lunes, 11 de febrero de 2019

SAN JUAN PABLO II: DIOS: ETERNIDAD QUE COMPRENDE TODO

1. La Iglesia profesa incesantemente la fe expresada en el primer artículo de los más antiguos símbolos cristianos: "Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del Cielo y de la tierra". En estas palabras se refleja de modo conciso y sintético, el testimonio que el Dios de nuestra fe, el Dios vivo y verdadero de la Revelación, ha dado de sí mismo, según la Carta a los Hebreos, hablando "por medio de los profetas", y últimamente "por medio del Hijo" (Heb 1, 1-2). La Iglesia saliendo al encuentro de las cambiantes exigencias de los tiempos, profundiza la verdad sobre Dios, como lo atestiguan los diversos Concilios. Quiero hacer referencia aquí al Concilio Vaticano I, cuya enseñanza fue dictada por la necesidad de oponerse, de una parte, a los errores del panteísmo del siglo XIX, y de otra, a los del materialismo, que entonces comenzaba a afirmarse.

2. El Concilio Vaticano I enseña: "La santa Iglesia cree y confiesa que existe un sólo Dios vivo y verdadero, creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito por inteligencia, voluntad y toda perfección; el cual, siendo una única sustancia espiritual, totalmente simple e inmutable, debe ser predicado real y esencialmente distinto del mundo, felicísimo en sí y por sí, e inefablemente elevado sobre toda las cosas, que hay fuera de Él y puedan ser concebidas" (Cons. Dei Filius, can. 1-4, DS 3001).

3. Es fácil advertir que el texto conciliar parte de los mismos antiguos símbolos de fe que también rezamos: "creo en Dios... omnipotente, creador del cielo y de la tierra", pero que desarrolla esta formulación fundamental según la doctrina contenida en la Sagrada Escritura, en la tradición y en el Magisterio de la Iglesia. Gracias al desarrollo realizado por el Vaticano I, los "atributos" de Dios se enumeran de forma más completa que la de los antiguos símbolos.

Por "atributos" entendemos las propiedades del "Ser" divino que se manifiestan en la Revelación, como también en la mejor reflexión filosófica (Cf. por ej. Summa Theol., I, qq. 3 ss.). La Sagrada Escritura describe a Dios utilizando diversos adjetivos. Se trata de expresiones del lenguaje humano, que se manifiesta muy limitado, sobre todo cuando se trata de expresar la realidad totalmente trascendente que es Dios en sí mismo.

4. El pasaje del Concilio Vaticano I antes citado confirma la imposibilidad de expresar a Dios de modo adecuado. Es incomprensible e inefable. Sin embargo, la fe de la Iglesia y su enseñanza sobre Dios, aún conservando la convicción de su "incomprensibilidad" e "inefabilidad", no se contenta, como hace la llamada teología apofática, con limitarse a constataciones de carácter negativo, sosteniendo que el lenguaje humano, y, por tanto, también el teológico, puede expresar exclusivamente, o casi, sólo lo que Dios no es, al carecer de expresiones adecuadas para explicar lo que Él es.

5. Así el Vaticano I no se limita a afirmaciones que hablan de Dios según la "vía negativa", sino que se pronuncia también según la "vía afirmativa". Por ejemplo, enseña que este Dios esencialmente distinto del mundo ("a menudo distinctus re et essentia"), es un Dios eterno. Esta verdad está expresada en la Sagrada Escritura en varios pasajes y de modos diversos. Así, por ejemplo, leemos en el libro del Sirácida: "El que vive eternamente creó juntamente todas las cosas" (Sir 18, 1), y en el libro del Profeta Daniel: "El es el Dios vivo, y eternamente subsiste" (6, 27).

Parecidas son las palabras del Salmo 101/102, de las que se hace eco la Carta a los Hebreos. Dice el Salmo: "al principio cimentaste la tierra, y el cielo es obra de tus manos. Ellos perecerán, Tú permaneces, se gastarán como la ropa, serán como un vestido que se muda. Tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán" (Sal 101/102, 26-28). Algunos siglos más tarde el autor de la Carta a los Hebreos volverá a tomar las palabras del citado Salmo: "Tú, Señor, al principio, fundaste la tierra, y los cielos son obras de tus manos. Ellos perecerán, y como un manto los envolverás, y como un vestido se mudarán; pero Tú permaneces el mismo, y tus años no se acabarán" (Heb 1, 10-12).

