El 27 de agosto recordamos a santa Mónica, madre de san Agustín, fue ella madre y esposa ejemplar, su testimonio de vida y oración se elevaron como una ofrenda agradable a Dios, a quien imploró con perseverancia cristiana por la conversión de Patricio su esposo, y de Agustín su hijo.
Muchas noticias sobre ella nos proporciona su hijo en el libro autobiográfico "Las confesiones",
obra maestra entre las más leídas de todos los tiempos. Aquí conocemos
que san Agustín bebió el nombre de Jesús con la leche materna y fue
educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios quedaron
en él impresos incluso en los años de desviación espiritual y moral.
Mónica como esposa y madre cristiana sufre al ver a su esposo e hijo, con una vida alejada de Dios, pero no se da por vencida, sino que implora por sus conversiones, con lágrimas y de rodillas. Mónica está representada en algunas imágenes con un pañuelo estrujado en su mano, signo de las lagrimas derramadas, pero su mirada siempre estaba dirigida a Aquel, que no permite que ninguna lágrima se pierda…
En la vida de santa Mónica hay un mensaje de actualidad, se da un vínculo muy estrecho entre la madre y el hijo, y hoy más que nunca la oración perseverante (y las lágrimas) de las madres puede alcanzar gracias de conversión para sus hijos. Me animo a decir que es un ejercicio maternal irrenunciable, es crucial rezar con perseverancia por la conversión de los hijos y esposos, bebiendo de la espiritualidad de ésta madre santa.
Santa Mónica ya había llegado a ser, para este hijo suyo, "más que madre, la fuente de su cristianismo". Su único deseo durante años había sido la conversión de Agustín, a quien ahora veía orientado incluso a una vida de consagración al servicio de Dios. San Agustín repetía que su madre lo había "engendrado dos veces". Tal como nos lo enseña Santa Teresa, "vivir la vida se debe, que viva quede en la muerte". Y la muerte de Mónica, relatada por su hijo, muestra la grandeza del alma cristiana.
"Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres–, ella dijo:
«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:
«¿Dónde estaba?»
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
«Enterrad aquí a vuestra madre».
Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:
«Mira lo que dice».
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:
«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.
Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.
"¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración."(Benedicto XVI) Una buena iniciativa es la de unirse con otras madres y abuelas, y rezar el santo Rosario una vez a la semana implorando por mediación de santa Mónica la conversión de esposos, hijos y nietos….La única oración que se pierde es la que no se realiza...
Mónica como esposa y madre cristiana sufre al ver a su esposo e hijo, con una vida alejada de Dios, pero no se da por vencida, sino que implora por sus conversiones, con lágrimas y de rodillas. Mónica está representada en algunas imágenes con un pañuelo estrujado en su mano, signo de las lagrimas derramadas, pero su mirada siempre estaba dirigida a Aquel, que no permite que ninguna lágrima se pierda…
En la vida de santa Mónica hay un mensaje de actualidad, se da un vínculo muy estrecho entre la madre y el hijo, y hoy más que nunca la oración perseverante (y las lágrimas) de las madres puede alcanzar gracias de conversión para sus hijos. Me animo a decir que es un ejercicio maternal irrenunciable, es crucial rezar con perseverancia por la conversión de los hijos y esposos, bebiendo de la espiritualidad de ésta madre santa.
Santa Mónica ya había llegado a ser, para este hijo suyo, "más que madre, la fuente de su cristianismo". Su único deseo durante años había sido la conversión de Agustín, a quien ahora veía orientado incluso a una vida de consagración al servicio de Dios. San Agustín repetía que su madre lo había "engendrado dos veces". Tal como nos lo enseña Santa Teresa, "vivir la vida se debe, que viva quede en la muerte". Y la muerte de Mónica, relatada por su hijo, muestra la grandeza del alma cristiana.
"Cuando ya se acercaba el día de su muerte –día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos–, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti.
Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas –y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres–, ella dijo:
«Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?»
No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero, al cabo de cinco días o poco más, cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación:
«¿Dónde estaba?»
Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo:
«Enterrad aquí a vuestra madre».
Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo:
«Mira lo que dice».
Luego, dirigiéndose a ambos, añadió:
«Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis».
Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.
Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita.
"¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración."(Benedicto XVI) Una buena iniciativa es la de unirse con otras madres y abuelas, y rezar el santo Rosario una vez a la semana implorando por mediación de santa Mónica la conversión de esposos, hijos y nietos….La única oración que se pierde es la que no se realiza...
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