No podemos ignorar la realidad que nos rodea, en la que esta hermosa verdad del matrimonio y la familia se ve acosada por graves deformaciones y obstáculos. Los obispos españoles hemos hablado extensamente sobre esta situación con el objeto de exponer cómo entendemos y valoramos la situación real de la familia en España. Todos conocemos por experiencias muy próximas las dificultades para llevar adelante una familia, y que ésta, en vez de ayuda, recibe bombardeos insistentes de confusión dirigidos al mismo concepto del matrimonio y la familia. Se mezclan verdades con claras mentiras para extender la idea de que cualquier opinión sobre estos temas es perfectamente válida, ocultando el impacto devastador que este vacío de verdad tiene en toda la sociedad, en especial en los más jóvenes, pues se trata de una cuestión tan trascendental para sus vidas.
La atención que merece la Evangelización sobre la familia debe tener en cuenta, como una realidad social arraigada en España, que la familia formada por un hombre y una mujer abiertos a la vida es, con mucho, la institución más valorada por los españoles. El problema del rechazo de la familia surge de una ideología que deforma el lenguaje y que impide hacer realidad los deseos más profundos de los hombres. “Podemos constatar así una profunda fractura entre una cultura determinada y exclusivista que impone una visión deformada sobre el matrimonio, sobre la familia, y la realidad social de nuestro país que, a pesar de la poderosa presión mediática, valora muy positivamente la institución familiar.”
Por eso, hay que destacar con fuerza, en un momento en el que las ideologías vuelven a estar vigentes, las raíces ideológicas de dicha fractura. Desenmascarando esta diferencia entre el deseo real de los hombres y lo que ofrece una cierta cultura ambiental podemos ofrecer un cauce abierto a la fuerza renovadora del Evangelio con toda su capacidad de sanar al hombre.
a) Revolución sexual e ideología del género
No debemos olvidar que vivimos todavía bajo el influjo de la revolución sexual que comenzó en los años sesenta del siglo pasado. En ella, se propugnó la fascinación de una libertad sin barrera alguna, de un impudor entendido como difusión de liberación, de una separación radical entre sexualidad y procreación por la extensión de los medios anticonceptivos. Al mismo tiempo se desarrolló una cierta “cultura de muerte”, debida sobre todo a la aceptación legal del aborto como un medio exigido por la libertad sexual que se preconizaba y que se ha convertido en un auténtico cáncer de nuestra sociedad, la primera de las “estructuras de pecado” que nos asedian.
Esta revolución ha provocado un profundo vacío y una necesidad de responder al desafío que se originó y que no ha encontrado todavía una clara contestación. En los últimos años la confusión sobre estos temas se ha agudizado progresivamente por la difusión desde ámbitos políticos e internacionales de la denominada “ideología del género”, que ha condicionado perniciosamente distintas legislaciones nacionales, en especial la española, y que puede resumirse al fin y al cabo en la separación radical entre el sexo y el amor. Dicha teoría, surgida de análisis sociológicos muy parciales, sostiene la absoluta separación entre el sexo, considerado como una realidad meramente biológica, manipulable por medios científicos y técnicos, y lo que se denomina “género”, que sería el modo concreto, personal y cultural de configurar el propio comportamiento sexual.
Aceptado este principio, se habría de reconocer, incluso legalmente, la igual dignidad de todos los géneros y, por consiguiente, la discriminación que supondría cualquier distinción entre los mismos. Con este argumento tan débil y falaz se ha extendido hasta extremos inimaginables todo un lenguaje de “género” que invade cada vez más hasta las más sencillas realidades vitales y cotidianas. A partir de estos presupuestos se rechaza la pretensión de que la diferencia sexual entre el varón y la mujer, sea una dimensión humana de máximo rango, y se llega al absurdo de oponerse a la obvia identidad sexual de la naturaleza humana, necesaria para realizar la historia personal del amor. Todo queda a merced de la satisfacción de los deseos subjetivos en una sexualidad ambigua que se considera maleable.
La reforma del Código Civil en materia de matrimonio, de 2005, ha redefinido y desnaturalizado el contrato matrimonial eliminando la diferencia sexual de los contrayentes como elemento esencial del mismo. Lo que el Código llama matrimonio no es ahora la unión de un hombre y una mujer. Las palabras “esposo” y “esposa” han sido sustituidas por el concepto genérico de “cónyuge” (A y B). De este modo, el ser esposo o esposa ha dejado de ser una realidad específicamente reconocida y protegida por la ley, como si lo que está en juego con esas palabras fuera una opción privada de algunos y no un bien público digno no sólo de ser definido y tutelado en cuanto tal, sino también de ser cuidado y promovido por las leyes. Es un ejemplo grave de cómo la ideología de género, cuando se convierte en ley, no propicia el respeto de los derechos de nadie, sino que lesiona los derechos de todos; en este caso, los derechos de todos los esposos y esposas actuales y futuros a ver reconocida, protegida y promovida su realidad. Esta legislación, al concebir el matrimonio como si fuera una mera relación afectiva, de hecho ha dejado de reconocer la institución matrimonial, que se define más bien por los bienes que aporta a la sociedad, a saber: la complementariedad de los sexos en su diferencia y la fecundidad del amor conyugal.
