Era levita y natural de Chipre. No sabemos si llegó
a conocer y a escuchar a Jesús en su existencia terrena. En todo caso, pronto
quedó fascinado por el atractivo que el Resucitado y su Evangelio desplegaban en
la primera comunidad cristiana de Jerusalén. Y se adhirió a ella. Con tal
decisión y radicalidad que incluso un campo que poseía lo vendió y entregó el
importe a los apóstoles.
Cuando el convertido Saulo llegó a Jerusalén,
intentaba juntarse a los discípulos. Pero éstos –conociendo su pasado de
perseguidor furioso– no se fiaban de él; le tenían miedo, pues dudaban de que su
conversión hubiera sido real; temían que se tratase de una estratagema para
introducirse entre los discípulos y así poder espiarlos, denunciarlos y
conducirlos a la cárcel.
En esas circunstancias Bernabé resultó
providencial. Fue él quien acogió a Saulo, le presentó a los apóstoles de
Jerusalén y le introdujo en la comunidad cristiana. Saulo –marcado por la
experiencia de encuentro con el Resucitado– se integraba así en la Iglesia:
participaba en sus reuniones de oración, escuchaba la enseñanza de los
apóstoles, vivía con ellos la celebración de la eucaristía y experimentaba la
profunda unión de corazones que reinaba entre ellos, así como el espontáneo
compartir los bienes, tanto materiales como espirituales. Más aún, se lanzó a
realizar en la capital religiosa de Israel lo que ya había hecho en Damasco con
entusiasmo y valentía: predicar el nombre de Jesús.
Bernabé era hombre de plena confianza para los
apóstoles. Por ello, cuando surja un gran número de discípulos en Antioquía de
Siria –primera gran comunidad cristiana fuera de tierra santa– no dudarán en
enviarle para supervisar lo que estaba ocurriendo.
Bernabé discernió rápidamente la acción de Dios
entre aquellos paganos. Más aún, su presencia contribuyó al crecimiento de la
comunidad y su docilidad al Espíritu Santo acrecentó considerablemente el número
de conversiones.
Era evidente que la gracia del Resucitado actuaba
con poder. Pero era necesario formar e instruir a toda esa masa de recién
convertidos que provenían del paganismo. Y entonces tuvo una intuición genial:
incorporar a esa labor apostólica al converso Saulo. Bernabé había descubierto
en él dotes muy notables; además, su condición de rabino versado en las
Escrituras le predisponía para esta labor catequética. Y partió en su busca a su
ciudad natal, Tarso, en donde había tenido que refugiarse por las amenazas de
muerte recibidas tanto en Jerusalén como en Damasco.
Durante un año entero instruyeron a una gran
muchedumbre en Antioquía. Ese fue un tiempo de entrenamiento para Pablo. Al lado
de Bernabé fue aprendiendo las tradiciones cristianas primitivas y el modo como
leían las Escrituras referidas a Jesús.
Juntos Bernabé y Saulo subieron a llevar socorros
materiales a los hermanos de Jerusalén. Y a su regreso a Antioquía fueron
enviados a la primera gran misión organizada para llevar el Evangelio a nuevas
regiones. Pablo ya estaba capacitado y partió con Bernabé. En este primer viaje
misionero Pablo pudo desplegar toda su capacidad de predicador y juntos fueron
testigos de las maravillas que Dios realizaba por medio de ellos convirtiendo a
los gentiles y suscitando nuevas comunidades cristianas por doquier.
También juntos sufrieron la persecución por Cristo
y el Evangelio; y juntos defendieron en la asamblea de Jerusalén, frente a los
judaizantes, que a los nuevos cristianos provenientes del paganismo no había que
imponerles el cumplimiento de la Ley de Moisés.
A la vuelta de la asamblea de Jerusalén decidieron
emprender un nuevo viaje misionero. Surgió entonces una tirantez que hizo que se
separasen: Bernabé partió con Juan Marcos hacia Chipre, y Pablo, tomando como
nuevo compañero de misión a Silas, partió hacia el Asia Menor.
Al parecer, Bernabé murió en su tierra natal. Pero
Pablo siguió predicando por los caminos interminables del Imperio romano. Ya
podía volar solo. Y llegaría a ser el gran san Pablo, «el primero después del
Único». Gracias a aquel hombre que había confiado en él y le había capacitado
para ser el gran Apóstol de los gentiles. Como Juan Bautista ante Jesús, Bernabé
podía exclamar: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya».
(Textos bíblicos: Hch 4,36–37;
9,26-30; 11,19-30; 13-15)
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