alianza (diathéke) de modo que, cuando se realizara su muerte para la redención de las culpas cometidas bajo la primera alianza, aquellos que habían sido llamados reciban la herencia eterna que había sido prometida. Donde, de hecho, hay un testamento (diathéke), es necesario que sea comprobada la muerte de quien lo deja, porque un testamento (diathéke) tiene valor sólo después de la muerte y queda sin efecto mientras que el que testamenta vive. Por esto tampoco la primera alianza (diathéke) fue inaugurada sin sangre" (Heb 9, 15-19).
En estos versículos el autor efectivamente está jugando sobre el doble sentido de la palabra griega "diathéke", usada en la versión de los Setenta para traducir la palabra judía "berith", alianza, mientras en griego contemporáneo significaba testamento.
En efecto, él usa un ejemplo tomado de la vida de cada día. Como una "diathéke", un testamento, se hace válido sólo cuando muere quien lo escribe, así también la "diathéke", la alianza proclamada por Jesús requería ser seguida por su muerte para que sea así ratificada, así como también la primera alianza había sido realizada con la aspersión de la sangre de la víctima.
Pero aparte de tener en común la misma palabra griega "diathéke", una alianza y un testamento tiene algo más en común: el concepto de herencia.
La herencia bajo la primera alianza coincidía con la posesión de la tierra de Canaan. En cambio la herencia bajo la Nueva Alianza se convierte en la posesión del reino de Dios. Por lo tanto, encontramos a Cristo que en la última cena se manifiesta no sólo en el rol de sacerdote y de mediador de una Nueva Alianza, sino también en el rol de dador del testamento que da a sus apóstoles la promesa de la posesión del reino de Dios: "Yo os digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en el que lo beberé de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre (Mt 26, 29; Lc 22, 29-30).
Por lo tanto, nuestro autor podía decir con razón: "Por esto Él es mediador de una nueva alianza (diathéke) de modo que, cuando ocurriera su muerte, aquellos que han sido llamados reciban la herencia eterna que ha sido prometida (Heb 9, 15).
Como resultado de nuestra investigación podemos afirmar que la Última Cena fue:
- un sacrificio en el que Cristo "se ofreció a sí mismo a Dios" (Heb 9, 14) para la remisión de los pecados;
- la promulgación de la Nueva Alianza por parte de Cristo;
- la disposición de un testamento, en el cual Jesús dejaba en "herencia eterna" (Heb 9, 15) a sus discípulos, el reino de su Padre (Mt 26, 29; Lc 22, 29-30).
Por los tres motivos su muerte en la cruz debía seguir ineluctablemente. Las palabras y las acciones de Cristo en la Última Cena estaban todas dirigidas hacia su cumplimiento en su muerte, sin la cual no habría tenido ningún sentido o valor.
Pero la muerte de Jesús no debía ser el fin de su obra redentora. Como, de hecho, el punto culminante de la ceremonia del Día de la Expiación era el ingreso del sumo sacerdote levítico con la sangre sacrificial en el santuario terrestre para llevar a cabo la expiación de los pecados, así también Cristo en su asención entró en el santuario celeste "para comparecer ahora en presencia de Dios a favor nuestro" (Heb 9, 24), "procurándonos así una redención eterna" (Heb 9, 12). Precisamente porque Cristo "se ofreció a sí mismo con un Espíritu eterno" (Heb 9, 14), su sacrificio tiene una eficacia eterna, y Él sigue siendo "sumo sacerdote para siempre a semejanza de Melquisedec" (Heb 6, 20).
Tenemos pues, podríamos decir, un "Día de Expiación" que dura para siempre, al cual el autor se refiere cuando dice: "La sangre de Cristo purificará nuestra conciencia de las obras muertas, para rendir culto a Dios vivo" (Heb 9, 14). Y también: "Teniendo pues, hermanos, plena libertad de entrar en el santuario [celeste] por medio de la sangre de Jesús y un sacerdote grande sobre la casa de Dios, acerquémonos…" (Heb 10, 19-22)
En otra ocasión el autor habla de cristianos como de un pueblo que se a acercado "al monte Sión y a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celeste, al Dios juez de todos y a Jesús, mediador de la nueva alianza y a la sangre de la aspersión" (Heb 12, 22-24). La "sangre de Jesús" es para nuestro autor un símbolo plástico para indicar los frutos de la redención, o sea que aquellos bienes a los cuales los cristianos tienen acceso, un acceso que desde el contexto de estos pasajes se puede entrever precisamente en la Celebración eucarística.
El perdurar de la obra redentora de Cristo, que el autor de la Carta a los Hebreos expresa con el símbolo de la continua aspersión don su sangre, lo encontramos expresado de otro modo en la plegaria litúrgica en la cual se afirma que cada vez que la misa es celebrada "se realiza la obra de nuestra redención" (cfr. Presbyterorum ordinis" 13). En los pasajes arriba mencionados notamos además que, durante la celebración eucarística, los cristianos de algún modo parecen trascender los confines de este mundo y acercarse, por medio de Cristo, a Dios y al mundo celeste.
En fin, la eucaristía es también un banquete sacrificial al cual nuestro autor se refiere diciendo: "Nosotros tenemos un altar del cual tenemos derecho de comer" (Heb 13,10). San Pablo aclara el sentido de estas palabras cuando en la primera Carta a los Corintios (10, 14-22) compara la eucaristía al alimento sacrificial del Antiguo Testamento (Lev 7), como a los de los paganos, afirmando que el comer la carne del sacrificio implica necesariamente un
Entrar en comunión (koinonia) con la divinidad a la que el sacrificio ha sido ofrecido. Por lo tanto, Él prohíbe a los cristianos participar del cuerpo y la sangre de Cristo en la mesa eucarística y, al mismo tiempo, el seguir participando en los alimentos sacrificiales de los paganos.
Juan en su Evangelio profundiza el concepto paulino de la comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo diciendo: "Quien come la carne y bebe la sangre habita en mi y yo en él. Como el Padre, que tiene la vida, me ha mandado a mí y yo vivo por el Padre, así también aquel que come de Mí vivirá por mí (6, 56-57).Comiendo el cuerpo y bebiendo la sangre de Jesús, el cristiano es asumido en la comunión de vida del Padre y el Hijo, ya ahora, en esta tierra. Parece que esto sea el mismo concepto que el autor de al carta a los Hebreos busca expresar cuando dice - en el contexto de la celebración eucarística, usando el lenguaje del Antiguo Testamento - que los cristianos se acercan por medio de Cristo al santuario celeste y a la presencia de Dios.
Esta investigación sobre la enseñanza del Nuevo Testamento respeto a la celebración eucarística nos hace entender cuan grande y profundo es el misterio que ella comprende. Justamente los padres orientales la habían llamado "sacrificium tremendum".
Está claro que la manera en que la Eucaristía es celebrada - la "ars celebrandi" - debe estar siempre en consonancia con su verdadero contenido y debe reflejarlo de modo completo a los participantes. Es esta la suprema preocupación de Benedicto XVI, que debe ser también la preocupación de todos los pastores de la Iglesia, obispos y presbíteros, de modo particular durante el año sacerdotal en curso, dado que, como nos recuerda el concilio Vaticano II: "Los presbíteros ejercitan su sacro ministerio sobre todo en el culto eucarístico" (Lumen gentium 28).
(De "L'Osservatore Romano" del 24 de julio de 2009).
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