viernes, 16 de agosto de 2013

RANIERO CANTALAMESSA: LA CORRECCIÓN FRATERNA (Mt 18,15-20)


La convivencia humana está entretejida de contrastes, conflictos y tuertos recíprocos, debidos al hecho de que somos diferentes por temperamento, puntos de vista, gustos. El Evangelio tiene algo que decirnos también en este aspecto tan común y cotidiano de la vida. Jesús presenta el caso de uno que ha cometido algo que es realmente equivocado en sí mismo: «Si tu hermano llega a pecar...». No se refiere sólo a una culpa cometida contra nosotros. En este último caso es casi imposible distinguir si lo que nos mueve es el celo por la verdad o más bien el amor propio herido. En todo caso, sería más una autodefensa que una corrección fraterna.


¿Por qué dice Jesús: «repréndele a solas»? Ante todo por respeto al buen nombre del hermano, de su dignidad. Dice: «tú con él», para dar la posibilidad a la persona de poderse defender y explicar sus acciones en plena libertad. Muchas veces lo que a un observador externo le parece una culpa, en las intenciones de quien la comete no lo es. Una franca explicación disipa muchos malentendidos. Pero esto no es posible cuando el problema se lleva al conocimiento de todos.

¿Cuál es, según el Evangelio, el motivo último por el que es necesario practicar la corrección fraterna? No es ciertamente el orgullo de mostrar a los demás sus errores para resaltar nuestra superioridad. Ni el de descargarse la conciencia para poder decir: «Te lo había dicho. ¡Ya te lo había advertido! Peor para ti, si no me has hecho caso».

No, el objetivo es ganar al hermano. Es decir, el genuino bien del otro. Para que pueda mejorarse y no encontrarse con desagradables consecuencias. Si se trata de una culpa moral, para que no comprometa su camino espiritual y su salvación eterna. No siempre depende de nosotros el buen resultado de la corrección (a pesar de las mejores disposiciones, el otro puede no aceptarla, hacerse más rígido); por el contrario, depende siempre y exclusivamente de nosotros el buen resultado… a la hora de recibir una corrección.

No sólo existe la corrección activa, sino también la pasiva; no sólo existe el deber de corregir, sino también el deber de dejarse corregir. Y aquí es donde se ve si uno es suficientemente maduro para corregir a los demás.

Quien quiere corregir a alguien tiene que estar dispuesto a ser corregido. Cuando ves que una persona recibe una observación y escuchas que responde con sencillez: «Tienes razón, ¡gracias por habérmelo dicho!», te encuentras ante una persona de valor.

La enseñanza de Cristo sobre la corrección fraterna debería leerse siempre junto a lo que dice en otra ocasión: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: "Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo" no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? » (Lucas 6, 41-42).

En algunos casos no es fácil comprender si es mejor corregir o dejar pasar, hablar o callar. Por este motivo es importante tener en cuenta la regla de oro, válida para todos los casos, que el apóstol Pablo ofrece en la segunda lectura (Romanos 13, 8-10) de este domingo: «Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor... La caridad no hace mal al prójimo». Es necesario asegurarse, ante todo, de que en el corazón se dé la disposición de acogida a la persona. Después, todo lo que se decida, ya sea corregir o callar, estará bien, pues el amor «no hace mal a nadie».

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