Las mujeres, que (según Mateo) habían permanecido fieles al pie de la cruz como representantes de la Iglesia que ama, siguen desempeñando este mismo papel en la mañana de Pascua.
Es ciertamente sorprendente que las mujeres no se arredren ante los terribles acontecimientos que han tenido lugar, ni siquiera piensan en la imposibilidad de realizar su piadoso deseo (¿Quién nos correrá la piedra a la entrada del sepulcro?), sino que persisten imperturbablemente en su propósito de embalsamar el cadáver de Jesús para protegerlo de la descomposición en la medida de lo posible. Esto tiene algo de esa ingenua piedad popular que con un instinto seguro sigue su camino contra todos los impedimentos externos y contra todas las reservas espirituales.
Y esta piedad de las santas mujeres es recompensada por Dios, pues el mismo Dios elimina los obstáculos – la piedra estaba ya corrida- y cuando las mujeres, al final de su peregrinación sin circunstancias ni reflexiones, penetran en el santuario de la tumba vacía, les proporciona una explicación tranquilizadora ante el hecho maravilloso que se acaba de producir. Su susto es comprensible, es tradicional en la Escritura siempre que el hombre se encuentra ante una teofanía. El discurso del ángel es de una belleza sublime, sobrenatural: no se podría haber hablado de una manera más amable y al mismo tiempo más pertinente.
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