"No tengáis que ver con la idolatría" (1 Co 10, 14), escribió a una comunidad muy afectada por el paganismo e indecisa entre la adhesión a la novedad del Evangelio y la observancia de las viejas prácticas heredadas de sus antepasados. No tener que ver con los ídolos significaba entonces dejar de honrar a los dioses del Olimpo, dejar de ofrecerles sacrificios cruentos. Huir de los ídolos era seguir las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento, que denunciaban la tendencia del espíritu humano a hacerse falsas representaciones de Dios.
Como dice el Salmo 113 a propósito de las estatuas de los ídolos, éstas no son más que "oro y plata, obra de manos humanas. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, oídos y no oyen, narices y no huelen" (vv. 4-5). Fuera del pueblo de Israel, que había recibido la revelación del Dios único, el mundo antiguo era esclavo del culto a los ídolos. Los errores del paganismo, muy visibles en Corinto, debían ser denunciados porque eran una potente alienación y desviaban al hombre de su verdadero destino. Impedían reconocer que Cristo es el único y el verdadero Salvador, el único que indica al hombre el camino hacia Dios.
Este llamamiento a huir de los ídolos sigue siendo válido también hoy. ¿Acaso nuestro mundo contemporáneo no crea sus propios ídolos? ¿No imita, quizás sin saberlo, a los paganos de la antigüedad, desviando al hombre de su verdadero fin de vivir por siempre con Dios? Ésta es una cuestión que todo hombre honesto consigo mismo se plantea un día u otro. ¿Qué es lo que importa en mi vida? ¿Qué debo poner en primer lugar?
La palabra "ídolo" viene del griego y significa "imagen", "figura", "representación", pero también "espectro", "fantasma", "vana apariencia". El ídolo es un señuelo, pues desvía a quien le sirve de la realidad para encadenarlo al reino de la apariencia. Ahora bien, ¿no es ésta una tentación propia de nuestra época, la única sobre la que podemos actuar de forma eficaz? Es la tentación de idolatrar un pasado que ya no existe, olvidando sus carencias, o un futuro que aún no existe, creyendo que el ser humano hará llegar con sus propias fuerzas el reino de la felicidad eterna sobre la tierra. San Pablo dice a los Colosenses que la codicia insaciable es una idolatría (cf. 3,5) y recuerda a su discípulo Timoteo que el amor al dinero es la raíz de todos los males. Por entregarse a ella, precisa, muchos, arrastrados por la codicia "se han apartado de la fe y se han acarreado muchos sufrimientos" (1 Tm 6, 10). El dinero, el afán de tener, de poder e incluso de saber, ¿acaso no desvían al hombre de su verdadero fin, de su propia verdad? ...
Comentando este texto, San Juan Crisóstomo, observa que San Pablo condena severamente la idolatría como una "falta grave", un "escándalo", una verdadera "peste" (Homilía 24 sobre la primera carta a los Corintios, 1). E inmediatamente añade que la condena radical de la idolatría no es en modo alguno una condena de la persona del idólatra. Nunca hemos de confundir en nuestros juicios el pecado, que es inaceptable, y el pecador del que no podemos juzgar su estado de conciencia y que, en todo caso, siempre tiene la posibilidad de convertirse y ser perdonado. San Pablo apela a la razón de sus lectores, la razón de todo ser humano, testimonio poderoso de la presencia del Creador en la criatura: "Os hablo como a gente sensata, formaos vuestro juicio sobre lo que digo" (1 Co 10, 15). Dios, del que el Apóstol es un testigo autorizado, nunca pide al hombre que sacrifique su razón. La razón nunca está en contradicción real con la fe. El único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ha creado la razón y nos da la fe, proponiendo a nuestra libertad que la reciba como un don precioso. Lo que desencamina al hombre de esta perspectiva es el culto a los ídolos, y la razón misma puede fabricar ídolos. Pidamos a Dios, pues, que nos ve y nos escucha, que nos ayude a purificarnos de todos nuestros ídolos para acceder a la verdad de nuestro ser, para acceder a la verdad de su ser infinito.
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