lunes, 26 de septiembre de 2016

JULIO ALONSO AMPUERO: CON MARÍA

Una sola vez se menciona en los Hechos a «María, la madre de Jesús» (1,14). Lo mismo que en los Evangelios, su presencia es sumamente discreta y pasa casi desapercibida.

Y sin embargo, si ponemos atención, nos damos cuenta de que esa presencia es completamente decisiva. María aparece con los Doce y la comunidad de hermanos perseverando en oración a la espera del Espíritu. La intercesión de María dispone a la Iglesia para la efusión del Espíritu.

Si la Iglesia está llamada a vivir un Pentecostés permanente, eso significa que ha de convertirse en un cenáculo permanente. La Iglesia debe vivir en oración constante, en la espera del Espíritu, en unión con María, la madre de Jesús. Y eso, la Iglesia toda: la jerarquía, los obispos y sus colaboradores los presbíteros –personificados en los Doce–; y la totalidad de los bautizados, hombres y mujeres –personificados en los 120 hermanos iniciales–. Sólo desde este cenáculo permanente la Iglesia puede crecer y multiplicarse.
Pero hay más. Al mencionar a María al inicio mismo de los Hechos, San Lucas parece ponerla en relación con la presencia de María al inicio de su Evangelio (Lc 1,26-38).
En efecto, María concibe y da a luz al Hijo de Dios, sin colaboración de varón, porque la fuerza del Espíritu desciende sobre ella y la fecunda.

Ahora bien, no es casual que en Lc 1,35 y en Hch 1,8 encontremos expresiones similares. En ambos textos se habla del «Espíritu Santo» que «desciende sobre» (mismo verbo) y se le califica de «fuerza» o «poder» (dynamis; en Lucas se habla de «poder del Altísimo», que por el paralelismo se refiere al Espíritu Santo). La consecuencia («por eso») es que el que ha de nacer será Santo e Hijo de Dios; en Hechos es que los discípulos serán testigos de Jesús hasta los confines de la tierra.

Esto sugiere que la Iglesia está llamada a prolongar la maternidad virginal de María. Si María hubiera concebido de varón habría dado a luz un simple hombre. Porque concibe por el poder del Espíritu que desciende sobre ella da a luz al Santo, al Hijo de Dios.
De igual manera, la Iglesia está llamada a «no conocer varón», es decir, a no apoyarse en medios naturales y a no buscar seguridades en ayudas humanas. Si dependiera de ello, sólo produciría obras humanas, frutos para este mundo y resultados a ras de tierra. Dejándose fecundar virginalmente por el poder del Espíritu Santo es hecha madre fecunda y engendra santos e hijos de Dios; cubierta por la sombra del Espíritu, transmite vida divina y eterna dando testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.

En este sentido, podemos decir que María personifica ejemplarmente a la Iglesia. En ella podemos contemplar realizado con perfección cuanto en los capítulos precedentes hemos ido descubriendo en la Iglesia primitiva. María es modelo de acogida del Espíritu y de los planes de Dios («he aquí la esclava del Señor»). Evangelizada por el ángel, acepta sin condiciones el mensaje de Dios («hágase en mí según tu palabra») y se convierte en la primera evangelizadora al llevar a Jesús –presente en su seno– a casa de Isabel y permitirle que comience su acción salvífica. Es modelo de la Iglesia por su santidad de vida. Es modelo de oración en el cenáculo y con el Magnificat, en que proclama las obras grandes realizadas por Dios. Permanece firme junto a la cruz de su Hijo y Señor (Jn 19,25) con el alma llena de dolor (Lc 2,35).

Finalmente, con esa alusión a María al inicio de los Hechos y del Evangelio quizá san Lucas sugiera también la función maternal de María respecto de la Iglesia. La que engendró a Cristo, Cabeza de la Iglesia, colabora ahora en la gestación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y así es constituida madre del Cristo total. Lo mismo que el nacimiento de Cristo, también el de la Iglesia se produce «de Spiritu Sancto ex María Virgine». No es casual que se la mencione precisamente como «madre de Jesús». Por lo demás, la presencia de María entre aquellos discípulos todavía desalentados y temerosos, ¿no sugiere protección y cobijo?

viernes, 23 de septiembre de 2016

CRONOLOGÍA DEL PADRE PÍO

1887. El 25 de mayo nace en Pietrelcina, Benevento, al sur de Italia.

1896-1902. Estudios elementales y primarios en su localidad natal.

