Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Iniciamos hoy un ciclo de catequesis sobre los dones del Espíritu Santo. Saben que el Espíritu Santo constituye el alma, el alma vital de la Iglesia y de todo símbolo cristiano: es el Amor de Dios que hace de nuestro corazón su morada y entra en comunión con nosotros. Él está siempre con nosotros.
El Espíritu mismo es “el don de Dios” por excelencia (cfr Gv 4,10), y a su vez comunica a quien lo recibe diversos dones espirituales. La Iglesia especifica siete, número que simbólicamente dice plenitud, lo completo; son los que se aprenden cuando nos preparamos para el sacramento de la Confirmación y que invocamos en la antigua oración llamada “Secuencia al Espíritu Santo”: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad, y temor de Dios. Ya el profeta Isaías los menciona, hablando del Espíritu que se posaría sobre el Mesías y que habría guiado su acción de salvación (cfr 11,2).
1. El primer don del Espíritu Santo, según la lista tradicional, es por tanto la sabiduría. No se trata sencillamente la sabiduría humana, fruto del conocimiento y de la experiencia. En la Biblia se relata que a Salomón, en el momento de su coronación como rey de Israel, Dios le ofrece el don que él quiera. Salomón no le pide la riqueza, el éxito, la fama o una vida larga y feliz sino que le pide “un corazón dócil, que sepa distinguir el bien del mal” (1Re 3,9).
La sabiduría es exactamente esto: es la gracia de poder ver todas las cosas con los ojos de Dios. A veces vemos las cosas según nuestro parecer, según la situación de nuestro corazón, con amor, con odio, con envidia, esto no es el ojo de Dios. La sabiduría es lo que el Espíritu Santo hace en nosotros para que veamos todas las cosas con los ojos de Dios. Se trata de una luz interior, que solo el Espíritu Santo puede dar y que nos hace capaces de reconocer la impronta de Dios en nuestra vida y en nuestra historia.
2. La sabiduría, por tanto, no nace tanto de la inteligencia o del conocimiento que podamos tener, sino de la intimidad con Dios. ¡Cuántas veces encontramos personas que no han estudiado y ciertamente tienen este don! Cuando estamos en comunión con el Señor, el Espíritu es cómo si transfigurase nuestro corazón y les hiciese percibir todo su calor y su predilección. Esto quiere decir que el don de la sabiduría hace de un cristiano un contemplativo: todo le dice cosas sobre Dios y se convierte en signo de su misericordia y de su amor. Se trata verdaderamente de una experiencia sobrenatural: significa sentirse siempre con el Señor, sentirse entre sus manos y compartir su alegría, su paz y su irrefrenable pasión por todos los hombres. El todo en un espíritu de profunda gratitud, donde en todas las cosas aparece su belleza y se convierte en un motivo para dar gloria a Dios.
3. El Espíritu Santo hace del cristiano un “sabio”. Esto, no en el sentido de que tiene respuesta para todas las cosas, que sabe todo, sino en el sentido de que “sabe” de Dios, que su corazón y su vida tienen el gusto, el sabor de Dios. ¡Lo importante que es que en nuestras comunidades haya cristianos así! Todo en ellos habla de Dios y se convierte en un signo bello y vivo de su presencia y de su amor. Y es algo que no podemos improvisar, que no podemos procurarnos por nosotros mismos: es un don que Dios hace a los que son dóciles a su Espíritu.
Todo esto nos interpela personalmente. Cada uno de nosotros puede preguntarse: “Mi persona y mi vida ¿tienen sabor o no saben a nada, son insípidas? ¿Puedo decir que tienen el sabor del Evangelio? ¿El perfume de Cristo?”. El que nos encuentra percibe enseguida si somos hombres o mujeres de Dios o no… Si nos movemos por nosotros mismos, en base a nuestras ideas, nuestros propósitos, o bien por su Espíritu que habita en nuestro corazón… Y si está en nosotros la sabiduría que viene de Dios, podemos distinguir el bien del mal, y convertirnos en expertos de las cosas de Dios, comunicar a los demás su dulzura y su amor.+
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