Estos magos, ¿qué otra cosa fueron sino las primicias de las naciones? Los pastores eran israelitas, los magos, gentiles; éstos vinieron de tierras lejanas, aquéllos de cerca. Sin embargo, unos y otros acudieron con presteza a la piedra angular.
No se manifestó Jesús ni a los sabios ni tampoco a los justos, sino que prevaleció la ignorancia en la rusticidad de los pastores y la impiedad en los magos sacrílegos de la Caldea. A unos y a otros se ofrece aquella piedra angular, porque había venido a elegir la ignorancia para confundir a los sabios, y no a llamar a los justos, sino a los pecadores, a fin de que ningún poderoso se ensoberbeciese y ningún débil desesperase.
Eran muchos los reyes que habían nacido y habían muerto en Israel; ¿era por ventura alguno de éstos a quien los magos buscaban para prestarle adoración? Ciertamente no, porque de ninguno de ellos les había hablado el cielo. Estos reyes, extranjeros y de un país tan remoto, no se juzgaban obligados a prestar un homenaje tan grande a un rey de la clase y condición que lo eran ellos en su país; sino que habían aprendido que debía ser tal la condición del que había nacido, que, adorándolo, no podía ofrecerles duda alguna el conseguir la salvación, que consiste en el mismo Dios.
Por otra parte, tampoco la edad se prestaba a la adulación humana, no estaban cubiertos de púrpura los miembros del recién nacido, ni brillaba una diadema en su cabeza; ni pudo ser la pompa de los servidores, ni el terror de los ejércitos, ni la fama de gloriosos combates lo que atrajese a estos varones de tan remotas tierras con fe tan grande y tan ardientes votos. Un niño recién nacido,pequeñito, menospreciado por la pobreza se manifiesta recostado en un pesebre. Pero se oculta bajo estas apariencias alguna cosa grande que aquellos hombres, primicias de los gentiles, habían comprendido, no por testimonio de la tierra, sino del cielo. Por eso decían: "Hemos visto su estrella en el Oriente". Anuncian y preguntan, creen y buscan, a imagen de aquéllos que caminan en la fe y desean ver.
Fuente: Santo Tomás de Aquino, Catena aurea
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