25 de marzo. Anunciación del Señor
Is 7,10-14; Sal 39; Hb 10,4-10; Lc 1,26-38
«El Señor, por su cuenta, os dará una señal». La encarnación del Hijo de Dios es una iniciativa divina. Por ella, Dios –que nunca ha dejado de ser «Emmanuel», o sea, «Dios con nosotros»– se hace máximamente presente y cercano. Sin dejar de ser Dios, se hace uno de nosotros y camina a nuestro lado. Esta es la señal que Dios da: no una señal estruendosa, sino discreta y sencilla, pues el Hijo de Dios entra en el mundo descendiendo suave e imperceptiblemente, como el rocío sobre el vellón.
«Aquí estoy para hacer tu voluntad». Desde el momento de la encarnación hay una voluntad humana –la del Hijo de Dios– en total sintonía y obediencia a la voluntad del Padre. De ese modo redime la desobediencia de Adán y rescata a la humanidad entera que se encontraba a la deriva. Y así no sólo facilita el acercamiento de Dios, sino que hace posible una humanidad nueva.
«Aquí está la esclava del Señor». En este misterio tiene un papel central María. Hay una maravillosa sintonía entre la obediencia del Hijo y la de la Madre. Gracias a esta doble obediencia se cumplen los planes del Padre y se realiza la salvación del mundo. Porque el «aquí estoy» de Jesús y María no es sólo obediencia: es disponibilidad, ofrenda, donación libre y entera al amor del Padre y a sus planes de salvación.
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