¿Por qué me hice sacerdote? No podría decirlo. Yo no quería en realidad hacerme sacerdote. Ha salido así.
En las instrucciones para la elección de estado, san Ignacio distingue " tres tiempos para hacer sana y buena elección": el primero es, cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad que, sin dudar ni poder dudar, la tal ánima devota sigue a lo que es mostrado, así como Pablo y san Mateo lo hicieron en seguir a nuestro Señor.
Ahora se ha difundido, no sé como, la opinión de que ese ¨ Primer Tiempo ¨ es algo que sólo se da a las ¨ almas superiores, mientras que las almas ordinarias deben contentarse con el segundo o más bien con el tercero donde todo depende de leves consolaciones o simplemente de reflexiones racionales.
Pero se pueden también considerar las cosas de otra manera, y esto es lo que hace el mismo san Pablo cuando rechaza toda participación en el mérito de su vocación apostólica: ¨ El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y ¡ ay de mí si no anuncio el evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío es que me han encargado este oficio.
Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el evangelio, anunciándolo de balde ¨ (1 Cor 9,16-18).El que elige el sacerdocio según el tercer tiempo, lo ha elegido por sí mismo y ha podido considerar las razones por las cuales lo hace: ha medido por adelantado la altura de los valores a conseguir, la hondura de su propia dignidad, el carácter urgente de la llamada y la gracia que le atrae. Ha llegado a las puertas del seminario tras una evolución que le ha llevado interiormente a cierta madurez, a cierto conocimiento experimental.
Pero Leví, al levantarse de su mesa de recaudador, a la señal del Señor, es ignorante como un recién nacido. No sabe que le ocurre.Y el sabio rabino a quien derribó del caballo el rayo de la gracia, reconoce su ignorancia: "Señor, ¿qué quieres que haga?".
Y así podría parecer que el primer tiempo es precisamente para los tontos del todo, y desde luego para aquellos a quienes les va mejor no examinar nada de antemano ni gloriarse por ninguna actuación propia.
Ambos autores, Mateo y Pablo, adquirirán después de mucha gloria por sus acciones, pero para empezar ha habido en ellos una radical humillación. De la nada no sale nada. Esta escueta experiencia personal de Pablo ha terminado por constituir toda su doctrina, por lo que toca a obras y gracia, ley y evangelio; y análoga fue también la experiencia de Mateo, que le permitió confrontar Antiguo y Nuevo Testamento con inexorable y afilada claridad.
Hoy, al cabo de treinta años, podría volver a encontrar, en aquella vereda intrincada de un bosque, en la selva Negra, cerca de Basilea, el árbol junto al cual sentí como un relámpago.
Era yo estudiante de germanística y seguía un curso de ejercicios de mes para estudiantes seglares. En aquel ambiente se consideraba realmente como una desgracia que alguien desertara para ponerse a estudiar teología.
Pero no fue la Teología ni el sacerdocio, lo que me entró por los ojos, sino simplemente esto: no tienes nada que elegir, has sido elegido; no necesitas nada, se te necesita; no tienes que hacer planes, eres una piedrecita en un mosaico ya existente.
Solo tenía que dejarlo todo y seguir, sin intenciones, deseos, expectaciones; sencillamente quedarme quieto, esperando a ver en qué me usaban. Y así ha sido desde entonces.
Pero si pensara que Dios me ha instalado en una seguridad, dotándome de una misión especial, en cualquier momento podría hacerse evidente que él es libre para cambiarlo todo de arriba abajo, aún contra la opinión y costumbres de su instrumento.
Lo único sorprendente es que esta ley de la vida, que rompe y rompiendo cura (como el hueso de la pierna de S. Ignacio), se me presentara tan inmediatamente como consigna invisible de vida. Posiblemente lo mismo le pasaría al impaciente Saulo.
¿Qué tiene que ver todo esto con el sacerdocio?
Quizá nada, y quizá mucho. Quizá nada, porque si entonces hubiera conocido la vida de los institutos seculares, acaso hubiera considerado posible la solución dentro del trabajo secular. Pero quizá mucho, porque hay una Providencia que me llevó derecho al sacerdocio. Y que al prepararme para la ordenación sacerdotal me hizo comprender que el sacerdocio era exactamente esa manera de estar disponible, esa prontitud para dejarme llevar de cualquier modo al servicio de Dios y de su Iglesia.
Y así se me ocurrió poner atrevidamente en el recordatorio de mi primera misa esta palabras tomadas del canon romano ( comprensibles para pocos de los lectores, y durante mucho tiempo escasamente transparentes para mí mismo en sus consecuencias): Benedixit, regit, deditque" (Bendijo, partió, dio). Entonces me pareció esto un modo discreto de asumir la parte del criado en la parte del Señor, sin que nadie tuviera que fijarse en mí.