1903. Noviciado en la Orden Franciscana, en los Capuchinos de Morcone.

1907. Profesión de votos solemnes.

1904-1909. Estudios eclesiásticos.

1909-1916. Con breves períodos en distintos conventos, permanece en Pietrelcina debido a su delicado estado de salud. Primeros fenómenos místicos. Los superiores dudan entre expulsarlo de la Orden o concederle permiso de exclaustración. Conceden permiso en 1915.

1915-1918. Llamado a filas, destinado en la 10ª Compañía de Sanidad en Nápoles. Periodo de permanencia en cuarteles interrumpida por inspecciones médicas y convalencencias.

1916. De febrero a julio en el convento de Santa Ana de Foggia y a partir de julio en Sta. María de las Gracias, en S. Giovanni Rotondo, en el monte Gargano, diócesis de Manfredonia.

1918. 5-7 agosto: Transverberación del corazón. 20 septiembre: Estigmatización. Comienza a acudir una multitud de personas a sus eucaristías y a confesarse.

1919-1920. Informes médicos que reconocen carácter sobrenatural de las heridas. Posterior visita doctor Gemelli e informe desfavorable a la prensa y al Santo Oficio. Oposición de canónigos y arzobispo de diócesis de Manfredonia, Mons. Gagliardi.

1923-31. Medidas restricitivas del ministerio del Padre Pío, por el Santo Oficio: celebración privada de la misa, no confesiones, no correspondencia, traslado a otro convento.

1931-1933. Práctica encarcelación en el convento del Padre Pío.

1933. Visita de Mons. Passetto por encargo de S.S. Pío XI. Nuevo obispo de Manfredonia Mons. Cesarano. Levantamiento de todas las restricciones y libertad para el ministerio.

1935. Bodas de plata sacerdotales. Bendición papal de S.S. Pío XI. Se multiplican las personas que acuden a S. Giovanni Rotondo, los fenómenos místicos, las conversiones y los milagros.

1942. Comienzan los Grupos de Oración. Apoyo de S.S. Pío XII al Padre Pío.

1956. Inauguración de la Casa Sollievo della Sofferenza.

1958. Quiebra de la Banca Giuffrè y problemas económicos de la provincia capuchina. Los superiores piden fondos de las obras del Padre Pío para saldar las deudas de la Orden. El Padre Pío y el administrador sólo conceden una cantidad limitada. Nuevas investigaciones, grabación secreta de sus conversaciones y confesiones.

1960. Mons. Ottaviani y Mons. Crovini, del Santo Oficio, visitan a Padre Pío y sus obras, informe favorable. Mons. Capovilla y Mons. Maccari, de la Secretaría de S.S. Juan XXIII, repiten visita y dan informe desfavorable. Bodas de oro sin bendición papal.

1960-1964. Nuevas limitaciones a su ministerio. Sus partidarios le defienden. Antes de morir, S.S. Juan XXIII destituye a los superiores que le han venido persiguiendo.

1964-1967. S.S. Pablo VI le restablece en la libertad de culto y ministerio. Deterioro progresivo de su estado de salud.

1968. El 20 de septiembre se cumplen 50 años de su estigmatización. Padre Pío muere el 23 de septiembre.

1983. Comienza la Causa para su Beatificación y Canonización.

1998. Se aprueba la autenticidad del milagro de la Sra. Consiglia de Martino.

1999. 2 de mayo. Beatificación por Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro.

(FUENTE :ENRIQUE CALICÓ,Vida del Padre Pío)

jueves, 22 de septiembre de 2016

ENRIQUE CALICÓ: PADRE PÍO, ÉXTASIS CRUCIFICANTE


Muchas serían las almas que el Padre Pío encauzaría hacía Cristo a través de sus sufrimientos físicos y morales. El 20 de septiembre de 1918, a sus treinta y un años, día del éxtasis crucificante, aparecerán ya de forma definitiva los estigmas, llagas que sangrarán a lo largo del resto de su vida y le harán participar de la Pasión de Cristo. Y decimos definitivas, pues ya había tenido en varias ocasiones estas experiencias, acompañadas de fuertes dolores en manos, pies y corazón, en forma transitoria y que iría contando al Padre Benedetto con mucha discreción y gran vergüenza.

