Se llenaron todos del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la persona más misteriosa en Dios, por lo que puede manifestarse de múltiples formas: como viento recio y fuego, tal y como lo presenta la primera lectura, en la que se narra el acontecimiento de Pentecostés; pero también de una forma enteramente suave, silenciosa e interior, como se lo describe en la segunda lectura, donde de lo que se trata es de dejarse guiar por su voz y su moción interior. Sea cual sea la forma en que nos comunique, el Espíritu Santo es siempre el intérprete de Cristo, quien nos lo envía para que comprendamos el significado de su persona, de su palabra, de su vida y de su pasión en su verdadera profundidad.
La llegada del Espíritu como un viento recio nos muestra su libertad: “El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8). Y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido, como de un viento recio, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.
Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios. Con esto estamos ya en la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento impetuoso por el que debemos “dejarnos llevar” si queremos ser hijos de Dios; pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este “espíritu de esclavitud” Pablo lo llama “carne”, es decir, una manera de entender, buscar y codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes, que nos fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en nosotros, nos damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo terreno en modo alguno es una fatalidad: “Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente”, sino que podemos ya, como hombres espirituales, ser dueños de nuestros instintos. Pero esto no por un desprecio orgulloso de la carne, sino porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser hijos de Dios. Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de nosotros hombres espirituales orgullosos o arrogantes, sino que hace re-sonar en nosotros el grito del Hijo: ¡Abba! (Padre).
El Espíritu Santo será quien os lo enseñe todo. El evangelio explica esta paradoja: el Espíritu se nos envía para introducirnos en la verdad completa de Cristo, que nos revela al Padre. Es el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, y nos introduce en este amor. Al comunicarse a nosotros, nos comunica el amor trinitario, y para nosotros criaturas al acceso a este amor es el Hijo como revelador del Padre. De este modo el Espíritu acrecienta en nosotros el recuerdo y profundiza la inteligencia de todo lo que Jesús nos ha comunicado de Dios mediante su vida y su enseñanza.
La llegada del Espíritu como un viento recio nos muestra su libertad: “El viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8). Y si además desciende en forma de lenguas de fuego que se posan encima de cada uno de los discípulos, es para que las lenguas de los testigos, que empiezan a hablar enseguida, se tornen espiritualmente ardientes y de este modo puedan inflamar también los corazones de sus oyentes. Los fenómenos exteriores tienen siempre en el Espíritu un sentido interior: su ruido, como de un viento recio, hace acudir en masa a los oyentes y su fuego permite a cada uno de ellos comprender el mensaje en una lengua que les es íntimamente familiar; este mensaje que los convoca no es un mensaje extraño que primero tengan que estudiar y traducir, sino que toca lo más íntimo de su corazón.
Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios. Con esto estamos ya en la segunda lectura, que nos muestra al Espíritu que actúa en los corazones y en las conciencias de los cristianos. También aquí tiene todavía algo del viento impetuoso por el que debemos “dejarnos llevar” si queremos ser hijos de Dios; pero ciertamente debemos dejarnos llevar como hijos libres, para diferenciarnos de los esclavos, que se mueven por una orden extraña y exterior. A este “espíritu de esclavitud” Pablo lo llama “carne”, es decir, una manera de entender, buscar y codiciar los bienes terrenos, perecederos y a menudo humillantes, que nos fascinan y esclavizan. Pero si seguimos al Espíritu de Dios en nosotros, nos damos cuenta de que esta fascinación que ejerce sobre nosotros lo terreno en modo alguno es una fatalidad: “Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente”, sino que podemos ya, como hombres espirituales, ser dueños de nuestros instintos. Pero esto no por un desprecio orgulloso de la carne, sino porque, como hijos del Dios que se ha hecho carne, podemos ser hijos de Dios. Esto es lo distintivo del Espíritu divino: que no hace de nosotros hombres espirituales orgullosos o arrogantes, sino que hace re-sonar en nosotros el grito del Hijo: ¡Abba! (Padre).
El Espíritu Santo será quien os lo enseñe todo. El evangelio explica esta paradoja: el Espíritu se nos envía para introducirnos en la verdad completa de Cristo, que nos revela al Padre. Es el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, y nos introduce en este amor. Al comunicarse a nosotros, nos comunica el amor trinitario, y para nosotros criaturas al acceso a este amor es el Hijo como revelador del Padre. De este modo el Espíritu acrecienta en nosotros el recuerdo y profundiza la inteligencia de todo lo que Jesús nos ha comunicado de Dios mediante su vida y su enseñanza.
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