El desafío enorme que provoca la perniciosa “ideología del género” en todos los ámbitos de la sociedad se agrava aún más en la actualidad en la medida en que se quiere introducir por todos los medios en el ámbito educativo, incluso sin contar para ello con el consentimiento de la familia. Está claro que esto llevaría a un triunfo casi definitivo de esta ideología.
b) Las raíces: secularización del matrimonio
Si éstas son las señales principales del desafío cultural con el que nos encontramos, no podemos pasar por alto sus raíces aún más profundas. Estas son las que, al minar por dentro la percepción del plan de Dios sobre el amor entre hombre y mujer, han dejado a nuestra sociedad inerme ante el acoso de un sexo convertido en simple objeto de consumo. Así se configura una cultura verdaderamente “pansexualista”, que desprecia a todo aquel que quiera introducir una valoración moral respecto a algunos modos de comprensión de la sexualidad.
Posiblemente, la causa primera de esta debilidad estriba en un hecho fundamental del cual los cristianos no somos del todo conscientes. Se trata de la hegemonía, incluso entre los fieles, de una idea secularizada del matrimonio. Esto es, se considera que la presencia de Dios en el amor entre un hombre y una mujer es algo accesorio, que los contrayentes “ponen” por su propia voluntad como un añadido a un amor que sería completo por sí mismo, sin más horizonte que el formar una convivencia satisfactoria para ambas partes. Esta valoración surge por vez primera con la Reforma en el siglo XVI, y significa una ruptura respecto al hecho comprobado de que las culturas de todos los tiempos han considerado el matrimonio una realidad sagrada. En todas las culturas se ha reconocido valor trascendente a la unión abierta a la vida de un hombre con una mujer hasta el punto de que se ha ratificado mediante una manifestación pública de su significado religioso. Detrás de la propuesta secularizadora dominante en la actualidad, podemos ver la perniciosa separación que existe en la mente de muchos entre el eros humano y el agape divino, como si no hubiera comunicación entre ellos. El Papa, al señalar la unidad profunda de ambos en el plan de Dios, nos indica al mismo tiempo que es fundamental la superación de esta postura para poder llevar a cabo una auténtica evangelización. Si Dios no habla al corazón del hombre por medio del amor humano, es decir, si se quita del amor personal el valor trascendente que contiene, la revelación divina será ajena a lo genuinamente humano. En definitiva, Cristo no sería la plenitud del hombre, ni tampoco de su amor esponsal.
Son muchas las personas que perciben el valor sacramental del matrimonio como algo ajeno al amor que les une, el cual sería válido por sí mismo. No descubren ni viven en consecuencia el profundo valor de misterio que envuelve su amor conyugal. De esta forma, el peligro de encerrarlo en un intimismo a merced de la debilidad de una simple interpretación romántica del amor es muy grande.
c) La privatización del amor
Podemos ahora entender de qué modo la consecuencia inmediata de la secularización del matrimonio ha sido la privatización del amor. Este ha sido un fenómeno de inmensas proporciones. Dentro del proceso de subjetivización de la fe, considerada por la modernidad como algo irracional que debe reducirse a lo íntimo de la conciencia y sin relevancia social alguna, el valor trascendente del amor ha sufrido un gran deterioro. Se ha considerado el amor como una realidad también irracional, valiosa sólo en la intimidad. De hecho, se han ido suprimiendo cuidadosamente todas las referencias al amor en el ámbito público: la política, las relaciones sociales, la economía. De aquí proviene el hecho de considerar que las cuestiones sobre el matrimonio y la familia no pertenecen a la moral social, sino a la privada, por lo que un radical pluralismo cultural en este punto no tendría consecuencias sociales apreciables. El Papa Benedicto XVI nos advierte de la falacia de pretender fundar la sociedad sin apoyo alguno en el amor y de la perniciosa idea de una concepción dialéctica entre amor y justicia, como si el primero fuera importante en el ámbito privado y el segundo en el público. Es un hecho notorio que el subjetivismo ha debilitado el amor de tantos esposos, y la simple justicia, entendida de un modo meramente procedimental, no ha sabido ayudar a una valoración de los bienes sociales que la familia aporta a la sociedad. Más bien, se han querido resolver los problemas crecientes que brotan de matrimonios rotos, familias desestructuradas y la violencia doméstica consecuente, con medidas que acentúan todavía más esta privatización, con lo que el mal todavía se agrava considerablemente.