Parece que la verdadera misión del Padre Pío iba a empezar a partir de ese día. Sin embargo, hacía años que había empezado, incluso mucho antes de su total ofrecimiento. El 7 de abril de 1913 había escrito al padre Agostino sobre la aparición que había tenido el 28 de marzo, diez días antes. Entre otras cosas le decía así:

«El Viernes Santo estaba aún en la cama cuando Jesús se me apareció, en un estado lastimoso y desfigurado. Me mostró un gran número de sacerdotes infieles, algunos celebrando, otros preparándose. Le pregunté por qué sufría tanto. Apartándose de aquella multitud de sacerdotes con una expresión de disgusto en su rostro, exclamó: "¡Carniceros!" y mirándome, dijo: "Hijo mío, no creas que mi agonía duró solamente tres horas, no; estaré en agonía hasta el fin del mundo. Durante el tiempo de mi agonía, hijo mío, no hay que dormirse. Mi alma está buscando unas gotas de piedad humana"... »

Jesús, una vez más, repetía a sus almas privilegiadas el mensaje de su sufrimiento viendo la escalada espectacular de impiedad e indiferencia religiosa, porque algunos sacerdotes se han mostrado por debajo de su misión en sus costumbres, en su piedad o en el desvío de la doctrina. La misión del Padre Pío va a ser en gran parte una especie de reto lanzado al racionalismo moderno y a la incredulidad. Va a llevar hasta un punto sublime los misterios de la misa y de la confesión, ocasiones ambas en las que el sacerdote es más visiblemente otro Cristo. Le acompañarán los estigmas, que no sólo son una gracia del Señor, sino también un testimonio para el mundo entero.

Gente de todo el mundo irá a pedir consejo y buscar el perdón de Dios en San Giovanni Rotondo. El Padre Pío pasará horas y horas cada día en el confesonario e impartirá con sus manos la reconciliación y la paz.

martes, 20 de septiembre de 2016

EL CORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO



El título mesiánico “Cordero de Dios” aparece dos veces en el cuarto evangelio (1,29.36) y constituye uno de los títulos más importantes de la cristología joánica. Indudablemente la frase recuerda la teología del misterioso “Siervo sufriente de Yahvé” que siendo inocente carga sobre sí el pecado de la humanidad (Is 42,1-4; 52,13-53,12). La imagen del “cordero” evoca naturalmente al cordero inmolado la noche de pascua, como signo y expresión de la liberación que Dios ha obrado en favor del pueblo.

Este fragmento nos resume el testimonio que Juan Bautista da de Jesús  cuyo centro es  esta frase: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v. 29). Hay que notar que la proclamación de Juan habla de “pecado del mundo”, en singular. ¿Qué es este pecado? Digamos que es el comportamiento equivocado fundamental. El pecado del mundo, en el evangelio de Juan, no hace referencia a un pecado particular[1] o a la suma de todos los pecados de la humanidad, sino a la dureza radical del ser humano que rechaza el proyecto de Dios manifestado en Jesucristo, la mentalidad errónea del mundo que se enfrenta y se opone a Dios. Lo que Juan llama “el pecado del mundo” es un concepto teológico que alude a esa realidad misteriosa que se encuentra a la raíz de todo pecado personal y social y que el cuarto evangelio equipara a la incredulidad como rechazo consciente de la luz manifestada en Cristo.

Jesús quita “el pecado” del mundo  con su pasión. Ella ya está presente a través de la luz de su  palabra y de la fuerza del Espíritu que él dona a quienes llegan a creer. A través de la escucha obediente y vital del evangelio y de la apertura del corazón a la fuerza de Dios, llegamos a experimentar la liberación de las tinieblas de la mente y del corazón. Todos nuestros pecados son reflejo y expresión de ese “pecado del mundo” del que sólo Jesús Mesías puede liberarnos, a través de la luz de su evangelio y de su amor sin límite.

Algunos autores piensan que Juan, hablando en arameo, usó la expresión talja yhwh, en donde talja puede significar tanto “cordero” como “siervo”. A modo de hipótesis, podemos tal vez suponer que cuando el evangelio se escribió en griego se prefirió el sentido de cordero. Juan Bautista designa a Cristo con la palabra aramea "talja" (vv. 29 y 35). Con ello anunciaba que Cristo era, en efecto, ese servidor que, al inaugurar los tiempos mesiánicos, iba a recuperar un Espíritu que permitiría no volver a pecar. Este "Siervo" iba a "quitar" realmente el pecado del mundo (v. 29). Pero "talja", como anunciamos al principio, puede traducirse también por cordero. El evangelista privilegia,  el tema del Cordero pascual y divino, por su papel de expiación (Ap. 14, 1-5; 7, 15; 22, 3; Jn. 19, 36; cf. Act. 8, 32; 1 Pe. 1, 18-19). 



