Me es querido y preciso manifestar mi reconocimiento al Padre del cielo, quien concede todo "buen regalo y todo don perfecto" (cfr. Sant 1, 17), por la alegría que me ha dado de presidir este rito que recuerda y exalta a un hombre de Dios extraordinario y fascinante como san Anselmo, gloria inalienable de esta Iglesia y de esta ciudad de Aosta, en el noveno centenario de su feliz tránsito a la vida eterna. Agradezco a nuestro Papa Benedicto, que me ha reservado el privilegio de representarlo como su enviado especial en esta bella circunstancia.
La espléndida y ardiente aventura humana de Anselmo, además de connotada siempre por una absoluta coherencia interior, se desarrolla en tres tiempos, disímiles y lejanos entre ellos, a causa de una diversidad de tareas, de atenciones y de responsabilidades.
Al comienzo están los años vividos en ésta su tierra natal, los años de la infancia, de la adolescencia y de su primera juventud. En ellos, él se revela ya como un incansable investigador sobre Dios, deseoso de una existencia rica de sentido y sobrenaturalmente motivada.
El segundo período, que se prolonga durante treinta años, se sitúa en la abadía de Bec, en Normandía, donde es antes que nada un monje ejemplar. Luego, como prior y como abad, tiene forma de manifestar sus dotes de educador y pedagogo original, de sabio maestro en la vida de oración, de formidable razonador, además de indagador inteligente y genial de la verdad revelada.
Por último, en los últimos dieciséis años, convertido en arzobispo de Canterbury y primado de Inglaterra, se revela como un pastor valiente y sabio, enamorado de su Iglesia, a la que defiende de las prepotencias y de la avidez de los reyes normandos Guillermo el Rojo y Enrique I, herederos y dignos hijos de Guillermo el Conquistador.
Toda su peregrinación terrenal ha sido fecunda en enseñanzas admirables y en ejemplos preciosos. Por eso es natural formular hoy el auspicio que este centenario sea una ocasión para cuantos aspiran a ser verdaderamente "teólogos", para el multifacético grupo de los hombres de la cultura y para todo el pueblo de los creyentes de volver a escuchar, con nueva premura, su magisterio y de explorar cuidadosamente los tesoros de verdad y de gracia que él nos ofrece.
Pero nosotros, en el breve espacio de una homilía, debemos limitarnos a considerar solamente tres advertencias con las que san Anselmo nos puede gratificar hoy y que incluyen a cada rasgo de su itinerario eclesial, como si fuesen tres "dones", singularmente oportunos para nuestra época confundida e inquieta.
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Desde sus primeros años, Anselmo tuvo una agudísima percepción del mundo invisible, es decir, de esa realidad que vive y palpita más allá de la escena llamativa y bulliciosa de las cosas y de los acontecimientos de aquí abajo: es el mundo donde reina la Trinidad excelsa; es el mundo lleno de grupos de criaturas felices; es el mundo que nos trasciende, pero que también está próximo a nosotros y da sentido y fin a nuestra vida de criaturas mortales.
Él era – advierte su biógrafo Eadmero – "un niño crecido entre los montes" y se imaginaba que las altas cimas nevadas que circundaban su ciudad eran los fundamentos y los pilastros que sostenían la casa misteriosa donde el Señor moraba con sus ángeles y con todos los santos. Una noche soñó directamente haber logrado ascender hasta allí y haber llegado a la presencia de la majestad divina.
Esta es la primera lección que queremos recoger. Cuando en el "Credo" afirmamos que Dios es creador de todas las cosas "visibles e invisibles", recordamos no sólo la verdad de fe sobre el origen de cada ser por parte de Aquél que es causa de todas las cosas, sino que también expresamos una persuasión, por así decir, preliminar y general: que la realidad total es mucho más vasta de la que aprehendemos con el simple conocimiento natural, basada solamente en experiencias sensibles, razonamientos inductivos y deductivos y en el cálculo matemático. En consecuencia, hoy san Anselmo nos dice que es indispensable que no ignoremos jamás las auténticas dimensiones de lo existente.
Para quien sabe mantener vivaz y punzante en su conciencia la idea del mundo invisible, se torna natural una actitud habitual de escucha: escucha de la Revelación divina sobre cuanto está más allá del torbellino de sombras, de figuras, de casos fortuitos y de aberraciones en las que estamos inmersos; y más ampliamente, escucha lo que el Espíritu Santo nos dice de varias maneras, pues es él el actor oculto pero primario de nuestra historia más auténtica.
