A medida que
nos acercamos a la solemnidad de la Ascensión del Señor, las lecturas bíblicas
manifiestan un binomio, que refleja la tensión presente en la vida de los discípulos
de Jesús. Es frecuente que el Señor
hable de su partida, cosa que congela los corazones de sus discípulos, es
cierto que la meta de su partida es “el Padre” o “la casa del Padre”, y ello
trae cierto consuelo, porque siempre Jesús ha expresado como meta de su
existencia, el retorno a la casa del Padre. Pero, no resulta extraño, que ellos se inquieten y
pregunten por la suerte que correrán, luego de su partida.
Los
discursos de Jesús también comprenden un anuncio a modo de “promesa”, se
menciona una y otra vez, el advenimiento “del Paráclito”, que tendrá la misión
de consolar y defender (recordando y enseñando) .
Quién puede
consolar el corazón humano, ante el vació dejado por la partida física de Jesús?
Únicamente Dios puede ocupar en el
corazón del hombre, el vacío dejado por Dios. Solamente el Espíritu Santo puede
“consolar” de la desazón generada por la partida del Hijo de Dios.
Jesús sabe
que luego de gustar de su compañía y amistad, sería muy difícil, ante su
ausencia, continuar la misión encomendada. Pero ahora, el Paráclito les
“enseñará y recordará todo”, porque consuela no con la medida humana, sino con
la vida que brota de la Pascua del Señor.
Sabe Jesús
que necesitamos del Espíritu Santo para nuestra peregrinación, Él sostiene
nuestra esperanza, permitiéndonos por la gracia, experimentar realmente el amor
del Señor que nos consuela y anima en el camino.
El Padre y
el Hijo, en Pentecostés, responden de modo superabundante a las inquietudes del
corazón humano, vienen y nos constituyen como morada suya, por la presencia del
Espíritu Santo la nostalgia encuentra el consuelo deseado, comunicándonos
interiormente el misterio de Jesús: camino, verdad y vida. El destino del Hijo,
en el Espíritu, se vuelve destino de los discípulos, vivido en la fe, esperanza
y caridad.
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