La niña María conocía bien con luz del cielo, que Dios
no acepta un corazón partido sino que lo
quiere consagrado a su amor
conforme al mandato sagrado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón” (Dt 4, 5). Por lo que ella, desde que comenzó a vivir, comenzó a
amar a Dios con todas sus fuerzas y del todo se entregó a él.
Ella, por complacer a Dios le consagró su virginidad,
consagración que fue la primera en hacer, según dice Bernardino de
Busto: “María se consagró del todo y perpetuamente a Dios”.
Con cuánto amor le podía decir al Señor: “Mi amado es para mí
y yo para mi amado” (Ct 2, 16). “Para mi amado”, comenta el cardenal
Hugo, pues para él viviré del todo. Señor mío y Dios mío, le diría, yo
he venido sólo para agradarte y darte todo el honor que pueda. Quiero
vivir del todo para ti. Acepta el ofrecimiento de ésta tu humilde
esclava y ayúdame a serte fiel.
María, cual aurora naciente (Ct 4, 9), crecía siempre en
la perfección como se acrecienta la luz de la aurora. ¿Quién podrá
explicar cómo resplandecían en ella, cada vez más, de día en día sus
hermosas virtudes, su caridad y modestia, su silencio y humildad, su
mortificación y mansedumbre? Plantada en la casa del Señor cual frondoso
olivo, dice san Juan Damasceno y regada con la gracia del Espíritu
Santo, fue la morada de todas las virtudes. La Santísima Virgense
mostraba modesta en el semblante, amable en las palabras que salían de
un interior equilibrado. La Virgen, dice en otro lugar, tenía su mente
alejada del deseo desordenado de lo terreno; abrazándose a todo lo que
fuera virtud; y de este modo, ejercitándose en toda perfección,
aprovechó tanto que mereció ser templo digno de Dios.
Hablando san Anselmo del comportamiento de María en el
templo, dice que era dócil y sumisa, sobria en hablar, de admirable
compostura, sin reírse ni turbarse; constante en la oración y en tratar
de comprenderla Sagrada Escritura, y asidua en toda obra de virtud. San
Jerónimo dice que pasaba el tiempo en la oración, siendo la más fiel en
la observancia de la Ley, la más humilde, y la más perfecta en todo.
Jamás se la vio airada. Sus palabras eran siempre tan llenas de dulzura
que pareciera que Dios hablaba por su boca.
Reveló la Madre de Dios a santa Isabel, religiosa
benedictina del monasterio de Schoenau, según refiere san Buenaventura,
que sólo pensaba en tener a Dios por padre y en qué podía hacer para
complacerle; que le tenía consagrada su virginidad; que no ambicionaba
nada de este mundo, entregándole al Señor toda su voluntad y que le
pedía le concediera la gracia de conocer a la Madre del Redentor,
rogándole le conservara los ojos para contemplarla, la lengua para
alabarla, las manos y los pies para servirla, y las rodillas para poder
arrodillarse ante ella para adorar al Hijo de Dios que llevaba en su
seno. “Pero Señora –le dijo santa Isabel–, ¿no estabas llena de gracia y
de virtud?” A lo que María respondió: “Has de saber que yo me tenía por
la más insignificante y menos merecedora de la gracia y de la virtud,
por eso las pedía tanto. ¿Crees que yo tuve la gracia y la virtud sin
esfuerzo?”.
Son dignas de consideración las revelaciones hechas a santa
Brígida sobre las virtudes que practicó María desde su más tierna
infancia: “Desde niña, María estuvo llena del Espíritu Santo, y conforme
crecía en edad, se acrecentaba en ella la gracia. Desde entonces estuvo
resuelta a amar a Dios con todo su corazón con obras y palabras, sin
jamás ofenderle; y por eso desdeñaba todos los bienes terrenales. Daba
lo que podía a los pobres. Era tan mortificada en el alimento, que sólo
tomaba lo necesario para sostener la vida del cuerpo. Penetrando en la
Sagrada Escritura sobre aquello de que Dios debía nacer de una virgen
para redimir el mundo, se inflamaba de tal modo en el amor de Dios, que
sólo suspiraba por él y en él pensaba, y dichosa sola con Dios, evitaba
todas las conversaciones que de él lo apartasen. Y deseaba en gran
manera encontrarse en el templo al llegar el Mesías para poder ser la
sierva de la dichosa virgencita que mereciera ser su madre. Esto dicen
las revelaciones de santa Brígida.
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