En las instrucciones para la elección de estado, san Ignacio distingue " tres tiempos para hacer sana y buena elección": el primero es, cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad que, sin dudar ni poder dudar, la tal ánima devota sigue a lo que es mostrado, así como Pablo y san Mateo lo hicieron en seguir a nuestro Señor.
Ahora se ha difundido, no sé como, la opinión de que ese ¨ Primer Tiempo ¨ es algo que sólo se da a las ¨ almas superiores, mientras que las almas ordinarias deben contentarse con el segundo o más bien con el tercero donde todo depende de leves consolaciones o simplemente de reflexiones racionales.
Pero se pueden también considerar las cosas de otra manera, y esto es lo que hace el mismo san Pablo cuando rechaza toda participación en el mérito de su vocación apostólica: ¨ El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y ¡ ay de mí si no anuncio el evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío es que me han encargado este oficio.
Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el evangelio, anunciándolo de balde ¨ (1 Cor 9,16-18).El que elige el sacerdocio según el tercer tiempo, lo ha elegido por sí mismo y ha podido considerar las razones por las cuales lo hace: ha medido por adelantado la altura de los valores a conseguir, la hondura de su propia dignidad, el carácter urgente de la llamada y la gracia que le atrae. Ha llegado a las puertas del seminario tras una evolución que le ha llevado interiormente a cierta madurez, a cierto conocimiento experimental.
Pero Leví, al levantarse de su mesa de recaudador, a la señal del Señor, es ignorante como un recién nacido. No sabe que le ocurre.Y el sabio rabino a quien derribó del caballo el rayo de la gracia, reconoce su ignorancia: "Señor, ¿qué quieres que haga?".
Y así podría parecer que el primer tiempo es precisamente para los tontos del todo, y desde luego para aquellos a quienes les va mejor no examinar nada de antemano ni gloriarse por ninguna actuación propia.
Ambos autores, Mateo y Pablo, adquirirán después de mucha gloria por sus acciones, pero para empezar ha habido en ellos una radical humillación. De la nada no sale nada. Esta escueta experiencia personal de Pablo ha terminado por constituir toda su doctrina, por lo que toca a obras y gracia, ley y evangelio; y análoga fue también la experiencia de Mateo, que le permitió confrontar Antiguo y Nuevo Testamento con inexorable y afilada claridad.
Hoy, al cabo de treinta años, podría volver a encontrar, en aquella vereda intrincada de un bosque, en la selva Negra, cerca de Basilea, el árbol junto al cual sentí como un relámpago.
Era yo estudiante de germanística y seguía un curso de ejercicios de mes para estudiantes seglares. En aquel ambiente se consideraba realmente como una desgracia que alguien desertara para ponerse a estudiar teología.
Pero no fue la Teología ni el sacerdocio, lo que me entró por los ojos, sino simplemente esto: no tienes nada que elegir, has sido elegido; no necesitas nada, se te necesita; no tienes que hacer planes, eres una piedrecita en un mosaico ya existente.
Solo tenía que dejarlo todo y seguir, sin intenciones, deseos, expectaciones; sencillamente quedarme quieto, esperando a ver en qué me usaban. Y así ha sido desde entonces.
Pero si pensara que Dios me ha instalado en una seguridad, dotándome de una misión especial, en cualquier momento podría hacerse evidente que él es libre para cambiarlo todo de arriba abajo, aún contra la opinión y costumbres de su instrumento.
Lo único sorprendente es que esta ley de la vida, que rompe y rompiendo cura (como el hueso de la pierna de S. Ignacio), se me presentara tan inmediatamente como consigna invisible de vida. Posiblemente lo mismo le pasaría al impaciente Saulo.
¿Qué tiene que ver todo esto con el sacerdocio?
Quizá nada, y quizá mucho. Quizá nada, porque si entonces hubiera conocido la vida de los institutos seculares, acaso hubiera considerado posible la solución dentro del trabajo secular. Pero quizá mucho, porque hay una Providencia que me llevó derecho al sacerdocio. Y que al prepararme para la ordenación sacerdotal me hizo comprender que el sacerdocio era exactamente esa manera de estar disponible, esa prontitud para dejarme llevar de cualquier modo al servicio de Dios y de su Iglesia.
Y así se me ocurrió poner atrevidamente en el recordatorio de mi primera misa esta palabras tomadas del canon romano ( comprensibles para pocos de los lectores, y durante mucho tiempo escasamente transparentes para mí mismo en sus consecuencias): Benedixit, regit, deditque" (Bendijo, partió, dio). Entonces me pareció esto un modo discreto de asumir la parte del criado en la parte del Señor, sin que nadie tuviera que fijarse en mí.
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