sábado, 22 de marzo de 2014

HANS URS VON BALTHASAR: III DOMINGO DE CUARESMA (CICLO A)

Nada es más importante para un tiempo de penitencia y ayuno que la idea de que la gracia de Dios precede a toda nuestra acción, la ha precedido siempre, siendo nosotros todavía pecadores. Todos los textos de la liturgia hablan hoy de eso.

Agua de la roca. El pueblo, torturado por la sed en el desierto, murmura contra Moisés y en el fondo contra el propio Dios. Esto es lo que se dice al final de la primera lectura: el pueblo ha hecho algo que estaba terminantemente prohibido, ha provocado a Dios, "le ha tentado".Es el mismo pecado hacia el que quiso atraer también a Cristo en el desierto. Moisés clama al Señor, no ve otra salida. Dios, que prosigue su plan de salvación a pesar de todas las resistencias humanas, oye el murmullo del pueblo (¿cómo se puede no ser indulgente con la gente que muere de sed?) y hace brotar agua de la roca más dura y seca. Esto, que aquí es simplemente un episodio más en la travesía del desierto, se convertirá en el texto neotestamentario en un tema fundamental de la historia de la salvación.

Siendo nosotros todavía pecadores.El episodio de la roca se convierte (en la segunda lectura) en una especie de justificación de la doctrina paulina sobre la gracia que hemos recibido de Dios sin ningún mérito por nuestra parte.Cristo no murió por nosotros porque fuéramos buenos y justos, sino que, incompresiblemente, lo hizo siendo nosotros todavía pecadores, rebeldes contra Dios. A quién se le ocurriría morir por un enemigo?Solo a Dios. Él nos ha llamado amigos ya antes de su muerte, muriendo por nosotros para demostrarnos su amor (Jn 15,13). Y sin embargo solo en virtud de esta muerte nos convertimos en amigos, cuando,desde la herida del costado de Jesús, "el amor ha sido derramado en nuestros corazones", cuando, al entregar su espíritu en la muerte, "se nos dio el Espíritu Santo".

Las dos lecturas preparan el maravilloso diálogo de Jesús con la Samaritana. Una primera oferta de gracia es el ruego de Jesús para que la mujer le dé de beber. Un don que la pecadora no comprende, aunque no se niega a hacerle ese favor (no sabemos si realmente dio de beber a Jesús). después viene, en segundo lugar, la oferta del agua viva, del don celeste de la vida eterna, oferta que la pecadora es incapaz de comprender.Sólo la tercera gracia encuentra eco en el cerrado corazón de la mujer: la confesión que Jesús, en virtud de su propio saber, arranca a la mujer; en lo sucesivo la Samaritana se muestra receptiva a la palabra del profeta: comienza el diálogo sobre la adoración de Dios.Tras el intercambio de dos o tres frases, se llega enseguida al culto con espíritu y verdad, y a la automanifestación de Jesús como el Ungido de Dios. Aquí el agua de la gracia ha penetrado ya hasta el fondo del alma de la pecadora, la ha purificado y la ha impulsado a la acción apostólica. la penitencia de la mujer -que ella reconozca de buen grado el pecado que se le atribuye- es casi insignificante ante la gracia que determina todo desde el principio. Esto se confirmará en la Iglesia cuando el verdadero creyente considere ya su penitencia cumplida ante Dios como un efecto de la gracia generosamente derramada por Dios: es una posibilidad, no una necesidad; la posibilidad de acompañar unos metros en su camino de expiación al Hijo, que hace penitencia por todos nosotros.

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