“El Papa Benedicto XVI había completado prácticamente una primera redacción
de esta Carta
encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de
Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto otras aportaciones”. Con estas
sencillas palabras nuestro Papa Francisco presenta su primera encíclica, “Lumen fidei”;
y se culminan ‘a cuatro manos’ la serie de encíclicas sobre las virtudes teologales: fe,
esperanza y caridad.
Por cierto, un detalle no menor y que bien merece un comentario de partida, es el orden en el que las tres encíclicas han visto la luz: lejos de seguir el orden lógico — fe, esperanza y caridad—, han sido publicadas a la inversa —caridad, esperanza y fe—. ¿Acaso por un criterio ‘existencial’? En efecto, nuestra cultura es más bien refractaria a los planteamientos teóricos y abstractos. Sin negar la validez de las tradicionales vías racionales para llegar a la existencia de Dios, actualmente las vías “existenciales” se muestran como las más eficaces: ¡solo el amor es digno de crédito!; ¡la salud de nuestra esperanza es el mejor signo de nuestras ‘constantes vitales’!... No en vano decía Chesterton: “El único argumento contra la pérdida de la fe es que se pierde asimismo, la esperanza y generalmente, la caridad”.
Pero vayamos al cuerpo de esta Carta encíclica, en la que el alma de Joseph Ratzinger rezuma por todos los lados. Lejos de eludir las acusaciones que la modernidad ha formulado contra la fe, en el prólogo aparece la sospecha de Nietzsche —conocido como el filósofo de la muerte de Dios— cuando escribía estas palabras a su hermana Elisabeth: “Si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga”. He aquí la cuestión que plantea el agnosticismo: ¿La fe es un espejismo, un refugio al que se acogen los que huyen de la crudeza y de la fugacidad de esta vida?... ¿O por el contrario, la fe es una forma de conocimiento legítima y coherente, en la que el hombre acoge la revelación de Dios, que se presenta envuelta en multitud de signos de credibilidad?
Existen dos posicionamientos opuestos y contradictorios, frente a los que hemos de tener capacidad crítica: el fideísmo y el racionalismo. El primero de ellos, se limita a valorar la fe por su poder consolador, y el segundo rechaza cualquier forma de conocimiento que supere la comprobación empírica. El uno olvida que la fe sin verdad no salva, hasta el punto de reducirse a una bella fábula; mientras que el otro parece ignorar que existen muchas dimensiones de la existencia que no son cognoscibles por nuestra mera percepción sensorial. En efecto, no es lo mismo conducir de noche con las luces cortas del coche, que con las luces largas. La luz de la razón es importante, pero insuficiente para descubrir el sentido pleno de la existencia.
La intuición de San Agustín ilumina y completa este dilema: “El que no conoce, no puede amar; pero el que no ama, no llegará a conocer en profundidad”. Pues bien, al fideísmo es necesario recordarle lo primero: Quien no sustenta la fe en el conocimiento de la verdad, reduce sus creencias a unos valores de moda, a merced del sentimentalismo fluctuante (¿no será este el caso de los movimientos inspirados por la Nueva Era?). Por su parte, al racionalismo es importante recordarle igualmente que el conocimiento sin amor es frío, impersonal, e incluso opresivo. La verdad solo resulta luminosa cuando el amor nos llega a tocar, de lo contrario queda sumida en la abstracción. En esta Carta encíclica se recuerda la cita de Gregorio Magno: «Amor ipse notitia est» (el amor mismo es un conocimiento). Lumen fidei’ nos recuerda que lo contrario de la fe no es la razón, sino la idolatría. Cuando el hombre no reconoce a Dios como la fuente y el centro de la existencia, corre el peligro de construir multitud de ídolos. En el fondo, los diversos ídolos acaban siendo un pretexto para el egocentrismo. La encíclica matiza: “El hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos (...)
Por eso, la idolatría es siempre politeísta” (...) “Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí»”. Significativamente, ni la Sagrada Escritura ni la Tradición de la Iglesia han hablado nunca de Jesús de Nazaret como de “un creyente”. Más bien, decimos que Jesucristo ‘ve’ al Padre, lo cual es mucho más que creer. Curiosamente, en el Evangelio de San Juan el concepto de ‘fe’ se equipara con el ‘ver’. El creyente ‘ve’ a través de los ojos de los testigos (cfr. Jn 11, 40; 14, 9).
Y es que, la fe no tiene a Jesucristo exclusivamente como objeto (creer en Jesús); sino que llega a participar de la visión de Jesús (mirar la vida desde los ojos de Jesús). La encíclica lo ilustra con una bella imagen: “En las grandes catedrales la luz llega del cielo a través de las vidrieras en las que está representada la historia sagrada. La luz de Dios nos llega a través de la narración de su revelación y, de este modo, puede iluminar nuestro camino”.