[1]  Juan sabe  que existen pecados personales, y lo ha expresado claramente  en 20,23, por tanto sabe muy bien que hay diversas y múltiples actitudes equivocadas.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

BENEDICTO XVI: EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ


“¡Qué dicha tener la Cruz! Quien posee la Cruz posee un tesoro” (S. Andrés de Creta,Sermón 10, sobre la Exaltación de la Santa Cruz: PG 97,1020). En este día en el que la liturgia de la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el Evangelio que acabamos de escuchar, nos recuerda el significado de este gran misterio: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para salvar a los hombres (cf. Jn 3,16). El Hijo de Dios se hizo vulnerable, tomando la condición de siervo, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (cf. Fil 2,8). Por su Cruz hemos sido salvados. El instrumento de suplicio que mostró, el Viernes Santo, el juicio de Dios sobre el mundo, se ha transformado en fuente de vida, de perdón, de misericordia, signo de reconciliación y de paz. “Para ser curados del pecado, miremos a Cristo crucificado”, decía san Agustín (Tratado sobre el Evangelio de san Juan, XII, 11). 

Al levantar los ojos hacia el Crucificado, adoramos a Aquel que vino para quitar el pecado del mundo y darnos la vida eterna. La Iglesia nos invita a levantar con orgullo la Cruz gloriosa para que el mundo vea hasta dónde ha llegado el amor del Crucificado por los hombres, por todos los hombres. Nos invita a dar gracias a Dios porque de un árbol portador de muerte, ha surgido de nuevo la vida. Sobre este árbol, Jesús nos revela su majestad soberana, nos revela que Él es el exaltado en la gloria. Sí, “venid a adorarlo”. En medio de nosotros se encuentra Quien nos ha amado hasta dar su vida por nosotros, Quien invita a todo ser humano a acercarse a Él con confianza.

Es el gran misterio que María nos confía también esta mañana invitándonos a volvernos hacia su Hijo. En efecto, es significativo que, en la primera aparición a Bernadette, María comience su encuentro con la señal de la Cruz. Más que un simple signo, Bernadette recibe de María una iniciación a los misterios de la fe. La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados. El poder del amor es más fuerte que el mal que nos amenaza. Este misterio de la universalidad del amor de Dios por los hombres, es el que María reveló aquí, en Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación.

La Iglesia ha recibido la misión de mostrar a todos el rostro amoroso de Dios, manifestado en Jesucristo. ¿Sabremos comprender que en el Crucificado del Gólgota está nuestra dignidad de hijos de Dios que, empañada por el pecado, nos fue devuelta? Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros por amor a Cristo. Les encomendamos a María, Madre de Jesús y Madre nuestra, presente al pie de la Cruz.

martes, 13 de septiembre de 2016

" YO SOY" EN EL EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN

«En el principio existía el Verbo» (Jn 1, 1). Estas palabras, con las que comienza san Juan su evangelio, nos remontan más allá del inicio de nuestro tiempo, hasta la eternidad divina. A diferencia de san Mateo y san Lucas, que sobre todo se dedican a relatar las circunstancias del nacimiento humano del Hijo de Dios, san Juan dirige su mirada al misterio de su preexistencia divina.

En esta frase, «en el principio» significa el inicio absoluto, inicio sin inicio, es decir, la eternidad. La expresión es un eco de la del relato de la creación: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1, 1). Pero en la creación se trataba del inicio del tiempo, mientras aquí, donde se habla del Verbo, se trata de la eternidad.

Cristo, al poseer, como Verbo, una existencia eterna, tiene un origen que se remonta más allá de su nacimiento en el tiempo. Esta afirmación de san Juan se funda en unas palabras precisas de Jesús mismo. A los judíos que le reprochaban su pretensión de haber visto a Abraham sin haber cumplido cincuenta años Jesús replica: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo soy» (Jn 8, 58). Esa afirmación subraya el contraste entre el devenir de Abraham y el ser de Jesús. 

En efecto, el verbo que en el texto griego se aplica a Abraham significa «devenir» o «venir a la existencia»: es el verbo adecuado para designar el modo de existir propio de las criaturas. Al contrario, sólo Jesús puede decir: «Yo soy», indicando con esa expresión la plenitud del ser, que se halla por encima de cualquier devenir. Así expresa su conciencia de poseer un ser personal eterno.


