El Card. Giacomo Biffi no necesita presentación, he querido agradecer públicamente su defensa de la fe católica. Este trabajo es la introducción de su libro "La Bella, la bestia e il cavalieri", Editoriale Jaca Book SpA, Milán. En español: "La Bella, la bestia y el caballero", Ediciones Encuentro, Madrid.
No nos inquieten las vanas pesadillas
ni nos engañen las visiones fatuas.
(Liturgia ambrosiana)
"La Bestia, la Bella y el Caballero": me parece obligado explicar al que leyere este título tan desacostumbrado y, a primera vista, tan sin consonancia con la naturaleza del tema que tengo la intención de proponer. No para encontrar a toda costa una justificación: en rigor y con objetividad, incluso a mí me parece poco justificable. Quisiera más bien contar cómo me vino a la mente y se me impuso casi sin poder evitarlo.
Todo comenzó con una pesadilla durante una siesta en verano. Normalmente mis sueños son serenos, por lo que esta experiencia se me quedó más grabada en el alma, hasta el punto de que me es imposible olvidarla.
Un problema de conciencia
Era un viernes del verano pasado, y, para contar las cosas tal como son, había comido con apetito un buen plato de ñoquis con ragú. Pero, apenas desaparecido el último ñoqui, mi vieja conciencia de cristiano preconciliar me advirtió enseguida con tono severo que aquel poco de carne bastaba para hacerme violar la ley de la abstinencia. Pero mi conciencia joven, de católico bien informado sobre los cambios eclesiales de nuestra época, se apresuró a recordarme caritativamente la posibilidad de sustituir la observancia tradicional con cualquier acto piadoso o cualquier obra de penitencia.
A decir verdad, no sé cuál de las dos conciencias estaba en aquel momento más inquieta; porque, si es cierto que la primera había logrado aguarme el placer de la comida, para la segunda la cuestión consistía sólo en que era una cuestión todavía abierta, por lo que no podía tranquilizarme con el pensamiento de la buena fe ni de la inadvertencia inculpable. Si para la norma antigua todo se podía concluir con el arrepentimiento y el propósito de estar otra vez más alerta, para la más reciente me quedaba todavía la obligación de hacer algo.
Es más, con la intransigencia y el maximalismo de los jóvenes, la conciencia "postconciliar" me dio una sugerencia por la que se me reveló culturalmente comprometida, es cierto, pero también lacerante e incluso con alguna propensión al masoquismo: un ejercicio excelente de mortificación compensatoria - me dijo - y a la vez un acto de gran mérito intelectual sería la lectura de cualquier teólogo contemporáneo de renombre.
Asustado, tras haber regateado un poco el precio de la penitencia que debía imponerme, me resigné a leer un capitulo del tratado sobre la Iglesia de uno de los autores más famosos. Y como ciertos trabajos conviene liquidarlos cuanto antes si no quiere uno eternizarse y exasperarse en su tormento, me sumergí inmediatamente en la lectura y, después de algunas páginas, me quedé traspuesto.
Si no cabe duda de que el mérito hay que atribuirlo a esta misericordiosa somnolencia, queda el problema de a quién corresponde, si a los ñoquis o a la teología moderna, la responsabilidad primera de la pesadilla que siguió.
Una pesadilla de estilo clásico
Creía tener ante mí, espectador fuera de escena pero partícipe a la vez y casi actor, un páramo desolado, donde sólo había dos criaturas vivas, muy distintas entre sí. De un lado había una muchacha bellísima, atada de modo cruel, que lloraba, gemía y pedía ayuda destrozándome el corazón. Del otro, una bestia enorme, horripilante que, todavía quieta, la miraba golosa con la complacencia de quien, hambriento, se encuentra al fin ante un banquete abundante y apetitoso y no trata de esconder sus firmes intenciones.
El asco y terror del monstruo me inducían a la fuga, mientras que la voluntad de correr a salvar a la bella muchacha me empujaba a arriesgarme. Y así no conseguía dar un solo paso. Y cuando un golpe de coraje y una llamada irresistible hacia el heroísmo - que a veces experimento en los sueños - me llevaron a la decisión más valiente y más noble, resultó que un extraño entumecimiento retenía mis miembros y me impedía moverme. Cuanto más hacía por abalanzarme, más me atenazaba la maldita parálisis. Entre tanto, la fiera se acercaba imperceptible pero implacablemente a su codiciado manjar, y crecía el lamento desesperado de la muchacha.
Era como si por encantamiento hubiera entrado con toda mi persona en un canto de Orlando Furioso o en un antiguo icono de la leyenda de san Jorge, pero sin que ningún paladín ni ningún santo guerrero apareciera por el horizonte. Inerme, atónito, desalentado, me revolvía de piedad, de rabia, de horror, mientras un sudor frío me helaba. No era capaz de liberarme de ninguna manera aquella angustia, ni huyendo, ni abalanzándome, ni siquiera saliéndome del sueño, que a modo de relámpagos se me manifestaba como tal sueño.
De pronto, llamado por los alaridos de la doncella o quizá también por las súplicas mudas de mi corazón, confiado a pesar de todo en la bondad intrínseca del orden del cosmos, apareció el perfil de un caballero, refulgente en su panoplia a los rayos oblicuos del sol poniente, montado en un gallardo palafrén, con un escudo dorado y bermejo y "un blanco penacho por casco": era la imagen misma del gran vencedor y la viva figura de la salvación.
