Todo tenía que cumplirse. En su aparición a los discípulos reunidos, Jesús les quita en primer lugar el miedo –creían ver un fantasma-, haciéndoles reconocer su corporeidad del modo más tangible posible: deben ver –las llagas en sus manos y en sus pies-; deben palpar –para convencerse de que no se trata de un fantasma, sino de su propio cuerpo-; y deben finalmente verle comer un alimento terrenal –el pez asado-. Pero todo esto no es más que la introducción a su auténtica enseñanza: los discípulos deben comprender que las declaraciones que Jesús hizo durante su vida mortal sobre el cumplimiento de toda la Antigua Alianza (según la clasificación judía: “La Ley, los Profetas y los Salmos”), se han cumplido ahora en su muerte y resurrección. Este acontecimiento, dice Jesús, constituye la sustancia de toda la Escritura, y esta sustancia, que tiene su centro en el “perdón de los pecados”, debe ser anunciada en lo sucesivo por los testigos, por la Iglesia, “a todos los pueblos”. Los lectores del Antiguo Testamento, si se atienen a los pasajes particulares, difícilmente descubrirán esta sustancia; sin embargo, toda la dramática historia de Israel con su Dios no tiene otra finalidad y por tanto tampoco otro sentido que lo resumido en el testimonio que Jesús da aquí de sí mismo. El continuo y puramente terreno “descenso” de Israel al abismo (a las puertas del “infierno”) y su liberación “de la perdición” por obra y gracia de Dios (1 S 2,6 ; Dt 32,39 ; Sb 16, 13 ; Tb 13,2) es la iniciación a la inteligencia de la definitiva muerte y resurrección de Jesús por el mundo entero. Pero Jesús debe primero “abrir el entendimiento” de sus discípulos para que puedan comprender todo esto.
Lo hicisteis por ignorancia. Pedro lo ha comprendido muy bien en su predicación en el templo (primera lectura). Por eso puede reprochar al pueblo de forma tan drástica su crimen (“matasteis al autor de la vida”), pero añadiendo que el pueblo y sus autoridades lo hicieron por ignorancia. No habían comprendido la enseñanza de los profetas, según la cual el Mesías tendría que padecer mucho; los profetas sufrientes y todo su destino eran ya quizá la mejor predicción de ello. Pedro no se pregunta si los judíos eran culpables o inocentes de semejante ignorancia; como dirá Pablo, “hasta hoy, cada vez que leen a Moisés, un velo cubre sus mentes”. Un velo que sólo “se quirará” cuando Israel “se vuelva hacia el Señor” (2 Co 3, 14-16). Por eso Pedro exhorta a los judíos en estos términos: “Arrepentíos y convertíos para que se borren vuestros pecados”. Las dos cosas son correlativas: la misteriosa “ignorancia” de Israel (Pablo hablará de ceguera, de dureza de corazón) y la exhortación a la conversión. No se habla de una superación de Israel mediante la Iglesia, pero tampoco de una doble vía de salvación: para Israel su Mesías esperado (cfr. Hch 3,20ss) y para la Iglesia Jesucristo. No: esperar al Mesías y convertirse.
Tenemos un abogado ante el Padre. Jesús dice a sus discípulos en el evangelio que su muerte y resurrección han operado el perdón de los pecados. Estas palabras se celebran en la segunda lectura como un acontecimiento sumamente consolador y lleno de esperanza para nosotros, pecadores. Todo hombre, cuando peca y se convierte, puede tener parte en la gran absolución que se pronuncia sobre el mundo. Pero para ello se requiere la conversión, porque el mentiroso que se confiesa cristiano y no cumple los mandamientos de Dios persiste en la ignorancia precristiana; más aún: vive en la contradicción y no en la verdad.
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