Conocí a un niño. Tenía un aire de ángel; era humilde, responsable y dulce; su pequeña figura era clara con sus mejillas sonrosadas; sus ojos azules eran luminosos, buenos y apacibles. Pero cuando se hizo mayor, se puso a vivir en la impureza y perdió la gracia divina; y cuando tuvo treinta años, parecía a la vez un hombre y un demonio, una bestia salvaje y un bribón, y toda su figura era repulsiva y terrible.
Conocí también a una joven extraordinariamente bella; su rostro era tan radiante y agradable que muchos envidiaban su belleza. Pero los pecados le hicieron perder la gracia y no se la podía mirar.
Pero también he visto lo contrario: he visto hombres que habían ingresado en el monasterio con rostros deformados por los pecados y las pasiones; pero que gracias al arrepentimiento y una vida de oración se transformaron y se convirtieron en lago agradable de ver.
El Señor me ha concedido de ver en el viejo Rossikon, durante la confesión, al monje confesor transfigurado a imagen de Cristo. Estaba en pie, en el lugar donde se escuchan las confesiones, resplandeciente de modo incomprensible; y aún cuando sus cabellos fuesen enteramente blancos a causa de la edad, su rostro era bello y vivaz como el de un joven. He visto cómo sucedía lo mismo a un obispo durante la liturgia. Y he visto al padre Juan de Kronsdtadt, su apariencia era la de un hombre normal, pero la gracia divina daba a su rostro un resplandor parecido al de un ángel, y se despertaba el deseo de contemplarle. Así, el pecado desfigura al hombre, pero por la gracia del Señor se torna bello.
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