Vi extenderse el alivio por el bello rostro femenino con lágrimas, como la nueva luz de un cielo que se serena hace brillar las últimas gotas de lluvia. Vi a la fiera revolverse con rabia e hincharse de cólera ante el obstáculo imprevisto. Y me preparé para asistir con íntima satisfacción al combate, el triunfo seguro del libertador, a la gratitud de la doncella arrancada a su cruel destino.
Pero todavía no había terminado la pesadilla: a causa quizá de la trabajosa digestión o quizá por el peso de la lectura que acababa de hacer, la agitación onírica estaba lejos todavía de calmarse en un sueño tranquilo y reparador o desaparecer en la claridad del despertar. Por el contrario, iba a comenzar de nuevo de forma más angustiosa, aunque con escenografía más original.
La pesadilla se moderniza
El caballero, llegado tan apunto, no se aprestó enseguida a la batalla, sino que parecía querer primero analizar la situación, parándose, mirando ahora a una ahora a otra de las dos alegorías contrapuestas, reflexionando intensamente para sí. Y, por un prodigio solo posible en los sueños, yo, siempre extraño al suceso y siempre dentro de él, seguía el surgir y el concatenarse de sus pensamientos como si fueran los míos.
"Lo primero - decía para sí el joven héroe- no es precipitarse: mala cosa es tomar partido antes de haber observado a los dos contendientes. Hay que huir de la intolerancia de quien divide sin matices el bien del mal y encuentra todas las razones y todos los entuertos, toda la verdad y todo el error, toda la belleza y toda la fealdad a esta parte sola o a aquella.
Quizá si se hubiera encontrado en esta situación uno de los muchos caballeros antiguos, famosos por su gran bondad y por su ingenuidad todavía más grande, ciertamente habría tomado partido de inmediato por la muchacha que llora y habría atacado con todas sus fuerzas a la bestia. Y así habría repetido una vez más la hazaña obvia, consabida, ya mil veces contada; lo que representa la culpa más grande que puede cometer un espíritu avanzado. Pero no la cometeré yo, que he hecho de la falta de prejuicios y del anticonformismo mi divisa.
Examinemos de cerca de esta mujer que se queja y llora. Llora, sí; pero también mi mujer llora muchas veces, y precisamente durante sus caprichos más tercos. Parece aterrada y sin defensa, pero hay algo en su rostro - los pómulos, los rasgos de los ojos, la boca- que me recuerda a mi suegra. Es una semejanza inquietante: también mi suegra asume con gusto el papel de víctima desvalida de injusticias imaginarias. Como bella es bella; pero su belleza no pasa el examen de una mirada experta y desencantada: es convencional, previsible, sin gancho.
En cuanto a su virtud, mejor no investigar; ¿quién lo juraría, visto que ha venido a meterse ella sola en este lío? Parece no saber luchar; pero ¿quién me asegura que no haya asistido a algún curso de karate? Si yo fuera el dragón no me fiaría.
Pobre animal, el dragón: en todas las historias de caballería y en todas las pinturas sacras es la víctima predestinada de los campeones del fanatismo. Todos le aborrecen, y sin embargo también él tendrá una madre que le quiere y una dragona que le encuentra simpático. Por lo demás, en sus ojos de fuego, en sus escamas de esmeralda y en sus colmillos brillantes y afilados, es posible ver una especie de terrible y fascinante belleza.
Y esto sin hablar de que ese monstruo, tan malvado en apariencia, no trata en el fondo más que de procurarse con qué vivir y quizá lo ha movido la preocupación paternal de saciar el hambre de sus monstruitos. Impedírselo podría juzgarse como una acción ecológicamente incorrecta y como una intromisión indebida en el equilibrio biológico de la especie".
Así reflexionaba sin descanso el caballero. Y a medida que estas extraordinarias consideraciones le brotaban en su interior, también se le pintaban en su rostro pensativo. Poco a poco fui viendo como volvía el terror a la muchacha y cómo comenzaban otra vez a brillar de esperanza los ojos astutos y hambrientos del dragón. Por mi parte, había pasado del primer respiro de alivio al estupor, del estupor al miedo, del miedo a la angustia y de la angustia a la más negra desesperación.
"¿Será posible -me decía- que ahora tenga que asistir a un pacto de alianza entre el guerrero y la bestia y luego a un asalto concertado en detrimento de la bella desventurada?".
De la pesadilla nace un libro
Era excesivo soportar este final grotesco, ni dormido: el hilo de mi sueño se rompió piadosamente. Desde entonces vengo rumiando esta pesadilla de una tarde de verano, debida quizá a los ñoquis o quizá a la literatura teológica contemporánea.
El título de este libro responde a mi propósito de decir que estas páginas sólo quieren vencer la maldad de un mal sueño y tratar de devolverme, más allá de las alucinaciones, las apariencias, las modas culturales, a la comunión plena con la verdad de las cosas, como la cultivaron y cantaron las leyendas antiguas, donde los monstruos son monstruos, las doncellas doncellas, y los caballeros saben distinguir todavía entre dragones y muchachas bellas.
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