domingo, 16 de diciembre de 2012

HANS URS VON BALTHASAR: TERCER DOMINGO DE ADVIENTO (CICLO C)


 “Entonces qué hacemos?” El evangelio presenta la enseñanza de Bautista a los que quieren comenzar una nueva vida (dos versículos antes Juan llama “raza de víboras” a los que se creen justos y han venido a verle por pura curiosidad). En las respuestas que Juan da a los que están realmente dispuestos a hacer penitencia – entre otros, los publicanos y los militares, despreciados por los judíos-, se muestra que el mandamiento radical del amor de Jesús estaba ya perfectamente preparado en la antigua Alianza y podía ser algo evidente para toda conciencia no corrompida. Se trata de compartir solidariamente los propios bienes con el prójimo que no tienen lo suficiente para vestirse y alimentarse; de practicar la justicia en la recaudación de los impuestos y otras tasas; de ser moderado- algo que para los militares puede resultar difícil- en el ejercicio del poder (ni robo, ni corrupción, ni extorsión, ni exigencias desorbitadas). Lo que Juan exige a sus oyentes se puede justificar a partir de los profetas, por eso él no debe ser confundido con el Mesías que ha de venir. Este Mesías, ante el que el Bautista se humilla, trae un instrumento de purificación totalmente distinto: el Espíritu Santo, que nos mostrará nuestros pecados desde Dios y que puede quemarlos con su fuego. Es el mismo Espíritu que nos colocará también ante la decisión definitiva entre el sí y el no, el trigo y la paja. Con estas advertencias el Bautista se sitúa, como “el más grande de los nacidos de mujer” (Lc 7,28), al final del período de preparación, contemplando ya plenamente el nuevo comienzo; y quizá es precisamente su profunda humildad lo que le permite cruzar la frontera como “amigo del esposo” (Jn 3,29), quien recibe y asume su bautismo dotándole de un contenido nuevo.



El Señor está cerca: En la segunda lectura, ya en el Nuevo Testamento, esta gozosa esperanza se acrecienta y se llega incluso a decir: Nada os preocupe. Ciertamente aquí no se recomienda la pura despreocupación, sino la alegría en el Señor, la única que proporciona esa paz, que sobrepasa todo juicio y nos impide pensar que nuestra esperanza pudiera ser vana. Pro la visión anticipada del Señor, que está a punto de llegar, exige también su verificación en el amor fraterno de la comunidad, cuya mesura y bondad debe darse a conocer a todo el mundo, también a los que no son cristianos. La alegría por la venida del Señor debe ser apostólica. Este abandono plenamente confiado de las preocupaciones mundanas para ponerse en manos de Dios (como exige el sermón de la montaña), es cristiano solo si va unido a la oración que implora el pan cotidiano y da gracias a Dios por los dones recibidos.

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