viernes, 17 de febrero de 2012

HANS URS VON BALTHASAR: SÉPTIMO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO B)


Is 43,18-19.21-22.24b-25; 2 Co 1,18-22; Mc 2,1-12 

Potestad para perdonar los pecados. En el Evangelio de hoy se narra ciertamente una escena movida – la multitud de las personas congregadas en Cafarnaún; el boquete en el tejado para descolgar por allí la camilla con el paralítico, al que Jesús le perdona sus pecados, el escándalo y enfado de los letrados por la actitud de Jesús, y finalmente la pregunta de éste:¿Qué es más fácil, perdonar los pecados o curar el cuerpo?- que concluye con la declaración solemne de que el Hijo del hombre tienen potestad para perdonar los pecados, lo que se demuestra con la curación del paralítico. Naturalmente la gente se queda atónita ante la curación, que solo adquiere su plena significación en virtud de la relación con el perdón de los pecados. Jesús comienza con la curación de la más grave de las enfermedades, esa parálisis espiritual que deja radicalmente impedido al hombre cuando éste rechaza a Dios, una enfermedad de la que el hombre en modo alguno puede curarse a sí mismo, ni siquiera con los múltiples métodos psicológicos que los hombres inventan para tratar de olvidarse de su culpa o para darse a sí mismos, la absolución de sus pecados.

Solo Dios, que es realmente el ofendido, tiene el poder y la gracia de perdonar la injusticia que se ha infligido, y como ha enviado a su Hijo al mundo para proclamar y operar este perdón, el Hijo tienen la potestad que se atribuye. La tiene porque el precio supremo de esta gracia, la cruz y la asunción de la culpa por parte del Inocente, del que no tiene pecado concedido durante la vida de Jesús. El perdón de los pecados quita al hombre un peso del que éste no puede liberarse por sí solo, pero muestra, como se nos recuerda en la primera lectura, el enorme esfuerzo y la tremenda fatiga que absorbe todo el amor divino para liberarnos del peso del pecado.

 Me cansabas con tus culpas. Así acusa Dios al pueblo por boca del profeta. Mientras tú, pueblo ingrato, no te esforzabas por mí y me olvidabas: no me invocabas ni me ofrecías sacrificios, ya no creías en mi poder y bondad, te había librado por así decirlo de mí, “me avasallabas con tus pecados y me cansabas con tus culpas”, yo pensaba en tu salvación. ¿Cómo podría Dios, que ha prodigado todo su amor a Israel, no experimentar un gran dolor ante semejante indiferencia y aversión por parte de su pueblo? Pero el Dios del amor no se enoja, sino que piensa en nuevos caminos de reconciliación: Mirad que realizo algo nuevo. En virtud de su divina fuerza creadora, Dios, que es amor, borra los crímenes de su pueblo. Perdona y comienza de nuevo. Pero con una condición: el pueblo debe darse cuanta de ello y aceptar el don que Dios le ofrece.

 El sí de Dios. En la segunda lectura, la cristiana, queda perfectamente claro que Dios no dice unas veces sí y otras no, sino siempre sí, y que para el hombre que ha comprendido eso a la luz de la fe ya no hay otro camino: ya no puede decir “primero sí y luego no”, sino que debe responder siempre con un sí a la fidelidad de Dios en Cristo. Su acogida en el nuevo pueblo de Dios, que tienen lugar en el Bautismo, ha puesto ya en su corazón el Espíritu de Dios. Basta con seguirle.

1 comentario:

Anónimo dijo...

este texto del septimo domingo esta excelente, todavía no lo entiendo pero hay algunas partes que si, y me ayudan a querer más a Jesús. Que gran teologo ese señor Baltazar, que Dios lo bendiga y lo cuide mucho.