Aplicándose a sí mismo la expresión «Yo soy», Jesús hace suyo el nombre de Dios, revelado a Moisés en el Éxodo. Yahveh, el Señor, después de encomendarle la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, le asegura su asistencia y cercanía, y casi como prenda de su fidelidad le revela el misterio de su nombre: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Así, Moisés podrá decir a los israelitas: «"Yo soy" me ha enviado a vosotros» (Ex 3, 14). Este nombre manifiesta la presencia salvífica de Dios en favor de su pueblo, pero también su misterio inaccesible.

Jesús hace referencia al Nombre con el que el Dios de a Antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el momento de confiarle la misión a la que está llamado: "Yo soy el que soy... responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros" (Ex 3,14). De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo en el marco de la discusión sobre Abrahán: "Antes que Abrahán naciese, YO SOY" (Jn 8,58). Ya esta expresión nos permite comprender que "el Hijo del Hombre" da testimonio de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.

"Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona y la expresión más sintética parece ser ésta: "Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre" (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican claramente que antes de "venir" al mundo Cristo "estaba" junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.

Expresiones semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato: "Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el hecho de que Pilato le pregunte más tarde: "¿De dónde eres tú?" (Jn 19, 9). Y antes aún leemos: "Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y adónde voy" (Jn 8, 14). A propósito de ese "¿De dónde eres tú?" en el coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una declaración significativa: "Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo" (Jn 3, 13). Esta "venida" del cielo, del Padre, indica la "preexistencia" divina de Cristo incluso en relación con su "marcha": "¿Qué sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?", pregunta Jesús en el contexto del "discurso eucarístico" en las cercanías de Cafarnaum (Cfr. Jn 6, 62).

Toda la existencia terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel "antes" y a él se vincula de nuevo como a una "dimensión" fundamental, según la cual el Hijo es "una sola cosa" con el Padre. Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las palabras de la "oración sacerdotal" en el Cenáculo!: "Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese" (Jn 17, 4-5).

También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la "venida" del Hijo del hombre para la salvación del mundo (Cfr. por ejemplo Lc 19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan contienen una referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.

La síntesis más plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se puede decir que en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del Hijo del hombre adquiere una ulterior explicitación, en cierto sentido definitiva: "Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El... En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron" (Jn 1,1-5). En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí mismo, cuando declaraba: "Salí del Padre y vine al mundo" (Jn 16, 28), cuando rogaba al Padre lo glorificase con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es "Dios de Dios", de la misma naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de Juan: "El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios". Afirmar la preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.

(basado en una catequesis de san Juan Pablo II)

lunes, 12 de septiembre de 2016

LA LUZ DE CRISTO NO CONOCE PUESTA DEL SOL

Aparece  en el prólogo de San Juan  la antítesis Luz-tinieblas que aparece también en Jn 3,19;8,12;9,4;11,9. Esta manera metafórica de hablar contrapone radicalmente el ámbito divino de la luz del ámbito antidivino de las tinieblas. Jesús, la luz del mundo, hace que la fuerza de la luz y de la vida vuelva a irrumpir en el cosmos entenebrecido (1,9;3,19;12,46). Finalmente, la imagen también se aplica al comportamiento moral de los hombres, puestos al descubierto por el portador de la luz escatológica (3,19ss).Todos estos aspectos están implicados y asociados entre sí en la venida de la luz de Cristo: la salvífica irrupción de la luz divina en el mundo, el llamamiento dirigido a los hombres a optar aquí y ahora por la luz, la división de los hombres según su pertenencia a  al luz o a las  tinieblas(1 Jn 2,8). 

La luminosidad de Dios se concentra en Cristo como en un foco. Él es el portador de la luz y el que trae la luz. Metáfora de ello fue el hecho de dar vista a los ciegos (Jn 9). Él es la luz misma, la verdadera, auténtica, real y propia luz (Jn1,7-9; Jn 3,19; Jn 8,12 ).Toda luz terrena alude a Él. En Él se hizo presente la eterna luz de Dios dentro de la historia humana.  En la nueva Jerusalén celestial irrumpe con poder manifiesto desde su cuerpo glorificado. Su brillo ilumina la ciudad celeste. La luz que ilumina desde el Señor es distinta de toda luz terrena.