Con esta breve reflexión podemos comprender mejor la profundidad de la cuestión y el enorme alcance de sus consecuencias a todos los niveles: personal, familiar y social. Una vez más, emerge la evidencia de que nos encontramos ante un punto central de la evangelización: callar ante este desafío cultural al que se enfrenta el cristianismo sería una traición a la misión recibida del mismo Cristo de dar testimonio de su amor en medio del mundo.
d) El sujeto emotivo utilitario, un sujeto débil
Miremos ahora a los que sufren las consecuencias de esta situación. Me refiero a la multitud de personas que ven rotas sus vidas, a las mujeres que se han visto impulsadas al crimen del aborto, a los niños con carencias afectivas graves, que incluso tantas veces son objeto de abusos sexuales, a la extensión creciente de la violencia doméstica, a los adolescentes sin ilusión, avejentados prematuramente y sin fuerza para poder construir una vida verdaderamente humana. Es un sufrimiento de inmensas proporciones, sin duda una de las “nuevas pobrezas” de nuestra sociedad, y una de las más graves. Hay que reconocer además que no siempre los cristianos hemos sabido dar respuesta como Iglesia a estas personas dolientes.
El drama mayor es siempre el que sucede en la persona concreta. Por eso, no podemos terminar esta mirada sobre la situación actual sin darnos cuenta de qué modo le afecta al hombre en su ser más íntimo la ambigüedad cultural de la que he hablado. El influjo cultural tiende a formar un hombre fragmentado que vive de modo diverso en el ámbito público y el privado. En el primero, se desenvuelve de una forma pragmática con una capacidad notable de llegar a acuerdos de intereses, esto es, desde una racionalidad fundamentalmente utilitaria. En cambio, esta misma persona, en lo más íntimo, está cada vez más dominada por sus emociones. Convencida por el subjetivismo de que la felicidad consiste en dar satisfacción a todos sus deseos, no sabe dirigirlos, y su vida íntima se siente dominada por ellos. Por eso mismo, empieza a desconfiar de su amor que siente vacilante y vive muy inseguro ante cualquier compromiso que le suponga una entrega. La fascinación de una libertad sin límites queda en él progresivamente enturbiada por una sensación de esclavitud, de pérdida de lo que más desea en su vida sin saber muy bien el porqué. A este sujeto, definido como emotivo y utilitario, le es muy difícil comprender los aspectos más básicos del Evangelio, y oscurecido muchas veces por las frustraciones que experimenta en su vida, llega incluso a sospechar con resentimiento de que el anuncio del matrimonio y la familia no es una buena noticia para él.
En fin, y ésta es la más clara manifestación de la profundidad del desafío ante el que nos hallamos, todo acaba en la soledad, posiblemente el peor mal de nuestra sociedad individualista. La afirmación no admite discusión: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18), y la primera palabra de Dios para sacar al hombre de la soledad fue el reconocimiento del amor humano lleno de una dimensión de entrega (Gn 2,24). Se hace evidente entonces la urgencia de articular una respuesta en un tema que afecta de tal manera a lo central del Evangelio.
Detrás de estas debilidades es preciso reconocer las profundas carencias debidas a un sistema educativo que dificulta tantas veces la madurez personal y afectiva de los jóvenes. Se ha alargado la adolescencia hasta tal punto de que muchas personas llegan al matrimonio con un amor inmaduro y temeroso ante el futuro. Esto indica, al mismo tiempo, hasta qué punto resulta especialmente difícil a las familias llevar a cabo su tarea educativa, por falta de ayuda y por sentirse muchas veces desautorizadas por determinadas concepciones sociales y por algunas propuestas educativas.
e) Una posibilidad abierta en nuestra sociedad
Ante este panorama de nuestra sociedad, no podemos concluir que todo son dificultades. Más bien, por la misma gravedad de la crisis, se constata que en la actualidad empieza a darse una necesidad pública de hablar de la familia y de ayudarla. Ha pasado de ser un tema sin repercusión alguna en los intereses políticos, a que se reconozca que debe ser tenida cada vez más en cuenta. Crece, pues, la conciencia de que son estos los problemas que más preocupan a los ciudadanos.
Es cierto que esto se realiza, como hemos visto, dentro de unas claves ideológicas negativamente radicalizadas, pero se ha de considerar esta coyuntura como una llamada urgente a anunciar por parte de la Iglesia la verdad en la que tantos hombres se reconocen y en la que necesitan ser confirmados. Así hemos podido experimentar con gozo la impresionante respuesta que existe en las personas cuando se presenta con claridad la propuesta cristiana. Es verdad que despierta incomprensiones, pero este hecho es una comprobación clara del carácter ideológico de determinada cultura actual, que fomenta además un peligroso resentimiento. Ante esta situación, sólo una mirada de misericordia (cfr. Mt 9,36) puede vencer y sanar el sufrimiento y abandono que padecen muchas familias.
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