Cuando en ciertas ocasiones se apodera de nosotros la depresión y el desaliento a causa de lo que sucede bajo el cielo, dentro y fuera de la cristiandad, el remedio más efectivo frente a tal espectáculo decepcionante consiste precisamente en repensar en la efectiva extensión del universo, que comprende justamente el mundo invisible, ese mundo invisible que ya ha vencido al mal y que ya es nuestro; ese mundo invisible que está lleno y exuberante de una energía sobrehumana de la que (inclusive también cuando no nos damos cuenta) la tierra está revestida sin tregua.
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Una segunda enseñanza para nada despreciable se refiere a la relación entre fe y razón. En nuestros días no son pocos – y no se cuentan entre los menos seguros de sí mismos y los menos locuaces – los que juzgan que fe y razón son dos formas de conocimiento que son incompatibles entre ellas y totalmente alternativas: quien razona (afirman ellos) no tiene necesidad de creer, y quien cree se aleja por eso mismo del ámbito de la racionalidad. Piensan de este modo, con inconmovible y dogmática convicción.
Anselmo se estremecería frente a esta actitud mental. Para él – y para todo cristiano adecuadamente informado – la fe no sólo no es separable de la razón y no la mortifica, sino que es justamente el ejercicio extremo y más alto de nuestra facultad intelectiva.
Por otra parte, en la cultura moderna, condicionada y dominada por un subjetivismo absoluto, se va afirmando del mismo modo una visión pesimista del conocimiento humano natural. El hombre (así piensan muchos) no está en condiciones de llegar a ninguna verdad que no sea provisoria e intrínsecamente relativa.
Cuando se trata de las cuestiones que cuentan – sobre nuestro origen, sobre el destino último del hombre, sobre alguna persuasiva razón de nuestro existir – hoy las certezas son directamente ridiculizadas e inclusive culpabilizadas. Las preguntas más serias, cuando no son censuradas de entrada por las diversas ideologías dominantes, son permitidas sólo como premisa e impulso para la proliferación de las dudas. Pero así se extingue en el hombre toda necesaria confianza: ¿cómo podemos resignarnos a aprehender nuestra única vida en los puntos de interrogación que no tienen respuesta?
Por el contrario, Anselmo reconoce la dignidad y la eficacia de la razón. Para él - y para todos los discípulos de Jesús – la razón es honorable ya por sí misma, porque es un gran don de Dios. Más aún, ella entra como elemento constitutivo indispensable en el acto de fe, y permanece como elemento constitutivo indispensable de esa "inteligencia de la fe" en la que Anselmo es un reconocido maestro.
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Hay una tercera advertencia que Anselmo dirige a la vida eclesial de nuestros días, en la que nos exhorta a no perder jamás de vista la función primaria e insustituible de la Sede de Pedro.
Durante la larga y áspera lucha para salvar la "libertas Ecclesiae" de las intromisiones arbitrarias del poder político, el primado de Inglaterra estuvo solo. "También mis obispos sufragáneos – escribe con cierta melancolía – no me daban otros consejos que los conformes a la voluntad del rey" (Epístola 210). Por eso busca, y obtiene, el apoyo, el aliento y la defensa del obispo de Roma, a quien recurre confiadamente.
Anselmo sabe que Jesús ha dicho a Pedro y a sus sucesores (y no a otros): "Confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32); sabe que Jesús ha prometido a Pedro y a sus sucesores (y no a los diversos opinadores sobre la "sacra doctrina", por más doctos y geniales que sean): "Todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos" (Mt 16, 19); sabe que Jesús ha dado la tarea de apacentar toda su grey a Pedro y a sus sucesores(y no a uno u otro agrupamiento eclesiástico o cultural) (cfr. Jn 21, 17).
Él lo sabe, y también nosotros no debemos olvidarlo jamás: la Sede Apostólica es siempre el punto normal de referencia y el juicio último incuestionable para todo problema que se refiere a la verdad revelada, a la disciplina eclesial y la orientación pastoral a elegir.
El arzobispo de Canterbury correspondió luego la ayuda recibida por parte del Romano Pontífice con una fidelidad despojada de todo temor, que entre otras cosas le costó en varias ocasiones la incomodidad y la amargura del exilio.
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Como se puede apreciar, Anselmo de Aosta ocupa un lugar prestigioso y benéfico en la historia de la Iglesia, en la historia de la santidad y en la historia del pensamiento humano. Nosotros damos gracias al Señor que nos lo ha suscitado.
Todavía hoy es una figura y una personalidad verdaderamente actual. De tal forma que nos surge espontáneamente contar con su intercesión a Dios a favor de estos tiempos nuestros; de estos tiempos nuestros que con frecuencia están obligados a escuchar la voz atrevida de los numerosos profetas de la nada y los discursos de los complacientes defensores de un destino humano sin plausibilidad, sin sentido y sin esperanza.
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