El apóstol Pablo, en la Carta a los Romanos, replantea con estupor un oráculo del libro de Isaías (cf. 65, 1), en el que Dios llega a decir por boca del profeta. «Me encontraron los que no me buscaban; me manifesté a quienes no preguntaban por mí» (Ro 10, 20). Pues bien, después de haber contemplado en las catequesis precedentes la gloria de la Trinidad en el cosmos y en la historia, queremos emprender ahora un itinerario interior a través de los caminos misteriosos por los que Dios sale al encuentro del hombre, para hacerle partícipe de su vida y de su gloria. Dios, de hecho, ama a la criatura plasmada a su imagen y, como el pastor atento de la parábola (cf. Lucas 15, 4-7), no se cansa de buscarla, incluso cuando se muestra indiferente o fastidiada por la luz divina, como la oveja que se ha separado de la grey y se ha perdido en lugares agrestes y llenos de riesgos.
Perseguido por Dios, el hombre ya advierte su presencia, ya es irradiado por la luz que está detrás, a sus espaldas, ya es interpelado por esa voz que le llama desde lejos. De este modo, comienza a buscar él mismo al Dios que buscado se pone en búsqueda; amado comienza a amar al que le busca: Nosotros comenzamos hoy a pincelar esta sugerente intersección entre la iniciativa de Dios y la respuesta del hombre, descubriéndola como componente fundamental de la experiencia religiosa. En realidad, el eco de esta experiencia se siente también en algunas voces alejadas del cristianismo, signo del deseo de la humanidad entera de conocer a Dios y de ser objetivo de su benevolencia. Incluso un enemigo del pueblo bíblico de Israel, el rey babilónico Nabucodonosor, que en el año 587-586 a. C. destruyó la ciudad santa, Jerusalén, se dirigía a la divinidad con estas palabras: «¿Sin ti, Señor, ¿qué sería de este rey al que tú amas y al que has llamado por su nombre? ¿Cómo podría ser bueno ante tus ojos? ¡Tú guías su nombre, lo conduces por la senda recta! (.) Por tu gracia, Señor, de la que haces partícipes a todos en abundancia, haz que tu excelsa majestad sea misericordiosa y haz que el temor por tu divinidad habite en mi corazón. Dame lo que es bueno para ti, pues tú has plasmado mi vida» (cf. G. Pettinato, «Babilonia», Milán 1994, p. 182).
Nuestros hermanos musulmanes también testimonian una fe semejante, repitiendo con frecuencia, a lo largo de su existencia cotidiana, la invocación que se abre el libro del Corán y que celebra precisamente la senda por la que Dios, «Señor de lo creado, el Clemente, el Misericordioso» guía a aquellos a los que infunde su gracia.
La gran tradición bíblica lleva al fiel a dirigirse con frecuencia a Dios para obtener de él la luz y la fuerza necesarias para realizar el bien. Así reza el salmista en el Salmo 119: «Enséñame, Señor, el camino de tus preceptos, yo lo quiero guardar en recompensa. Hazme entender, para guardar tu ley y observarla de todo corazón. Llévame por la senda de tus mandamientos porque mi complacencia tengo en ella. (.) Aparta mi mirada de las vanidades, por tu palabra vivifícame» (versículos 33-35. 37).
En la experiencia religiosa universal, y especialmente en la transmitida por la Biblia, encontramos, por tanto, la conciencia de la primacía de Dios que se pone en búsqueda del hombre para llevarle al horizonte de su luz y de su misterio. En un inicio está la Palabra que rompe el silencio de la nada, la «buena voluntad» de Dios (Lucas 2, 14) que nunca abandona a la criatura a su suerte.
Ciertamente este inicio absoluto no cancela la necesidad de la acción humana, no elimina el compromiso de una respuesta por parte del hombre, el cual es solicitado a dejarse alcanzar por Dios y a abrirle la puerta de su vida; es más, también tiene la posibilidad de cerrarse a estas invitaciones. En este sentido, son realmente estupendas las palabras que el Apocalipsis pone en boca de Cristo: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo»» (Apocalipsis, 3, 20). Si Cristo no se pusiera en camino por las sendas del mundo, nosotros quedaríamos solitarios en nuestro pequeño horizonte. Por eso, es necesario abrirle la puerta, para que se siente nuestra mesa, en comunión de vida y de amor.
El itinerario del encuentro entre Dios y el hombre tendrá lugar bajo la égida del amor. Por una parte el amor divino trinitario nos previene, nos envuelve, nos abre constantemente el camino que conduce a la casa paterna. Allí, el Padre nos espera para darnos su abrazo como en la parábolaevangélica del «hijo pródigo», o mejor del «Padre misericordioso» (cf. Lucas 15, 11-32). Por otra parte, a nosotros se nos pide el amor fraterno como respuesta al amor de Dios: «Queridos --nos exhorta Juan en su primera carta--, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (...) Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Juan 4, 11.16). Del abrazo entre el amor divino y el humano florecen la salvación, la vida, la alegría eterna.
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