martes, 13 de marzo de 2012

MONS. JOSÉ IGNACIO MUNILLA: QUÉ ES ADORAR?


Estamos en una cultura pragmática en la que fácilmente despreciamos todo aquello que no tenga una practicidad inmediata y palpable. Cuando alguien invoca los valores espirituales, no es extraño que se le responda: “¡Eso no nos da de comer!”, o expresiones similares. ¿Para qué sirve “adorar”? ¿Qué sentido tiene ponerse de rodillas ante una custodia, con la cantidad de cosas que tenemos que hacer cada día?


En primer lugar conviene que recordemos que la adoración es connatural al ser humano. Lo normal es que la criatura adore al Creador. De hecho, aspiramos a que ése sea nuestro “quehacer” por toda la eternidad, en el Cielo, donde ángeles y santos adoran ya al Dios que hizo cielo y tierra.
Imaginemos una chaqueta caída en el suelo… Si alguien recogiese esa prenda de vestir sujetándola desde el extremo de una de sus mangas, o desde uno de sus bolsillos, el resultado sería un notable desbarajuste. La chaqueta debe ser prendida desde los hombros, para colgarla adecuadamente en su percha.


Con la adoración ocurre algo similar: adorar es coger la vida “por los hombros”, y no “por la manga”. Quien pone a Dios en la cumbre de los valores de su existencia, observa que “todo lo demás” pasa a ocupar el lugar que le corresponde. Adorando a Dios se aprende a relativizar todas las cosas que, aún siendo importantes, no deben ocupar el lugar central, que no les corresponde. La educación en la adoración es totalmente necesaria para el vencimiento de las tentaciones de idolatría, en todas sus versiones y facetas: “Al Señor tu Dios adorarás y solo a Él darás culto” (Mt 4, 10).


Una presencia determinante
Recuerdo haber escuchado a un misionero el siguiente relato, del cual había sido él mismo protagonista: Para preparar a los niños a su primera comunión, les había juntado en la capilla de su misión, en plena sabana africana. Ante el tabernáculo, les hablaba con entusiasmo sobre una de las maravillas de nuestra fe: la presencia real de Cristo en la Eucaristía… “¡Dios está aquí! ¡Se ha quedado entre nosotros para que no estemos nunca solos” –les decía a los niños, señalándoles el sagrario-. Aquellos niños escuchaban con viva atención y con honda impresión. Uno de ellos, de los más pequeños, levantaba su mano con insistencia, pidiendo el uso de la palabra para aclarar sus dudas. Llegado su turno, dirigía al misionero una inocente pregunta, que éste no olvidaría en su vida: “Y tú por las noches, ¿te vas a la cama y le dejas a Jesús aquí solo...?”


En nuestro examen de conciencia es necesario que revisemos si la distribución de nuestro tiempo a lo largo de la jornada, corresponde a la fe que profesamos. Por ejemplo, ¿tiene sentido que dediquemos mucho más tiempo a la pantalla televisiva que al sagrario? ¿Qué cabe decir de quienes afirmamos creer en la presencia del Señor en la Eucaristía, y sin embargo, hacemos tan poco por procurar su compañía? Vale la pena cualquier sacrificio, ya sea grande o pequeño, por encontrar un rato junto al Amor de los amores. No somos nosotros quienes “le hacemos un favor” al adorarle; es Él quien nos regala sus dones, cuando acudimos a visitarle.

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