La eternidad es aquí el elemento que distingue esencialmente a Dios del mundo. Mientras éste está sujeto a cambios y pasa, Dios permanece por encima del devenir del mundo: Él es necesario e inmutable: "Tú permaneces el mismo".

Consciente de la fe en este Dios eterno, San Pablo escribe: "Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén" (1 Tim 1, 17). La misma verdad tiene en el Apocalipsis aún otra expresión: "Yo soy el alfa y el omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8).

6. En estos datos de la revelación halla expresión también la convicción racional a la que se llega cuando se piensa que Dios es el Ser subsistente, y, por lo tanto, necesario, y, por lo mismo, eterno, ya que no puede no ser no puede tener ni principio ni fin, ni sucesión de momentos en el Acto único e infinito de su existencia. La recta razón y la revelación encuentran una admirable coincidencia sobre este punto. Siendo Dios absoluta plenitud de ser (ipsum Esse subsistens) su eternidad "grabada en la terminología del ser" debe entenderse como "posesión indivisible, perfecta y simultánea de una vida sin fin" y, por lo mismo, como un atributo del ser absolutamente "por encima del tiempo".

La eternidad de Dios no corre con el tiempo del mundo creado, "no corresponde a El"; no lo "precede" o lo "prolonga" hasta el infinito; sino que está más allá de Él y por encima de Él. La eternidad, con todo el misterio de Dios, comprende en cierto sentido "desde más allá" y "por encima" de todo lo que está "desde dentro" sujeto al tiempo, al cambio, a lo contingente. Vienen a la mente las palabras de San Pablo en el Areópago de Atenas; "en Él... vivimos y nos movemos y existimos" (Act 17, 28). Decimos "desde el exterior" para afirmar con esta expresión metafórica la trascendencia de Dios sobre las cosas y de la eternidad sobre el tiempo, aún sabiendo y afirmando una vez más que Dios es el Ser que es interior al ser mismo de las cosas, y, por tanto, también al tiempo que pasa como un sucederse de momentos, cada uno de los cuales no está fuera de su abrazo eterno.

El texto del Vaticano I expresa la fe de la Iglesia en el Dios vivo, verdadero y eterno. Es eterno porque es absoluta plenitud de ser que, como indican claramente los textos bíblicos citados, no puede entenderse como una suma de fragmentos o de "partículas" del ser que cambian con el tiempo. La absoluta plenitud del ser sólo puede entenderse como eternidad, es decir, como la total e indivisible posesión de ese ser que es la vida misma de Dios. En este sentido Dios es eterno: un "Nunc", un "Ahora", subsistente e inmutable, cuyo modo de ser se distingue esencialmente del de las criaturas, que son seres "contingentes".

7. Así, pues, el Dios vivo que se ha revelado a sí mismo, es el Dios eterno. Más correctamente decimos que Dios es la eternidad misma. La perfecta simplicidad del Ser divino ("Omnino simplex") exige esta forma de expresión.

Cuando en nuestro lenguaje humano decimos; "Dios es eterno", indicamos un atributo del Ser divino. Y, puesto que todo atributo no se distingue concretamente de la esencia misma de Dios (mientras que los atributos humanos se distinguen del hombre que los posee), al decir: "Dios es eterno", queremos afirmar: "Dios es la eternidad".

Esta eternidad para nosotros, sujetos al espacio y al tiempo, es incomprensible como la divina Esencia; pero ella nos hace percibir, incluso bajo este aspecto, la infinita grandeza y majestad del Ser divino, a la vez que nos colma de alegría el pensamiento de que este Ser-Eternidad comprende todo lo que es creado y contingente, incluso nuestro pequeño ser, cada uno de nuestros actos, cada momento de nuestra vida. "En Él vivimos, nos movemos y existimos".

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