SAGRADA FAMILIA: JESÚS, MARÍA Y JOSÉ
Gn 15,1-6 ; 21,1-3 ; Hb 11,8.11-12.17-19 ; Lc 2,22-40
La fe de Abrahán. Es muy significativo que toda la liturgia de esta fiesta esté bajo el signo de la fe. La familia, que se funda tanto en la Antigua como en la Nueva Alianza, es en las dos lecturas una nueva obra de Dios; el cuerpo de Abrahán está ya viejo, Sara, su mujer, es estéril y Abrahán ha designado ya como heredero a un criado de casa, al hijo de su esclava. Pero Dios cambia el destino: los padres se vuelven fecundos milagrosamente y el hijo de la promesa será un puro don de Dios. Este episodio constituye por así decirlo el distintivo de todos los matrimonios de Israel: su fecundidad, orientada hacia el Mesías, recibirá siempre algo de la gracia sobrenatural de Dios: el hijo es un don de Dios, en el fondo está permitido cerrarse en sí misma, sino que, al igual que Dios la ha abierto en el origen, así también debe permanecer abierta a los designios de Dios.
El sacrificio de Abrahán. Esto llega hasta lo incomprensible, raya en lo intolerable humanamente hablando, con la prueba a que se somete a Abrahán, cuando Dios le exige que le sacrifique al hijo de la promesa, a cuya existencia el propio Dios había vinculado sus promesas (descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo). Israel ha considerado siempre este episodio como uno de los más importantes de su historia. Dios entra en la familia que él mismo ha fundado milagrosamente y la destruye. Humanamente hablando, Dios se contradice claramente a sí mismo; pero como se trata de Dios, Abrahán obedece y se dispone a devolver a Dios lo más precioso para él, lo que el mismo Dios le ha dado. La segunda lectura hace también participar a Sara en este acontecimiento; la familia, que se debe a Dios, se convierte ahora no solamente en una familia abierta sino también en una familia sangrante.
La espada en el alma de María. El acontecimiento sobre el que se funda Israel encuentra su pleno cumplimiento en la Sagrada Familia, que en el evangelio de hoy aparece en el templo. A José, el último patriarca, Dios no le hace carnalmente fecundo, sino que debe -¡suprema plenitud de la fecundidad humana!- retirarse para dejar su sitio a la única fuerza generadora de Dios. El sacrificio personal que José ofrece, lo oculta en lo litúrgico, en lo aparentemente insignificante: en el par de palomas, el sacrificio de los pobres. Y la Madre oculta el sacrificio de su entrega total a Dios con el tupido velo de la ceremonia de purificación prevista por la ley. Se produce entonces la profecía que determinará la forma interna de esta familia: por un lado la suprema significación del Niño ofrecido, donde ya se puede ver que esta familia se dilatará mucho más allá de sus dimensiones terrenales; por otro lado la espada que traspasará el alma de la Madre, que será así introducida en una realidad más grande, en el destino de su Hijo: no solamente dejará que el Hijo se marche, con lo que esto supondrá de sacrificio para ella, sino que será incluida en el sacrificio del Hijo cuando llegue el momento, con lo que la antigua familia carnal se consumará en una familia espiritual en la que María –traspasada por la espada- se convertirá de nuevo en Madre de muchos.
La Sagrada Familia de Nazaret es todo menos un idilio: está entre el sacrificio del monte Moria y el sacrificio del Gólgota.
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