martes, 8 de octubre de 2013

VITTORIO MESSORI: FRANCISCO, LA MISERICORDIA DEL PAPA QUE ACEPTA EL MUNDO ASÍ COMO ES

21 de setiembre de 2013
© Corriere della Sera
 Creo que le estará sucediendo a muchos: la lectura de la treintena de páginas de la Civiltà Cattolica con la entrevista a Francisco parece clarificarles que de verdad quiere ejercer tal como él se define, "el obispo de Roma". Una Roma que incluso confiesa no conocer, más allá de algunas basílicas famosas. ¿Por qué ocultarlo? 
Muchos en la Iglesia estaban perplejos por un estilo en el que pareció percibirse como algo populista, de sudamericano que en su juventud no era insensible al carisma demagógico de Perón. 
Los zapatos ortopédicos negros, la cruz sólo plateada, la vestimenta papal, y los ornamentos  litúrgicos a veces olvidados; el ir a pie o en un vehículo utilitario, incluso en el asiento delantero, el rechazo de las habitaciones pontificias, de la villa papal de Castel Gandolfo, de la escolta; los niños besados en la plaza, las llamadas realizadas personalmente aquí y allá, el hablar improvisado, con el riesgo de malentendidos, el tratar de tú al interlocutor, ciertas reacciones emocionales a través de las fotos y las historias que se encuentran en los periódicos. Para mí (y para lo poco que importa por supuesto), todo esto molestaba a un cierto esnobismo intelectual que estaba infectado con casi dos décadas de escuelas turinesas, demasiado pre-sesentistas.
Con este estilo "a la argentina" contrastaba cierta quisquillosa "retórica de la anti retórica" aprendida de aquellos, mis maestros de austeridad y de understatement subalpino. Ha habido meses recientes, en los que me alegraba por el buen momento de sobriedad, de rigor y de perfiles voluntariamente bajos: por un Papa, un profesor emérito de Baviera, por el presidente del Consejo, otro profesor emérito de Bocconi, nuestro equivalente a "una de las Grandes Écoles parisinas. Para completar la tríada, en el Quirinale habría soñado con un Luigi Einaudi, pero, en su defecto, me contentaba con la seriedad y la discreción de Giorgio Napolitano, tampoco sospechoso de ceder al sentimentalismo y la retórica.
Quiero decir, yo también estaba entre los perplejos. Sin embargo, está claro: como recuerdo que me ha sucedido otras veces, en una perspectiva católica lo que importa es el papado, es el rol -que se le atribuye a él por Cristo mismo- de enseñanza y custodia de la fe; el carácter del Papa del momento no tiene relevancia teológica; sólo se le pide que proteja la ortodoxia y que guíe la Iglesia a través de las vicisitudes de la historia. No existen aquí índices de aprobación personal; el creyente sigue y ama a cada Papa, sea más o menos “simpático”, como sucesor de aquel Pedro en quien Jesús confió el cuidado de su pueblo. 
Pero aquí está la entrevista con la revista más antigua, no sólo católica sino italiana, en el quincenal fundado hace 163 años. Un jesuita, el padre Antonio Spadaro, conversa -en el periódico de los jesuitas- con el primer pontífice jesuita de la historia. Juega totalmente de local, entonces. No es casualidad. En efecto, leyendo, se comprende cómo la estrategia del Papa que ha querido llamarse Francisco no responda a algo personal; de hecho, no se enmarca en la mejor tradición de los hijos del Pobre de Asís, sino en la de San Ignacio. El carisma de los discípulos del guerrero vasco fue la comprensión de que el mundo se salva, así como es, nos guste o no, que la utopía cristiana siempre debe confrontarse con la realidad concreta; que no debe escandalizar la amarga realidad de Maquiavelo, para quien los hombres son lo que son, no lo que quisiéramos que fuesen. Es a este hombre, no a uno ideal e inexistente, que se le presenta la salvación que trae Cristo.


La suerte de los jesuitas, su éxito en las misiones remotas y, al mismo tiempo en la corte de los reyes y emperadores (un éxito que los lleva a la supresión de 1.773 de la mano, precisamente, de un Papa franciscano), aquella suerte fue el fruto de un carisma que el mismo Bergoglio señala en el "discernimiento".
Lo que los enemigos de la Compañía llamaron "hipocresía", "oportunismo", "mimetismo" y los jansenistas "laxitud", en su lugar, dice el Papa Francisco, "es la conciencia de que los grandes principios cristianos se encarnan en las diferentes circunstancias de lugar, de tiempo, de personas". La evangelización es flexible y tiene en cuenta la debilidad humana, "el confesionario no es una cámara de tortura", para usar las palabras exactas de Bergoglio. Esto es precisamente lo que inspiró aquella casuística, que para los rigurosos, parecía aceptar y justificar todo y contra la cual fueron lanzadas las Cartas Provinciales de Blaise Pascal. Cartas que componen una obra maestra literaria, pero también un infortunio teológico de aquel genio, por extraordinario y muy querido que sea para quien aquí escribe. A pesar de las exageraciones (entonces condenadas por la misma Compañía, incluso antes que por la Iglesia), los jesuitas tenían razón: la misericordia, la comprensión, los refinamientos, si no las acrobacias dialécticas para no excluir a nadie de la comunión eclesial, fueron y son medios de apostolado mucho más eficaces que la estricta severidad, el legalismo escritural y canónico, el moralismo implacable, la ortodoxia utilizada como garrote. Los rigoristas están obsesionados por el “aut aut” (o esto o aquello), mientras que los jesuitas intentaron, siempre y en todas partes, practicar el “et et” (tanto esto como aquello)  que permita al mayor número posible de criaturas de Dios alcanzar la salvación. Fue la intransigencia de otras órdenes que llevaron a la desastrosa ruina de la inculturación del Evangelio tentado por la Compañía en Asia, América, África y que recién el Vaticano II habría de redescubrir y valorar.
 Es a partir de este deseo de convertir a todo el mundo usando la miel más que el vinagre, que deriva una de las perspectivas más convincentes de las que el Papa confió al hermano: el reencontrar la justa jerarquía cristiana. 
Las décadas después del Concilio han visto, en la Iglesia, el enfrentamiento por las consecuencias de la fe: política, social y, sobre todo, moral. Pero de la fe en sí misma, de su credibilidad, de su anuncio al mundo, muy pocos parecen haberse preocupado. Bienvenida, por lo tanto, la llamada del obispo de Roma: se re-evangeliza anunciando la misericordia y la esperanza del Evangelio. El resto vendrá después. No hay, en sus palabras, ninguna falta contra los llamados "principios no negociables" en relación con la ética. Pero sí hay, con razón, la insistencia sobre la necesaria sucesión: primero la fe, y después la moral. Primero convoquemos, acojamos, y curemos las heridas de la vida y luego, después que hayan conocido y experimentado la eficacia de la misericordia de Cristo, les damos lecciones de teología, de exégesis, de ética. Un reto, ¿tal vez un riesgo? Papa Francisco es consciente de ello; pero es consciente sobre todo de la ayuda, que no podrá fallar, de Aquel que lo ha elegido, aunque estaba lejos de esperarlo y de apetecerlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me llama la atención la opinión de Vittorio Messori, lo creí un seglar tradicionalista, si no conoce la historia del Cardenal Bergoglio en Argentina contra los tradicionalistas, mejor que se ponga al día: http://tradiciondigital.es/2013/03/15/algunos-hitos-en-la-carrera-de-bergoglio/