Aunque ésta ilumine al mundo con tanta claridad, el mundo con su indigencia y sus pecados puede parecer, sin embargo, oscuro al hombre. En este sentido dice San Buenaventura que el mundo está lleno de nochesSe pregunta Claudel: "¿Puedes asegurarme que vale la pena abrir los ojos? ¿Puedo ver la justicia si los abro?"  Aunque el sol parezca tan claro, no puede expulsar la noche de la injusticia y de la vulgaridad. 

La luz de Cristo no sólo ilumina de otra manera, sino que transforma el mundo. Por eso es la verdadera luz. Comparada con su fuerza luminosa, toda luz terrena es una turbia apariencia. La luz de Cristo no conoce puesta de sol. Por eso la ciudad celestial no conoce la noche, sino sólo un día eterno. Sus habitantes son transfigurados por la luz procedente de Cristo glorificado. Se hacen luminosos. Se cumple lo prometido en II Cor. 3, 18: "Todos nosotros, a cara descubierta, contemplamos la gloria del Señor como en un espejo y nos transformamos en la misma imagen, de gloria en gloria, a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor." 

jueves, 8 de septiembre de 2016

V. MESSORI: "ALLÍ DONDE LA VIRGEN ES OLVIDADA, SE DESVANECE CRISTO"

Se ha publicado en español el libro «Hipótesis sobre María» en el que el escritor Vittorio Messori hace un riguroso estudio donde considera a la Virgen la mujer más influyente de la historia.

La obra más conocida de este escritor fue «Hipótesis sobre Jesús» (1976), escrita tras él haber experimentado un largo camino hacia la conversión. Messori entrevistó a dos Papas. Primero al que era prefecto de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger, en el libro «Informe sobre la fe» (1984). En su obra, «Hipótesis sobre María», Messori aclara quién es la Virgen María, qué credibilidad merecen sus apariciones en Lourdes, Fátima, etc., y qué significado tiene la Madre de Dios para el cristianismo.

«Cuando en 1976 publiqué mi primer libro, “Hipótesis sobre Jesús”, muchos lectores me pidieron que me pusiera al trabajo con las “Hipótesis sobre María”», confiesa Messori en declaraciones a Zenit. «El asunto, entonces, me parecía extraño, inaceptable. El hecho es que a Jesús se le encuentra en las calles, la Madre está en casa, en la discreción: se la conoce y se la ama cuando se alcanza bastante intimidad con el Hijo para entrar donde Él habita», afirma.

«María, para la sabiduría del mundo, no es nada -aclara-. Para la perspectiva de la fe es un abismo de misterio: es persona humana como nosotros y a la vez es instrumento indispensable para el mayor acontecimiento y con diferencia: la encarnación de Dios mismo», explica. El autor busca con estas 470 páginas «mostrar que es posible ser devotos marianos sin caer en una cierta retórica, en un “devocionismo”». El autor cree que la devoción a la Virgen no es algo «de creyentes sentimentales o ignorantes, sino una exigencia irrenunciable para todo creyente», explica.

El periodista considera que «todo lo que la Iglesia ha dicho y dice sobre la Madre está al servicio de Cristo, en defensa de su humanidad y a la vez divinidad». Afirma que «la “mariología” es, en realidad, “cristología”; sus dogmas no son sino confirmación y baluarte de los de su Hijo». «Allí donde María ha sido olvidada, antes o después se ha desvanecido también Cristo», insiste. «En estas hipótesis sobre María me ocupo mucho de apariciones, aun limitándome a las reconocidas por la Iglesia. En las apariciones la Virgen continúa su vocación de madre que corre junto a los hijos en los momentos difíciles. Las apariciones son una llamada, una sacudida, una confirmación, un afianzamiento», agrega.

El autor italiano afirma que cuando puede acude «como peregrino a los santuarios marianos europeos: allí encuentro a las multitudes que ya no acuden a sus parroquias, pero que son atraídas por aquellos lugares donde la presencia materna se ha manifestado», concluye.En concreto, el escritor expone que «en Occidente el incremento de las peregrinaciones ha sido el único índice de signo positivo en una Iglesia donde todo disminuía, desde la participación en los sacramentos hasta las vocaciones».

Y considera que «la devoción mariana es actualmente tal vez el mayor recurso pastoral: y no sé qué pensar de ciertos “clérigos intelectuales” que rechazan o hasta desprecian esta extraordinaria posibilidad», concluye.

(Fuente: La Razón)