Por cierto, un detalle no menor y que bien merece un comentario de partida, es el orden en el que las tres encíclicas han visto la luz: lejos de seguir el orden lógico — fe, esperanza y caridad—, han sido publicadas a la inversa —caridad, esperanza y fe—. ¿Acaso por un criterio ‘existencial’? En efecto, nuestra cultura es más bien refractaria a los planteamientos teóricos y abstractos. Sin negar la validez de las tradicionales vías racionales para llegar a la existencia de Dios, actualmente las vías “existenciales” se muestran como las más eficaces: ¡solo el amor es digno de crédito!; ¡la salud de nuestra esperanza es el mejor signo de nuestras ‘constantes vitales’!... No en vano decía Chesterton: “El único argumento contra la pérdida de la fe es que se pierde asimismo, la esperanza y generalmente, la caridad”.
Pero vayamos al cuerpo de esta Carta encíclica, en la que el alma de Joseph Ratzinger rezuma por todos los lados. Lejos de eludir las acusaciones que la modernidad ha formulado contra la fe, en el prólogo aparece la sospecha de Nietzsche —conocido como el filósofo de la muerte de Dios— cuando escribía estas palabras a su hermana Elisabeth: “Si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga”. He aquí la cuestión que plantea el agnosticismo: ¿La fe es un espejismo, un refugio al que se acogen los que huyen de la crudeza y de la fugacidad de esta vida?... ¿O por el contrario, la fe es una forma de conocimiento legítima y coherente, en la que el hombre acoge la revelación de Dios, que se presenta envuelta en multitud de signos de credibilidad?
Existen dos posicionamientos opuestos y contradictorios, frente a los que hemos de tener capacidad crítica: el fideísmo y el racionalismo. El primero de ellos, se limita a valorar la fe por su poder consolador, y el segundo rechaza cualquier forma de conocimiento que supere la comprobación empírica. El uno olvida que la fe sin verdad no salva, hasta el punto de reducirse a una bella fábula; mientras que el otro parece ignorar que existen muchas dimensiones de la existencia que no son cognoscibles por nuestra mera percepción sensorial. En efecto, no es lo mismo conducir de noche con las luces cortas del coche, que con las luces largas. La luz de la razón es importante, pero insuficiente para descubrir el sentido pleno de la existencia.
La intuición de San Agustín ilumina y completa este dilema: “El que no conoce, no puede amar; pero el que no ama, no llegará a conocer en profundidad”. Pues bien, al fideísmo es necesario recordarle lo primero: Quien no sustenta la fe en el conocimiento de la verdad, reduce sus creencias a unos valores de moda, a merced del sentimentalismo fluctuante (¿no será este el caso de los movimientos inspirados por la Nueva Era?). Por su parte, al racionalismo es importante recordarle igualmente que el conocimiento sin amor es frío, impersonal, e incluso opresivo. La verdad solo resulta luminosa cuando el amor nos llega a tocar, de lo contrario queda sumida en la abstracción. En esta Carta encíclica se recuerda la cita de Gregorio Magno: «Amor ipse notitia est» (el amor mismo es un conocimiento). Lumen fidei’ nos recuerda que lo contrario de la fe no es la razón, sino la idolatría. Cuando el hombre no reconoce a Dios como la fuente y el centro de la existencia, corre el peligro de construir multitud de ídolos. En el fondo, los diversos ídolos acaban siendo un pretexto para el egocentrismo. La encíclica matiza: “El hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos (...)
Por eso, la idolatría es siempre politeísta” (...) “Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí»”. Significativamente, ni la Sagrada Escritura ni la Tradición de la Iglesia han hablado nunca de Jesús de Nazaret como de “un creyente”. Más bien, decimos que Jesucristo ‘ve’ al Padre, lo cual es mucho más que creer. Curiosamente, en el Evangelio de San Juan el concepto de ‘fe’ se equipara con el ‘ver’. El creyente ‘ve’ a través de los ojos de los testigos (cfr. Jn 11, 40; 14, 9).
Y es que, la fe no tiene a Jesucristo exclusivamente como objeto (creer en Jesús); sino que llega a participar de la visión de Jesús (mirar la vida desde los ojos de Jesús). La encíclica lo ilustra con una bella imagen: “En las grandes catedrales la luz llega del cielo a través de las vidrieras en las que está representada la historia sagrada. La luz de Dios nos llega a través de la narración de su revelación y, de este modo, puede iluminar nuestro camino”.
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