"Occidente debe decidirse a entender qué peso tiene la fe en la vida pública de sus ciudadanos, no puede esquivar el problema".Estas palabras fulminantes, expresadas por un obispo de Oriente Medio en Amman durante la reunión del Comité Científico Internacional de la revista "Oasis", han retornado a mi mente en estos días, en los que ha tenido acceso a los medios un vivo debate acerca de la acción de los cristianos en la sociedad civil, el diálogo entre laicos y católicos – que según alguno habría llegado realmente a su fin –, la presunta derrota del cristianismo y la injerencia de los hombres de Iglesia en los asuntos públicos. En una palabra, respecto al estilo con el que los católicos deberían intervenir o no en los temas delicados de la vida común, como los de la bioética.
Me parece que muchas veces se pierde de vista el corazón de la cuestión: toda fe está siempre sujeta a una interpretación cultural pública. Es un dato inevitable. Por una parte, porque como afirmó Juan Pablo II, "una fe que no hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida". Por otra parte, al ser la fe – la judía y la cristiana – fruto de un Dios que se ha comprometido con la historia, tiene inevitablemente que ver con el carácter concreto de la vida y de la muerte, del amor y del dolor, del trabajo y del descanso y de la acción cívica. Por eso la fe está inevitablemente investida de diversas lecturas culturales, las cuales pueden entrar en conflicto entre ellas.
En esta fase de "post-secularismo", se enfrentan en la sociedad italiana en particular dos interpretaciones culturales del cristianismo. Me parece que ambas son interpretaciones reduccionistas.
La primera es la que trata al cristianismo como una religión civil, como mero cemento ético, capaz de hacer las veces de adhesivo social para nuestra democracia y para las democracias europeas gravemente convulsionadas. Si una posición similar es aceptable en quien no cree, en quien cree debe ser evidente su insuficiencia estructural.
La otra, más sutil, es la que tiende a reducir al Cristianismo a mero anunciante de la pura y descarnada Cruz para la salvación de "cada uno de los otros".
Por ejemplo, ocuparse de bioética o de biopolítica distraería del auténtico mensaje de misericordia de Cristo. Como si este mensaje fuese en sí ahistórico y no poseyera alcances antropológicos, sociales y cosmológicos. Una actitud de este tipo produce una dispersión, una diáspora de los cristianos en la sociedad y termina por ocultar la relevancia humana de la fe en cuanto tal, al punto que frente a los dramas también públicos de la vida se llega a demandar un silencio que, a los ojos de los demás, corre el riesgo de vaciar el sentido de pertenencia a Cristo y a la Iglesia.
Entiendo que ninguna de estas dos interpretaciones culturales alcanza a expresar de manera adecuada la verdadera naturaleza del cristianismo y de su acción en la sociedad civil: la primera, porque lo reduce a su dimensión secular, separándolo de la fuerza exaltadora del sujeto cristiano, don del encuentro con el acontecimiento personal de Jesucristo en la Iglesia; la segunda, porque priva a la fe de su espesura carnal.
Me parece que hay otra interpretación cultural, más respetuosa de la naturaleza del hombre y de su ser-en-relación. Ella recorre el hilo capilar que separa a la religión civil de la diáspora y del ocultamiento. Propone el acontecimiento de Jesucristo en toda su dimensión integral – irreductible a toda conceptualización humana –, muestra el corazón que vive en la fe de la Iglesia para beneficio de todo el pueblo.
¿De qué modo? A través del anuncio, como obra del sujeto eclesial, de todos los misterios de la fe en su armonía integral, sabiamente compendiados en el catecismo de la Iglesia.
Pero logrando explicitar todos los aspectos y las implicancias que surgen siempre de tales misterios. Ellos se entrecruzan con las vivencias humanas de cada época, mostrando la belleza y la fecundidad de la fe para la vida cotidiana.
Sólo un ejemplo: si creo que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, tendré una cierta concepción del nacimiento y de la muerte, de la relación entre el hombre y la mujer, del matrimonio y de la familia. Será una concepción que inevitablemente encuentra y pide confrontarse con la experiencia de todos los hombres, inclusive de los no-creyentes, cualquiera sea su modo de concebir estos datos elementales de la existencia.
Respetando la tarea específica de los fieles laicos en el campo político, es sin embargo evidente que si todo fiel, desde el Papa hasta el último de los bautizados, no pusiese en común las respuestas que considera válidas para las preguntas que agitan cotidianamente el corazón del hombre, es decir, si no diese testimonio de las implicancias prácticas de su propia fe, le quitaría algo a los demás, pues sustraería algo positivo, no contribuiría al bien civil de edificar la vida buena.
Hoy entonces, en una sociedad plural y por eso con tendencia a ser muy conflictiva, esta equiparación debe ser a 360 grados y con todos, sin excluir a nadie.
En un paralelismo similar, que lleva a los cristianos, incluidos el Papa y los obispos, a dialogar humilde pero tenazmente con todos, se ve que la acción eclesial no tiene como finalidad la hegemonía, no apunta a usar el ideal de la fe en vista de un poder. Su verdadera finalidad, a imitación de su Fundador, es ofrecer a todos la consoladora esperanza en la vida eterna. Es una esperanza que, ya agradable "cien veces aquí abajo", ayuda a afrontar los problemas cruciales que tornan fascinante y dramático lo cotidiano que experimentan todos.
Sólo a través de esta exposición infatigable, orientada al reconocimiento recíproco, respetuoso de los procedimientos pactados en un Estado de Derecho, se puede hacer producir ese gran valor práctico que brota del hecho de vivir juntos.
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