2. El Concilio Vaticano I enseña: "La santa Iglesia cree y confiesa
que existe un sólo Dios vivo y verdadero, creador y Señor del cielo y de
la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito por
inteligencia, voluntad y toda perfección; el cual, siendo una única
sustancia espiritual, totalmente simple e inmutable, debe ser predicado
real y esencialmente distinto del mundo, felicísimo en sí y por sí, e
inefablemente elevado sobre toda las cosas, que hay fuera de Él y puedan
ser concebidas" (Cons. Dei Filius, can. 1-4, DS 3001).
3. Es fácil advertir que el texto conciliar parte de los mismos antiguos símbolos de fe
que también rezamos: "creo en Dios... omnipotente, creador del cielo y
de la tierra", pero que desarrolla esta formulación fundamental según la
doctrina contenida en la Sagrada Escritura, en la tradición y en el
Magisterio de la Iglesia. Gracias al desarrollo realizado por el
Vaticano I, los "atributos" de Dios se enumeran de forma más completa que la de los antiguos símbolos.
Por "atributos" entendemos las propiedades del "Ser" divino que se
manifiestan en la Revelación, como también en la mejor reflexión
filosófica (Cf. por ej. Summa Theol., I, qq. 3 ss.). La Sagrada Escritura describe a Dios utilizando diversos adjetivos. Se trata de expresiones del lenguaje humano,
que se manifiesta muy limitado, sobre todo cuando se trata de expresar
la realidad totalmente trascendente que es Dios en sí mismo.
4. El pasaje del Concilio Vaticano I antes citado confirma la
imposibilidad de expresar a Dios de modo adecuado. Es incomprensible e
inefable. Sin embargo, la fe de la Iglesia y su enseñanza sobre Dios,
aún conservando la convicción de su "incomprensibilidad" e
"inefabilidad", no se contenta, como hace la llamada teología apofática,
con limitarse a constataciones de carácter negativo, sosteniendo que el
lenguaje humano, y, por tanto, también el teológico, puede expresar
exclusivamente, o casi, sólo lo que Dios no es, al carecer de expresiones adecuadas para explicar lo que Él es.
5. Así el Vaticano I no se limita a afirmaciones que hablan de Dios
según la "vía negativa", sino que se pronuncia también según la "vía
afirmativa". Por ejemplo, enseña que este Dios esencialmente distinto
del mundo ("a menudo distinctus re et essentia"), es un Dios eterno.
Esta verdad está expresada en la Sagrada Escritura en varios pasajes y
de modos diversos. Así, por ejemplo, leemos en el libro del Sirácida: "El que vive eternamente creó juntamente todas las cosas" (Sir 18, 1), y en el libro del Profeta Daniel: "El es el Dios vivo, y eternamente subsiste" (6, 27).
Parecidas son las palabras del Salmo 101/102, de las que se hace eco
la Carta a los Hebreos. Dice el Salmo: "al principio cimentaste la
tierra, y el cielo es obra de tus manos. Ellos perecerán, Tú permaneces, se gastarán como la ropa, serán como un vestido que se muda. Tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán" (Sal 101/102, 26-28). Algunos siglos más tarde el autor de la Carta a los Hebreos
volverá a tomar las palabras del citado Salmo: "Tú, Señor, al
principio, fundaste la tierra, y los cielos son obras de tus manos.
Ellos perecerán, y como un manto los envolverás, y como un vestido se
mudarán; pero Tú permaneces el mismo, y tus años no se acabarán" (Heb 1, 10-12).
La eternidad es aquí el elemento que distingue esencialmente a Dios del mundo.
Mientras éste está sujeto a cambios y pasa, Dios permanece por encima
del devenir del mundo: Él es necesario e inmutable: "Tú permaneces el
mismo".
Consciente de la fe en este Dios eterno, San Pablo escribe: "Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (1 Tim
1, 17). La misma verdad tiene en el Apocalipsis aún otra expresión: "Yo
soy el alfa y el omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el
que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8).
6. En estos datos de la revelación halla expresión también la
convicción racional a la que se llega cuando se piensa que Dios es el Ser subsistente, y, por lo tanto, necesario, y, por lo mismo, eterno,
ya que no puede no ser no puede tener ni principio ni fin, ni sucesión
de momentos en el Acto único e infinito de su existencia. La recta razón
y la revelación encuentran una admirable coincidencia sobre este punto.
Siendo Dios absoluta plenitud de ser (ipsum Esse subsistens) su eternidad
"grabada en la terminología del ser" debe entenderse como "posesión
indivisible, perfecta y simultánea de una vida sin fin" y, por lo mismo,
como un atributo del ser absolutamente "por encima del tiempo".
La eternidad de Dios no corre con el tiempo del mundo creado, "no
corresponde a El"; no lo "precede" o lo "prolonga" hasta el infinito;
sino que está más allá de Él y por encima de Él. La eternidad, con todo
el misterio de Dios, comprende en cierto sentido "desde más allá" y "por encima" de todo lo que está "desde dentro" sujeto al tiempo,
al cambio, a lo contingente. Vienen a la mente las palabras de San
Pablo en el Areópago de Atenas; "en Él... vivimos y nos movemos y
existimos" (Act 17, 28). Decimos "desde el exterior" para afirmar
con esta expresión metafórica la trascendencia de Dios sobre las cosas y
de la eternidad sobre el tiempo, aún sabiendo y afirmando una vez más
que Dios es el Ser que es interior al ser mismo de las cosas, y, por
tanto, también al tiempo que pasa como un sucederse de momentos, cada
uno de los cuales no está fuera de su abrazo eterno.
El texto del Vaticano I expresa la fe de la Iglesia en el Dios vivo,
verdadero y eterno. Es eterno porque es absoluta plenitud de ser que,
como indican claramente los textos bíblicos citados, no puede entenderse
como una suma de fragmentos o de "partículas" del ser que cambian con
el tiempo. La absoluta plenitud del ser sólo puede entenderse como eternidad,
es decir, como la total e indivisible posesión de ese ser que es la
vida misma de Dios. En este sentido Dios es eterno: un "Nunc", un
"Ahora", subsistente e inmutable, cuyo modo de ser se distingue
esencialmente del de las criaturas, que son seres "contingentes".
7. Así, pues, el Dios vivo que se ha revelado a sí mismo, es el Dios eterno. Más correctamente decimos que Dios es la eternidad misma. La perfecta simplicidad del Ser divino ("Omnino simplex") exige esta forma de expresión.
Cuando en nuestro lenguaje humano decimos; "Dios es eterno", indicamos un atributo del Ser divino. Y, puesto que todo atributo no se distingue concretamente de la esencia misma de Dios (mientras que los atributos humanos se distinguen del hombre que los posee), al decir: "Dios es eterno", queremos afirmar: "Dios es la eternidad".
Esta eternidad para nosotros, sujetos al espacio y al tiempo, es incomprensible como la divina Esencia; pero ella nos hace percibir, incluso bajo este aspecto, la infinita grandeza y majestad del Ser divino, a la vez que nos colma de alegría el pensamiento de que este Ser-Eternidad comprende todo lo que es creado y contingente, incluso nuestro pequeño ser, cada uno de nuestros actos, cada momento de nuestra vida. "En Él vivimos, nos movemos y existimos".
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